Meo detrás de un árbol fuera del Parque de la Ciudadela. Está cerrado porque son casi las cinco de la mañana. Y pienso que, en otras circunstancias, tú estarías tapándome para que nadie me pudiera ver.
En la misma noche conozco a Socrates y Anastasia, ambos con el acento donde nadie lo pondría: la a i la í. Vuelvo a casa en bici y siento el alcohol por mi cuerpo.
Suena una canción tocada por una chica con su violín. La reconozco, pero me cuesta identificarla. Los tontos. Él se acerca para confirmar que sea esa la canción. Me dice que han cambiado el día de la cena griega por mí y me recuerdo que estoy tan feliz porque necesito la aprobación de los demás.
Pienso que tal vez me volverás a decir que escribo como antes de conocernos, quizá lo dices porque hablo de otros chicos.
Le digo que puedo ser cruel, que sé exactamente qué decir para hacerle daño a la gente y pienso que es la segunda persona a quien le cuento esto. Tú me contestaste que eso era peligroso, y me abrazaste. Él solo se ríe y me pide un ejemplo. Me consuela diciendo que no le parezco mala. No esperaba quedarme hasta tan tarde hablando con nadie.
No me da dos besos para despedirse, ni me acompaña hasta la bici como haría el venezolano, pero me parece bien, siento que es coherente con lo que dice.
Vuelvo a casa con hambre y me preparo un bocata de jamón y mayonesa. Me recuerda a tus “sánduches”, a todas las noches que volvíamos borrachos a casa y nos comíamos todo lo que quedaba en tu nevera, riendo, intentando hablar bajito para no despertar a tus compañeras.
Te echo de menos siempre. Solo necesito que me digas la verdad.