«Los datos dicen, pero nunca explican.Los datos de la Organización Mundial de la Salud dicen que hay un millón de muertes anuales por suicidio en todo el planeta.Los de la Organización Panamericana de la Salud que el 65 % de los suicidios se encuentran asociados a la depresión y que son la tercera causa de muerte en varones y la cuarta en mujeres de 15 a 24 años.Según el Indec en Santa Cruz viven exactamente 196 876 personas, el 0,5 % de la población del país.Los últimos datos de la Asociación Argentina de Prevención del Suicidio, elaborados en base a las Estadísticas Vitales del año 2002 del Ministerio de Salud de la Nación, aseguran que Santa Cruz es la tercera provincia con la tasa más alta de suicidios de la Argentina (con una tasa general del 8,38 por cien mil), después de La Pampa (15,22 por cien mil) y Chubut (15,18). La tasa de defunciones por suicidio correspondiente a Santa Cruz para el año 2002 es de un 14,70 por cien mil.Pero Las Heras es una ciudad acostumbrada a no contar con datos propios.En diciembre de 1999 un informe interno del área de asistencia social del Departamento de Seguridad Social y Trabajo de la Municipalidad de Las Heras aseguraba que no había ningún tipo de estadística sobre población y entonces nadie sabía cuántos nacían y morían, cuántos se alimentaban y cuántos no, cuánto ganaban cuántos y cuánto dejaban de ganar todos los otros. De modo que ese mismo año se organizó un censo de salud, población y vivienda que arrojó las siguientes conclusiones, válidas para el período 2000-2001: eran 8382 habitantes, 4837 de ellos mayores de 18 años. El 30 % de las mujeres se embarazaban antes de cumplir los 18, sin novio a la vista; 380 personas con trabajo ganaban menos de 250 pesos por mes, 520 entre 250 y 350 y 1622 ganaban más de 350 pesos. De los 4837 mayores de 18 años, había 2315 desocupados, 380 subocupados, y 2142 personas con trabajo. El 25 % estaba sin empleo. Solo 614 personas tenían el secundario completo y 222 el terciario. El 89 % del pueblo vivía de la industria del petróleo y 1200 personas eran habitantes transitorios.Nadie preguntó, ni entonces ni nunca, por los suicidios».
«—¿Y, ya encontró todo lo que buscaba? —dijo, sin mirarme.—No sé —le contesté».Leila Guerriero no sabe. No sabe qué contestar a esa pregunta de un lugareño. No sabe si ha encontrado lo que ha ido a buscar. Tal vez ni siquiera sepa qué es lo que está buscando. Y quién lo sabe. Quién podría dar una respuesta. «Los datos dicen, pero nunca explican». Lo que dice la ausencia de datos es desidia, indiferencia.
No hay una lista oficial, pues, pero hay quien asegura que existe una lista que nadie ha visto. Se encontró cuando apareció la primera suicida. Dicen que en ella estaban escritos los nombres de los que vendrían después, como si fuese un maleficio o una condena. Qué miedo la incertidumbre de no saber si el propio nombre o el de algún ser querido está en esa lista. Qué alivio si no se encuentran en ella sentirse inmune a esa maldición. Pero, sin embargo, nunca se puede gozar de una absoluta tranquilidad. Siempre queda algún resquicio por el que amenaza colarse la fatalidad, esa especie de destino adverso cuya sombra desencadena una actitud de negación similar a la que podría adoptar cualquiera que se apresurase a sacar del equívoco a quien lo pensara oriundo de Las Heras, «como si nacer en Las Heras fuera algo más que un dato de identidad en un documento debajo de un nombre. No un estigma, sino un presagio».
Existir sí existe una lista. «El hospital no tenía registro (las muertes no se catalogan como «suicidio»); el Registro Civil no tenía registro (los libros, decían, se envían una vez por año a Río Gallegos); la policía no tenía registro (la policía no tenía registro); el Municipio no tenía registro (el municipio, decía, no tenía por qué). Pero Navarro, vecino de los muertos, pariente de algunos, conocido de todos, en cuadernos Gloria con letra prolija y clara había anotado edad, nombre, fecha, causa de muerte y tipo de cajón: cerrado o abierto. Él podía recordar sin miedo y sin pudor porque eso, así, formaba parte de su trabajo bien hecho». De su trabajo en la funeraria de Las Heras.
Los habitantes de esos cajones, ya cerrados para siempre, tal vez tuvieran respuestas, pero ahora solo ofrecen silencio, dolor y tierra sobre sus cuerpos y sus muertes. Claro que bien pudiera ser que, de habérseles preguntado por qué, su respuesta sería, como la de Leila Guerriero, no sé. En todo caso, nadie les preguntó. En Las Heras, provincia de Santa Cruz, nadie pregunta.
«En Las Heras todas las semanas había noticias de bebés destrozados y niñas desvirgadas hasta la muerte y la revista La Ciudad contaba esas cosas: las cosas que pasan. Pero nadie contaba lo que había dejado de pasar: los chicos y las chicas traídos de regreso con las venas rotas, enhebrados a sus pequeñas horas y sus modestos días después de un paso breve por la boca tiesa —inolvidable— de una horca.Entre marzo de 1997 y el último día del año 1999 se produjeron en Las Heras doce muertes por suicidios. No fueron las primeras. Tampoco serían las últimas. Pareciera que pudiera hablarse de oleadas, ahora que está tan de moda el término. Pareciera que los suicidas actuaran por contagio. «Como me sentía sola», le cuenta una muchacha a Leila Guerriero, «y encima veía que toda esa gente se estaba matando, matarse era como la salida, la puerta de escape, y bueno».
Eran muchos.
Eran cosa de todos los días».
«Acá, si no sos muy fuerte, si no tenés mucho empuje, se te van apagando las ilusiones. A veces, no te creas… yo creo que esa idea de quitarse la vida la ha tenido todo el mundo. Es que te cansa. Esto te cansa».Leila Guerriero llega a Las Heras en otoño de 2002. «Aquel día de otoño el viento sacudía el ómnibus de la empresa Sportman, que une Comodoro Rivadavia con Las Heras. El ómnibus era demasiado viejo y la ruta 43, escenario de todos los piquetes, se clavaba en el horizonte sin ninguna interrupción, sin una sola curva. A los costados, arriba, abajo, no había nada. Ni pájaros ni ovejas ni casas ni caballos. Nada que pudiera llamarse vivo, joven, viejo, exhausto, enfermo. Solo había eso —desierto puro—, los balancines del petróleo con sus cabeceos tristes, y el ruido de una botella que iba y venía por el pasillo y que nadie —ni yo— se molestaba en levantar. No éramos más de cinco pasajeros, y el chofer impávido y un poco de música».
Las Heras es «un lugar donde no hay ríos ni arroyos ni pájaros ni ovejas, los cielos van cargados de nubes espesas, un viento amargo muele y arrasa a 100 kilómetros por hora y la tierra se desmigaja a veinte grados bajo cero». Ya asentada en la localidad, Leila Guerriero piensa: «Es raro este empeño, [...]. Allí donde la naturaleza renuncia y pone arbustos y unas piedras, el bicho humano se empeña en poner casas, escuelas, una plaza, e insiste en tener cría».
Ruta 43, provincia de Santa Cruz, Argentina. Fotografía de Andy Abir Alan bajo licencia CC BY-SA 3.0. Fuente: https://web.archive.org/web/20161024211229/http://www.panoramio.com/photo/78274769
Lo primero que el bicho humano puso en Las Heras, en realidad, fue el ferrocarril, allá por principios del siglo XX, y, a su albor, se pusieron las casas, escuelas, plazas y se tuvo la cría. En los años sesenta llegó la empresa estatal YPF. Resulta que a Las Heras le había tocado la lotería en forma de uno de los yacimientos petrolíferos, que tenía justo al lado, más importantes de la Patagonia. Llegó gente de afuera a raudales y las casas y las crías (no sé si así las escuelas y las plazas) se multiplicaron desorbitadamente. Pero a principios de la década de los noventa comenzó el proceso de privatización de YPF a manos de REPSOL y resultó que el paraíso petrolífero no era tal paraíso y que la suerte que trajo la lotería así como vino se marchó. La población de Las Heras sufrió una importante merma y los que se quedaron sufrieron el impacto de un alto índice de desempleo.
Sí, Las Heras está en la Patagonia argentina. En el fin del mundo, como dice el sugerente título de este libro. En el culo del mundo, hablando en plata. Se llega por esa misma solitaria ruta 43, que es como un augurio, por la que llega Leila Guerriero. Quién querría tomar esa ruta, si Las Heras ya no es foco de atracción para los buscavidas. Si allí solo hay viento. «Esperar en la calle, en un sitio como Las Heras, es la peor de todas las tareas. Con el viento arrasando o el frío punzante y la nada alrededor, uno empieza a darse severa cuenta de lo que debe ser vivir así, ahí, todos los días». Y es que «el clima también tiene que ver. Siempre están todos metidos para adentro y el suicidio tiene que ver con eso, con una agresión para adentro».
Los habitantes de Las Heras viven para adentro de las piezas escondidos de ese viento desesperante y viven para adentro de sí mismos porque sus habitantes pocas veces expresan lo que sienten. No se abren. Las Heras es un sitio chico en el que todo el mundo mira lo que hace el otro y en el que el otro actúa en función de saber que le están mirando. Las Heras es «esa mezcla de asombro y de prejuicio, de orgullo y crítica por las mismas cosas».
De Las Heras nadie habla. A nadie le interesa. En un mapa turístico de la zona, «donde debía estar Las Heras, no había nada: apenas la línea negra de la ruta 43». Nadie habla de sus muertos, de sus suicidas. «Cómo será», piensa Leila Guerriero, «no verse reflejado en las noticias, no entrar nunca en el pronóstico del tiempo, en la estadística, no tener nada que ver con el resto de todo un país. Imaginé una vida así: sin que a nadie le importe».
La propia Las Heras parece no importarse a sí misma. Le cuesta hablar de sus pérdidas. Una mujer le dice a Guerriero: «Fue muy dura mi vida. Pero la vida tiene que ser así para que sea vida, ¿no?», como si otra forma de vivir no fuera posible. Sus habitantes se comportan como si hubiesen mimetizado ese ninguneo, al igual que sus suicidas parecieran actuar por imitación.
«Ser alguien era algo que querían ser muchos ahí en las Heras. Ser alguien, decían. Como si ellos, así, no fueran nadie, nada».
Nada parecen ser los habitantes de Las Heras para los de Buenos Aires, para los norteños. Para los mismos que, con solo pulsar un interruptor, tienen luz. Los mismos que gozan de la electricidad y el gas que sale de las entrañas de Las Heras. Pero si los piquetes, esos ya casi sempiternos incómodos descontentos, los mismos que incomunican Las Heras al poco de que Leila Guerriero llegue por esa ruta 43 tan poco transitada pero que tanto transita por esta entrada, deciden en un acto, a saber si de desesperación si de provocación o si de un grito de existo, amenazar con una acción más que vandálica que pone en riesgo la llegada de los suministros a ese norte que la ignora, entonces, sí, entonces sí es noticia Las Heras, entonces sí se sitúa en el mapa, entonces sí se habla de ella, entonces hasta cruza el charco. Y, tras el momento de gloria, nuevamente silencio y olvido.
Las Heras, provincia de Santa Cruz, Argentina. Fotografía de Andy Abir Alan bajo licencia CC BY-SA 3.0. Fuente: https://web.archive.org/web/20161025110626/http://www.panoramio.com/photo/78275932
¿Qué trae a Leila Guerreiro hasta Las Heras? Quizás la atraiga ese silencio. Puede que a ella le importe un poco más que a la mayoría de norteños. Tal vez tenga preguntas, aunque se vaya sin respuestas.
Llega ese otoño de 2002. Lo hace con su grabadora. Pregunta, escucha, deja hablar. Su libro Los suicidas del fin del mundo es la crónica de su estancia en Las Heras y son las voces de los que quisieron abrirse a ella. Porque Leila Guerriero, para quien no lo sepa, es periodista. Leila Guerriero no es un personaje literario y este libro no es una novela, sino una crónica periodística. No es ficción, aunque la ficción beba a veces de ambientes muy parecidos al que se desprende de las páginas de este libro. De hecho, me he acordado mucho leyéndolo de Temporada de Huracanes, de Fernanda Melchor. Guerriero publica esta crónica en 2005, por lo que esta entrada, aunque escrita en presente, retrata la Las Heras de fin del milenio anterior y de los primerísimos años de este. O tal vez siga retratando a la de quince años después, qué sé yo.
Tampoco sabe Leila Guerriero. Con ese dubitativo no sé del principio de esta entrada responde al curioso que inquiere sobre el resultado de sus pesquisas. No sé, contestaría yo también si alguien me preguntase si he encontrado lo que buscaba en este libro. Mi no sé sería un sí mayúsculo si alguien me preguntase si este libro era lo que esperaba. Pero aun así no sé si he encontrado lo que buscaba. Ni siquiera sé qué iba buscando. En realidad, creo que no buscaba nada; que sabía de antemano que no iba a recibir respuestas, así que para qué la pregunta por qué. No pregunto, pues. Leo para entender y entiendo que no todo se puede llegar a entender. Entiendo también que, aunque llegue a comprenderlas, «respetar a las personas te va a llevar toda la vida». Y no me refiero solo a las personas que se suicidan.
«Bueno, la gente habla mal del pueblo, y yo pienso que cuando uno está disconforme en algún lugar es porque está disconforme con uno mismo. Porque uno se puede plantar y decir «Yo voy a cambiar algo: esto». Como cuando fue lo de los suicidios de los chicos. [...] cuando pasa algo así en un lugar es que hay algo que no funciona. Todos dicen «Ah, fue culpa de que no había lugares para la juventud, que no hay futuro». Pero no, yo pienso que es por la propia iniciativa que tienen las personas. [...] Es una decisión que tiene ya la persona en sí. Fijáte, yo podría haber hecho lo mismo, y me propuse metas, salí adelante. [...] nunca se me pasó por la cabeza. Pero si tenés la tendencia, y si nadie se da cuenta, podés llegar a la muerte, aunque seas joven, adolescente, adulto, tenés la tendencia suicida. Está en el inconsciente, y además como que la muerte es parte de la vida. Yo supongo que todos tenemos esa tendencia. Es que vivir cuesta, y generalmente se piensa que morir no cuesta nada. Acá en Las Heras se generalizó y se naturalizó ese pensamiento y hay que desnaturalizarlo para volver a trabajar con ese tema. Acá la gente naturaliza todo: el embarazo adolescente, el suicidio, la violencia. La gente naturaliza cosas graves. No es bueno que se haga natural. Y también hay que respetar la decisión de quitarse la vida. Respetar a esa persona que decidió quitarse la vida, porque es una decisión. Y las decisiones hay que respetarlas».
YPF, fotografía de Nestor Galina bajo licencia CC BY 2.0
Ficha del libro:Título: Los suicidas del fin del mundo: crónica de un pueblo patagónicoAutora: Leila GuerrieroEditorial: TusquetsAño de publicación: 2006Nº de páginas: 240ISBN: 978-84-8310-346-3
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