Tiene razón, Don Sierra: ni siquiera las buenas ideas son capaces de hacer que en ellas encaje toda la realidad, y siempre hay alguna porción de esta que se escapa por las costuras de nuestros intentos de abarcarla. La idea de la aversión a la pérdida o al riesgo (yo no he leído todavía el libro de Kahneman, “Pensar rápido, pensar despacio”, y no sé si seré capaz de situar bien lo que digo en relación con lo que dice él) parece tener varios descosidos de esos por donde se escapa la realidad, y que él mismo aceptaría como excepciones a su regla general. Efectivamente, no todo lo que hacemos está regido por esa aversión. Hace pocos días estaba en la prensa la noticia de esos tres montañeros españoles a los que se dio por muertos en el Himalaya después de que se estuviera varios días buscándoles infructuosamente. Siento simpatía por los alpinistas, esos amantes del riesgo a veces extremo, porque una parte de mí envidia sus aventuras. Me cuesta más meterme en el pellejo de, por ejemplo, esos otros amantes del riesgo que corren en los encierros de los sanfermines, aunque los suelo ver por televisión; precisamente, no se me va de la cabeza la australiana herida muy gravemente por asta de toro en el último encierro de este año, más o menos de la edad de mi hija. El caso es que en estos tipos de actividades es muy difícil saber cuál es la ganancia y resulta muy evidente la pérdida cuando llega. Aunque en el alpinismo hay otras sensaciones de alta calidad (nunca mejor dicho), parecería que el riesgo es a veces, por sí mismo, un estímulo suficiente para la acción. Y arriesgo una interpretación: puesto que la muerte es nuestro principal adversario y recurrentemente la vemos rondar cerca de nosotros, hay quien la echa algún que otro envite, y a veces un órdago, para demostrarse que no es tan vulnerable ante ella como parece, que la puede plantar cara con ciertas o suficientes garantías.
Así que creo que de lo que, en última instancia, se trata en cualquier actividad de riesgo de este tipo, en donde la ganancia es, respecto de la pérdida posible, muy cuestionable (y podríamos incluir aquí también juegos como el de la lotería), es de intentar demostrarnos (supersticiosamente) que la fortuna nos ronda y acabará viniéndonos a ver, y, en última instancia, de que somos más o menos invulnerables. Consuelos, pues, infantiles que nos buscamos, prolongando aquellos que de niños nos hacían creer que los buenos (como nosotros) no mueren, o, como mínimo, van al cielo.
Esto de afrontar temerariamente tales riesgos ocurriría cuando nos da el punto maníaco. Pero cuando estamos más normalitos y nos sabemos tan vulnerables como en realidad somos, lo que hacemos es protegernos, incluso excesivamente, de los riesgos y las posibles pérdidas; y aquí es donde tendrían efectiva aplicación las ideas de Kahneman y Tversky sobre la aversión a la incertidumbre o al riesgo, que nos lleva a buscar el asilo en sagrado de cualquier superstición o mecanismo de defensa psíquico que se ponga mágicamente al alcance de la mano.
En el origen de todo lo que ocurre en nuestra psique está la angustia. Paul Diel (1893-1972), psicólogo austriaco que se afincó en París y cuyas ideas sobre la introspección como método de conocimiento genuino de la psicología fueron apoyadas por uno de sus conspicuos lectores, Albert Einstein, decía más exactamente: “La vida no tiene otro sentido sino el de superar la inquietud fundamental, germen de angustia”. Y aclaraba: “Vivir es sentir. Sentir es oscilar entre un estado de insatisfacción y un estado de satisfacción. Esos estados opuestos se manifiestan en el nivel humano en forma de sentimientos claramente diferenciados: angustia y alegría”. Es decir, que si conseguimos convertir la vida en una tarea que vaya reparando o compensando nuestra insatisfacción radical, esta se va convirtiendo en alegría, y si no, si nuestra vida se interrumpe y no encontramos un cauce a través del cual aquella insatisfacción que irrenunciablemente nos constituye se haga productiva, el resultado es la angustia. “La inquietud angustiada –decía, en fin, Diel– es el motor de la evolución en su forma psíquica”. La evolución es el resultado acumulado de aquella tarea vital.
Venimos a decir que frente a la angustia, que si la desbrozamos de sus apariencias resulta ser siempre angustia de muerte, utilizamos dos recursos (inútiles) que nos desvían a un lado y a otro del único camino racional, que es la aceptación de la realidad y la conversión de la inquietud que supone la confrontación con ella en una tarea productiva: el que mágicamente nos defiende (ilusoriamente) de los peligros y el que mágicamente nos inviste de un poder (asimismo ilusorio) que nos permite plantar cara activamente a los peligros. El primer sesgo, el que nos hace creer que podemos protegernos de los peligros cumpliendo ciertos ritos, nos lleva a construir imaginarios reductos de orden, círculos mágicos, dentro de los cuales lleguemos a sentirnos suficientemente inmunizados frente a la amenaza de incertidumbre, caos o riesgo. Se trata del mismo impulso que a todos nos ha llevado alguna vez a no pisar raya cuando andamos, esto es, a colocar el pie dentro de un recinto, el que delimitan esas rayas, o el mismo que lleva al agorafóbico a no salir de las zonas que para él son seguras, y a sufrir ataques de angustia si queda expuesto en un campo abierto, extraño a su círculo mágico protector. Y también podríamos incluir en este impulso perentorio y más bien errático en busca del orden aquellas conductas que a los sujetos del experimento de Kahneman y Tversky les hacía vincular supersticiosamente sus respuestas a preguntas sobre cantidades de cosas que desconocían a números que el azar (o la mano del experimentador) ponía a su disposición (de lo cual traté en una anterior entrada, la que titulé “Nuestra aversión a la incertidumbre…”); prevalecía allí la necesidad de tener, a toda costa, una respuesta a situaciones de incertidumbre, aunque esa respuesta fuera irracional. Y el segundo sesgo, el que nos lleva a sentirnos mágicamente investidos de poder frente al infortunio (y este sería el mecanismo típico del maníaco) explicaría las conductas temerarias, desde las de los corredores de encierros en San Fermín hasta las ludopatías.
Así que, recopilando ideas, podemos ir concluyendo que, al venir a la vida, contamos con un bagaje inicial: nuestra esencial inquietud. Si la convertimos en tarea productiva y conseguimos de esa manera poner orden y sentido en nuestra vida, el sentimiento resultante será la alegría, y si no, será la angustia la que llene el hueco. Asimismo, y como recurso espurio e inútil para defendernos de la angustia cuando aparece, podemos regresar a los esquemas del pensamiento mágico, y entonces, o bien creamos un círculo mágico en el que ilusoriamente nos sintamos a salvo de los agentes angustiosos, y que defendemos a través de nuestras fobias (aversiones) y obsesiones, o bien nos sentimos investidos de omnipotencia y nos identificamos con entidades que, en forma delirada, nos ponen a salvo de los peligros, bien sea el Ángel de la Guarda o San Fermín. Lo que Kahneman y Tversky llamaron aversión a la incertidumbre no sería entonces sino un recurso mágico con el que establecer un círculo de orden que permita defenderse (ilusoriamente, claro está) del caos de estímulos en que, para empezar, consiste la realidad.
Todo lo cual, por otro lado, confirmaría el derrotero errático, y a menudo contraproducente, que ha tomado el paradigma actualmente dominante en psicología clínica y en psiquiatría, que, a través de terapias de conducta como la relajación o la desensibilización sistemática, o de psicofármacos como los ansiolíticos, tiene como pretensión prioritaria, y frecuentemente excluyente, la de anular la insatisfacción que está en el origen de la angustia, en vez de reconducirla hacia la puesta en marcha de una tarea reparadora.