Enrocado en su familia, traductor y algún cipayo,
veíamos
de lejos
al Nobel caribeño.
Su calma excluía,
aunque
nos buscaba
para pedir «huevos fritos».
El canadiense
—que
aún era su amigo dudoso—
nos explicó que el premio
le
había fruncido la cara,
como una trombosis
que
pinzase el habla y el orgullo.
Con el
viejo asturiano cantábamos «Ríu verde» o «Chalaneru»
y entre tropiezos le venía una voz de prado
—ablanes, mozos,
ablanes—
que parecía despedida.
Todos han muerto.
También el palestino, el genovés,
los dos peruanos
y
el irlandés que escuchaba
con sorpresa de pájaro.
Nos
acercábamos como peregrinos
y ellos
nos
devolvían gracias de turista
o (con suerte) de primos que llegaban curiosos a la
boda.
Afortunados de verlos sin
quedarnos,
igual que la barca que no atraca en Keros porque
sólo
quedan cabras y arqueólogos,
seguimos
de largo
a nuestra historia —
más
mísera tal vez,
pero aliviada
de mito,
como
una piedra sin runa,
una quijada
o
una poza que, a falta de xanas,
fuera agua del pueblo.