Los políticos no nos representan. Hemos escuchado esto cientos de veces. Ante esta crisis de representatividad, que parece cada vez más una especie de dismorfofobia generalizada, no son menos problemáticos aquellos analistas mediáticos que supuestamente analizan con objetividad la trama de nuestros asuntos políticos y sociales. Pero entonces deberíamos preguntarnos: ¿Los tertulianos nos representan? Los injertos de intelectual que pueblan nuestras televisiones no son un mal menor, como algunos tienden a creer, dado que ellos son la visibilidad de la opinión experta, que bajo una apariencia de pluralidad ideológica sustentan los mismos principios que permiten las injusticias y fracasos del sistema.
Es posible que se piense que incidir en esta problemática es secundario, pero este punto de vista procede de aquellos que se consideran a sí mismos seres informados, capacitados con recursos intelectuales críticos que se encuentran más allá del bien y del mal popular. Pero, a mi modo de ver, subestimar la fuerza de estos epicentros de formación de opinión popular es un error. Porque para conocer cual es su verdadero radio de acción, debemos posicionarnos en el punto de vista de la masa, que es por otra parte quien deposita su voto en las urnas. Y para gran parte de esta masa, aquellos tertulianos sin escrúpulos siguen siendo el referente al que acudir cuando de emitir un juicio político se trata.
Aunque no sea necesario dar demasiadas razones para establecer la insuficiencia crítica de estos personajillos de tres al cuarto, digamos solo algunas cosas. Primero, que en ninguno de los escenarios en los que participan, los debates televisados, se profundiza más allá del maquillaje con el que se ha decorado la superficie del sistema. La supuesta pluralidad de opiniones en los contertulios es una pluralidad aparente, que bajo las diferencias superficiales entre uno y otro esconden una sintonía fundamental en torno a elementos de muy dudosa credibilidad, como por ejemplo, la idea de que en efecto nuestra sociedad se rige por un sistema democrático real- escondiendo tanto el origen histórico sangriento de nuestro actual marco político como las determinaciones superiores que gobiernan las decisiones políticas, a saber, las leyes sacrosantas del mercado internacional-, la idea de que la democracia es mejorable, pero nunca necesitada de una consideración profunda y radical, o, como hace poco se pudo ver en uno de esos debates, la idea de que la labor profesional de los cuerpos de seguridad del estado está fuera de toda duda- es decir, que a pesar de que sea legítima la puesta en cuestión de algunasde las formas en las que la policía se comporta con los ciudadanos, la función defensiva en general de la policía está legitimada-, todo esto por poner unos pocos ejemplos. De la misma manera, ningún contertulio ha tenido la ocurrencia de poner en cuestión el sistema capitalista mismo- ni aún en su forma neoliberal- optando en su lugar por incidir en aspectos reformistas parciales – como por ejemplo, cómo mejorar la inversión, o cómo mantener, a pesar de la crisis, el sistema de garantías sociales- en lugar de plantear la raíz misma del problema, poniendo sobre la mesa una crítica explícita del sistema de producción capitalista, por ejemplo, y sus relaciones con una democracia endeudada y sumergida en los pactos de decisión de las grandes instancias supranacionales que gobiernan el crédito. A la inversa, en estas mesas de debate suele plantearse el origen del problema allí donde solo se encuentran algunas de sus consecuencias. Como si se tratase de ofrecer argumentos a un grupo de niños sin conciencia, los contertulios rechazan todo tipo de análisis que vaya más allá de lo que ofrecen las imágenes televisivas. De este modo, la violencia solo se analiza a través de la imagen, nunca del concepto. Aquello que se puede ver por televisión es lo real- santificando la intuición de Baudrillard-: el concepto analítico se torna invisible, por tanto inexistente. El manifestante armado con un palo y que arremete contra el policía se torna algo reprobable desde el punto de vista público en una sociedad en la que a diario se están expulsando ilegítimamente de sus viviendas a ciudadanos a los que previamente se les ha expulsado del mercado laboral. En consecuencia, los contertulios más “críticos” deben elaborar un discurso que justifique la violencia de los inconformes, afirmando que “esos casos son minoritarios, puesto que la mayoría manifestante se comportó de forma pacífica”, entrando en un juego de legitimación innecesario, pero que la televisión y los tertulianos insisten en ratificar. No solo se trata de un juego que oculta la violencia institucional implícita, sino que elimina de raíz cualquier afirmación sobre la legitimidad de una respuesta violenta legítima. A ningún tertuliano en su sano juicio se le ocurriría respaldar la reacción violenta de un ciudadano contra el estado, por ejemplo, mediante el lanzamiento de un cóctel molotov, aún cuando de forma ilegítima el estado estuviera utilizando la violencia contra este ciudadano -como de hecho hace-. De este modo, se santifica la violencia institucional y la culpa moral e inconsciente de esta legitimación, que en el fondo se sabe ilegítima, recae sobre el manifestante. Si además, el manifestante en cuestión es joven o apenas sabe argumentar de forma coherente su discurso, no importa ya si tiene razón o no. Ha quedado descalificado desde el principio como “chusma” extremista y radical.En suma, no se puede despreciar el poder del contertulio ni su papel en la formación de la voluntad popular. El contertulio representa el enlace entre el asalariado que no tiene noticia de los procesos y de las leyes que gobiernan la política y la economía, y los representantes que se van a ocupar de esas leyes y procesos. El asunto es crucial. El contertulio es el mensajero que puede formar críticamente al oyente o desterrarlo para siempre del alcance a una percepción digna y crítica. Hasta ahora, ningún contertulio ha sido suficientemente crítico como para hacer una descripción justa del lamentable déficit democrático que padecemos a causa del imperio económico neoliberal. Las opiniones críticas son tachadas de extremistas y por tanto son vertidas sobre la responsabilidad de unas masas inconformes que se presentan, públicamente, como faltas de discurso, erráticas, caóticas y radicales. La tarea ingente que se presenta ahora mismo es, por tanto, revertir el proceso: que el caudal de crítica sana que se ejerce en las manifestaciones y concentraciones populares pueda solidificarse en un discurso coherente que llegue a las masas aún embotadas por las falacias de los tertulianos televisivos. Dicho de otra forma, lograr que el discurso hoy por hoy achacado a masas ignorantes y violentas, pueda tener como referente a sujetos que representen la seriedad en el juicio y la responsabilidad en los asuntos públicos. Trastocar la imagen convencional vertida por los tertulianos, imagen que permite conservar la superficialidad en el análisis y por tanto sembrar la sumisión en las masas, se convierte en orden del día de todo trabajo crítico social. Hay que decirlo bien alto: los tertulianos no nos representan.