La ciudad romana de Segóbriga era una de las más ricas del imperio. Sus construcciones monumentales, su teatro, su anfiteatro, sus termas y su impresionante foro porticado nos revelan un pasado muy próspero. La raíz de esa riqueza eran las minas que rodeaban la ciudad. Pero no eran de oro o plata. La riqueza que los habitantes de Segóbriga sacaban de las entrañas de la tierra era el lapis specularis. Sus minas eran casi las únicas en todo el imperio y, sobre todo, las mejores. En la época del imperio romano no existía el cristal que usamos hoy para cerrar las ventanas. Sin embargo, sí existía un material que servía para proteger a los inquilinos de las viviendas del frío y el viento: el lapis specularis. También conocido como “espejuelo”, “espejillo”, “piedra del lobo”, “espejillo de asno”, “piedra de la luna”, “piedra de luz”, “sapienza”, “reluz”, etc. (Ver la web http://www.lapisspecularis.org/ para una información detallada) El lapis specularis es un yeso selenítico que tiene la ventaja de que puede cortar a mano con una sierra con mucha facilidad y, sobre todo, en capas muy finas, lo que le permite ser utilizado para cubrir los huecos de las ventanas y a la vez dejar pasar la luz. En un imperio de casi 100 millones de habitantes que iba desde la Península Ibérica hasta Siria y Mesopotamia, pasando por Britania, Galia, Italia, Egipto, los Balcanes y el norte de África, había muchas ventanas que cubrir, por lo que la demanda de este material debía ser inmensa.
El problema de este material era su escasez. Había minas en Sicilia, Italia, la Capadocia o en Chipre, pero ninguna de ellas tenía la calidad del lapis specularis de Hispania. Por ello la riqueza de Segóbriga era aún mayor, porque tenía prácticamente el monopolio de las mejores minas de todo el Imperio Romano.
Lapis specularis
Estas minas eran pozos profundos que se excavaban en la tierra. Centenares de pequeños agujeros daban entrada a los millares de mineros que cada día bajaban en busca del preciado material que se encontraba entre las piedras del subsuelo. Como hormigas entraban y salían por esos agujeros mientras debajo de la tierra sus picos la horadaban cada vez más y más creando enormes cuevas artificiales, pequeñas ciudades subterráneas creadas para satisfacer una demanda cada vez más creciente.


