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A propósito de la nueva Ley Antitabaco y para celebrar con ella las 10.000 visitas a este blog.
"Los primeros cigarrillos fueron de estricta fabricación casera. Metí a mi hermano en el asunto y lo convencí para que afanara uno de esos puros de boda olvidados en el encierro perpetuo de algún cajón. El que conseguimos, a fuerza de seco, debía ser del casamiento del bisabuelo.
Picamos el tabaco con unas tijeras y luego intentamos majarlo en un almirez. Cada golpe producía un polvillo de momia egipcia. Como no teníamos con qué liarlos decidimos probar con papel higiénico. Papel higiénico El Elefante, aquel que era un poco más suave que el de estraza. Nos quedaron dos ejemplares con hechuras de porros trompeteros, pero como no sabíamos lo que eran porros nos parecieron armoniosos. Por filtro les colocamos unos trocitos de algodón. Culminamos la manufactura rotulando a todo lo largo con un boli la marca de nuestro producto: Visigodos (por hacer una sarcástica competencia a los Celtas). En esa época éramos unos cachondos de apenas once años.
Dimos cuenta de ellos en el cuarto de baño y la experiencia no fue lo que se dice positiva. Agitando toallas conseguimos mitigar el humazo. Ni por un momento caímos en habernos fumado directamente el puro.
Cuando se acabaron los habanos arqueológicos probamos a fumarnos el té. En casa se compraba en hojitas por lo que prescindimos del proceso de majado aunque seguimos utilizando El Elefante. Es curioso, en vez de creer que tenían a dos niños fumadores en el hogar pensaban que estábamos siempre con diarrea, tal era la cantidad de papel que gastábamos antes de formar el cigarrillo perfecto.
No fuméis té. Está muy malo.
Un prurito científico nos llevó a seguir investigando. Ya con más añitos llegamos a meternos entre pecho y espalda tabaco Fortuna mezclado con caramelo Pictolín machacado y Aspirina pulverizada. Se nos hinchaban los labios a cada calada. Nunca conseguimos que alguna de nuestras amigachas fumara aquello para ponerla calentona. Nuestra vida de casanovas era aún más triste que la de fumadores, la verdad.
Pero eso fue después porque antes llegó a nuestras vidas el Piper, un negro mentolado que nos parecía el no va más de la sofisticación. Los sábados por la mañana y en compañía de nuestro amigo Paco, comprábamos en el quiosco dos ejemplares por barba. El quiosquero se amoscaba sin convencerse del todo que los Piper eran para el abuelo de Paco. También comprábamos regaliz para tomarlo después del fumeteo y disimular el mal aliento.
Nos íbamos a fumar al quinto pino. Muy lejos. A las tapias de la fábrica Hytasa. Rodeados de lagartijas y latas mohosas nos tendíamos en la hierba tratando de que no se apagaran las pocas cerillas que llevábamos. De hecho, antes de tirar la colilla del primer Piper encendíamos con ella el segundo piticlín. Era muy agradable estar allí, sin colegio, con la boca llena de humo de menta, tomando el sol y mirando las nubes que pasaban.
Y así hasta hoy, que me fumo casi cuarenta al día. Pero, ay, ninguno de ellos sabe tan bien como aquellos Piper de la infancia, cuando las muchachas estaban en flor y el verde de la hierba de Hytasa nos hacía intuir una eterna primavera."
(Este texto fue escrito para es.humanidades.literatura en enero de 2005. En el mes de julio de ese mismo año, dejé de fumar.)
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