A la hora de referirnos a nombres propios y topónimos foráneos nos encontramos con un par de dificultades lingüísticas, la traducción y la transliteración, que responden a dos facetas diferentes de una misma cuestión.
La transliteración tiene que ver con el aspecto fonético, y básicamente consiste en tratar de escribir con el alfabeto propio el nombre o topónimo del idioma original de modo que se lea lo más parecido posible. Así, por ejemplo, el nombre anglosajón John se transliteraría en español como “Yon”, New York sería “Niu York”, y el país donde nació Yakira Kurosawa, que en su idioma se escribe 日本, se escribiría “Nihon” en español.
Por su parte, la traducción tiene un enfoque más semántico, suponiendo que en el caso de nombres propios y topónimos pueda hablarse de significados. A menudo, más que de la traducción de un nombre estaríamos hablando de su equivalencia. Un nombre propio foráneo sólo puede “traducirse” cuando exista en el idioma objeto uno etimológicamente equivalente. Por ejemplo, el mencionado John inglés sería el Juan español, pues provienen de la misma raíz (probablemente de un mismo y único personaje histórico), mientras que el Reijo finlandés no tiene equivalencia alguna en nuestro idioma. Con los apellidos es algo diferente, pues aunque muchos sí tienen un significado concreto (Smith en inglés y Seppanen en finés significan lo mismo que Herrero), en la práctica nunca se traducen. El caso de los topónimos es, en cambio, bastante distinto, pues rara vez encontramos equivalentes etimológicos o semánticos en el idioma objeto. No hay, por ejemplo, ninguna palabra española que tenga nada que ver con London, y además este topónimo no representa concepto alguno más que el de la ciudad concreta a la que denomina. En cambio, el nombre autóctono de Japón, que como queda dicho es 日本 (nihon), sí que puede traducirse, y significa “origen del sol” (de aquí que a veces digamos “país del sol naciente” para referirnos a él.)
En lo que sigue, y para no extenderme demasiado, me centraré en los topónimos, que son el objeto de este artículo. Pese a las mencionadas dificultades, la denominación de lugares extranjeros no había presentado hasta ahora problema serio alguno. Desde siempre, los pueblos se llamaron a sí mismos de un modo (a veces ni siquiera eso) y los demás pueblos los llamaron como les pareció, resultado de una variedad de procesos históricos, culturales o lingüísticos que podían derivar de determinada característica, costumbre, procedencia, fonética, etc. Así, por ejemplo, por deformación fonética London pasó al acervo hispanohablante como Londres, Antwerpen como Amberes y el río Dnipro (Днипро en el original) como Niéper. Existe un país en Asia cuyo nombre original se pronuncia ilang y que al Español pasó como Ceilán; y hay una ciudad, también asiática, cuyo nombre original suena algo así como piyín y que los españoles de antaño pronunciaron (y denominaron) Pekín. Estas adaptaciones de topónimos tienen toda la lógica del mundo: las palabras nos llegan deformadas no sólo por el denominado “ruido” que se produce en la transmisión oral, sino por la dificultad que suelen tener los hablantes de un idioma para pronunciar los fonemas propios de otro.
El problema surge cuando llega la corrección -y la tontería- política; cuando un pueblo quiere no sólo denominarse a sí mismo como le venga en gana sino también que otros pueblos cambien el modo en que se refieren a él. Y aquí es donde empiezan los conflictos y surge el debate socio-político, pues si bien cada pueblo tiene todo el derecho del mundo a llamarse como le parezca oportuno, es muy dudoso que los demás tengan obligación ni necesidad de modificar su propia lengua y tradición para cambiar la palabra con la que referirse a él, sobre todo teniendo en cuenta que eso no beneficia a nadie. Y esta pretensión es tanto más absurda cuanto más difieren unos de otros los idiomas, las fonéticas y los alfabetos. Cualquier hispanohablante comprende de modo inmediato e intuitivo lo ridículo que sería si, a partir de mañana, Reino Unido exigiera a los países hispanoamericanos dejar de utilizar la palabra “Inglaterra” y sustituirla por England incluso de modo interno. Pero lo necio de ese tipo de pretensiones se multiplica por diez si, para colmo, el idioma orignal ni siquiera comparte alfabeto con los otros idiomas extranjeros. Si los caracteres chinos 北京 suenan peyín a nuestros oídos y han pasado a nuestro acervo cultural como “Pekín”, querer obligarnos a decir o -peor aún- escribir Beiying a partir de ahora resulta, en mi opinión, una exigencia abusiva y sobre todo estéril; más tenendo en cuenta que China (que, por cierto, tampoco se llama así en chino, sino zhong-guo, que significa “el país del centro”) ni siquiera podría aducir que esa ciudad suya se llama “oficialmente” Beiying, porque eso no se corresponde con la realidad: oficialmente, Pekín se llama 北京. Agárreme usted esa mosca por el rabo. Cosa distinta sería si ellos le cambiasen el nombre y le pusieran otro que no tuviese nada que ver con el anterior, en cuyo caso estaríamos antre otro debate diferente. Es, por ejemplo, lo que ocurrió con Leningrado-San Patersburgo. Pero aquí no se trata de eso.
Este tipo de “demandas” de corte nacionalista o regionalista han venido proliferando bastante durante los últimos tiempos. Notables son los cambios mencionados de Pekín por Beiying, Ceilán por Srilanka y, hace apenas unas semanas, Turquía por Türkiye. (Y no voy a entrar en los autonomismos españoles, que darían para un tratado.) Curiosamente, quienes hacen ese tipo de reclamaciones suelen ser países o regiones de segunda división. Alguna razón habrá. Me parece de perlas que cualquier pueblo decida cómo quiere llamarse e incluso exija que en la sede de la ONU, si es el caso, se le cambie la chapita al escaño que ocupa su representante; pero de ahí a exigir al resto de pueblos del orbe que modifiquen sus propios idiomas para adaptarlos a tal capricho va un mundo.
Es más: si me apuran, opino que la función de los nombres (en general, de las palabras) es denominar, no reivindicar. La utilidad primordial del lenguaje es comunicar e intercambiar información, tanto si se trata de un nombre común como de uno propio. Antonio no es tanto Antonio porque él diga llamarse así, sino porque los demás lo conocen así. Un ejemplo excelente lo ofrecen los motes o apodos. Diga lo que diga la partida de nacimiento de mi carpintero, si la gente en el pueblo lo conoce por “el Pastelera” éste es el vocablo que prevalece, el que resulta social y comunicativamente útil. A este respecto no deja de ser curioso que, al contrario de lo que ocurre con el español, en que las personas “nos llamamos” Fulano o Mengano, en otros idiomas las personas “son llamadas” de tal o cual modo. Por ejemplo en ruso para conocer el nombre de alguien no se pregunta “¿cómo te llamas?”, sino “¿cómo te llaman?”, a lo que el otro responderá: “Me llaman Menganov”. De hecho, sin necesidad de irme hasta las estepas siberianas, en gallego ocurre igual. Quizá esa costumbre refleja una mentalidad social menos individualista que la contemporánea.
De modo que, sintiéndolo mucho, Pekín, Ceilán y Turquía aprendí yo que se llamaban en mi idioma esos lugares, así los hemos conocido desde hace siglos en español y así pienso seguir denominándolos hasta que me muera.