El tiempo pasa de forma inexorable y hace una eternidad que, en nuestras manos, manejábamos de forma rutinaria una cajita aplanada con una cinta magnética en su interior, "placas" las llamaba mi abuela, fiel reducto de nuestras aficiones musicales. Para las nuevas generaciones es una reliquia, un fósil, un objeto peculiar, pero para nosotros lo fue todo, incipientes forjadores de una piratería que, por entonces, no estaba mal vista. Era práctica habitual que un amiguete te grabara en su equipo de música algún disco en concreto, cuando no auténticas recopilaciones imposibles. Cuando uno se encontraba a las puertas de la adolescencia, su objeto más codiciado no era ya la famosa bicicleta, más propia del pantalón corto, las rodilleras y el bocadillo de Nocilla, sino el ansiado radiocasete o, en su defecto, el tocadiscos de maleta. En mi caso era el primero, y deseaba hasta la obsesión uno que guardaba mi hermana mayor celosamente en un armario. Cuando se encontraba ausente, me deleitaba extrayéndolo de su embalaje y escuchando cintas de Pablo Abraira o de Camilo Cesto, cuando éste aún no se había transformado en un inquilino del Museo de Madame Tussauds. Mi hermana no confiaba en mí y pensaba que en mis manos, semejante artefacto, estaría en un peligro más que inminente, así que disfrutaba como un enano de aquellas sesiones clandestinas y melómanas. Al final, una vez descubierta mi adicción, terminó por regalármelo, siendo un grato recuerdo cuando recogí con mis temblorosas manos mi primer radiocasete, marca Faro, y que necesitaba de un transformador para conectarlo a la corriente. Transformador, por cierto, que se rompía continuamente, hasta tal punto, que mis exiguos recursos económicos iban más encaminados a ir sustituyéndolos que en ampliar mi discografía aún incipiente.
Otras de las cosas que siempre acababan muy mal eran las puertecitas para sacar y meter la cinta, que terminaban siendo catapultadas cada vez que se pulsaba el eject. Ni que decir cuando se liaba la cinta, se rompía o se atrofiaba y había que rebobinarla usando un bolígrafo. Yo fui un precursor del MP3, en cuanto a capacidad de almacenamiento, y no me conformaba con la duración convencional de las cintas, de tal manera que añadía un poco más, pegando un trozo con acetona o con fixo, para así aumentar los minutos de duración. Esto era fatal, pues siempre terminaba liándose la cinta en los cabezales. El día que adquirí una de 120 minutos fue como si hubiera descubierto el Vellocino de oro. Eso, unido a la elaboración de mis propias portadas, casi siempre un esqueleto subido a una moto, y unas recopilaciones demenciales que incluían a Paloma San Basilio, Bordón 4, Azul y Negro e Iron Maiden, entre otros, me convertían en un ecléctico de la peor ralea. Las canciones siempre estaban incompletas porque se obtenían de la radio y siempre te las pisaba el locutor al principio o al final. Habría que añadir también algunas sesiones inconfesables de grabaciones televisivas, como un concierto completo de José Luis Perales, que incluían comentarios de la familia y el canto de fondo de un canario impertinente. De vez en cuando se obtenía la copia de cinta situando un radiocasete frente a otro, obteniendo un resultado de calidad bastante mediocre, aunque aceptable para aquella incipiente época. Debido a nuestros precarios presupuestos utilizábamos marcas de casetes infames, peregrinando siempre en busca del cable y la clavija perfecta para obtener buenos resultados, aspecto que nunca sucedió hasta que alguno del grupo se hizo con un equipo de música decente, el alfa y el omega del mundo de la música, transformándose en proveedor oficial, con encargos continuos y, en no pocas ocasiones, abusivos por parte de desaprensivos que le volcaban un cargamento completo de cintas para grabar.
Recuerdo con especial cariño aquel primer radicasete, el mismo que usaba con un amigo de la infancia en su casa donde, con la ayuda de su tocadiscos de maleta, grabábamos un programa con canciones y donde un servidor se encargaba de la parte humorística, haciendo infinidad de voces, todo un absurdo de lo más emotivo y que ya me gustaría poder rescatar, pero el tiempo lo borra todo, incluso las cintas de casete. Echo la vista atrás y recuerdo las compilaciones de chistes de Arévalo, de Emilio el moro, los expositores de las gasolineras, los debates grabados entre amigos, las surrealistas interpretaciones de Henry Salomon y orquesta, una cinta de Félix Rodríguez de la Fuente en donde narraba la historia de los leones asesinos de Tsavo y, sobre todo, las tiendas de discos, un lugar especial, mágico y lamentablemente casi irrecuperable.