Afirmaba el dirigente chino Deng Xiaoping que no importaba si el gato era blanco o negro, sino que cazase bien los ratones. Y algo similar podríamos decir de la obra Los sempiternos, que Ginés S. Cutillas publicó en 2015 en la editorial Base: tanto da que se trate de relatos como de una novela. En puridad, existen indicios y apoyaturas (técnicas, estructurales, argumentales) para sustentar cualquiera de las dos hipótesis; pero lo que al lector le interesa, por encima de las disquisiciones eruditas, es que quien escribe el libro cace con eficacia el ratón de su curiosidad. Y ahí el valenciano no genera dudas ni incertidumbres: lo consigue de principio a fin.
¿Cómo podría ser de otro modo? En las primeras páginas, el anciano Marcelo se sorprende con los madrugadores golpes que inesperadamente perturban su puerta; y su inquietud se convertirá en pánico cuando descubra que la figura que se recorta en el vano ha venido a cobrarse su vida; y su pánico se convertirá en angustia cuando se le ofrezca la posibilidad de ganar un día de vida si, a cambio, realiza una acción abominable; y su angustia se convertirá en vergüenza cuando la lleve a cabo. A partir de ese instante, que sirve de pórtico al volumen, imaginen un desfile de personajes vestidos de blanco, infieles compulsivos, misteriosos personajes que desarrollan una infinita partida de póker, un hombre que observa con estupor cómo todos los vecinos del barrio comienzan a convertirse en mujeres, psiquiatras desconcertados, empresas en las que se instaura una sangrienta anarquía… Sé que todo lo que acabo de exponer parece caótico, y que estas breves líneas no permiten hacerse una idea del espíritu y la intensidad del libro, pero les aseguro que Los sempiternos consigue que todas esas hebras de anómalo colorido conformen un tapiz admirable, armónico y seductor, que les recomiendo de manera viva.
Están ustedes tardando.