Revista Opinión

Los tres caminos

Publicado el 26 junio 2011 por Miguelmerino

Los tres caminos

Novia del campo, amapola
que estás abierta en el trigo;
amapolita, amapola,
¿te quieres casar conmigo?

Juan Ramón Jiménez

Saliendo por la Puerta Falsa de Los Hogares (D.R.A.E. La que no está en la fachada principal de la casa, y sale a un paraje excusado.) y torciendo a mano derecha, estabas en el campo. Al poco de caminar, te encontrabas en lo que llamábamos Los tres caminos. La razón del nombre es tan obvia como simple: se abrían ante nosotros tres caminos diferentes a elegir. Creo que daba igual que camino eligieras, los tres te mantenían en el campo. Grandes extensiones de cereales, con su cambiante color del verde al amarillo, según  la época del año,  y salpicadas de manchas rojas de amapolas. Cuando las espigas aun estaban verdes, pero ya granadas, gustábamos de arrancar algunas y echarlas al bolsillo, para poco a poco ir desgranándolas y comiendo como si fueran pipas de girasol.

Lógicamente, estas correrías se hacían preferentemente en primavera y verano. Las opciones de rapiña se multiplicaban entonces al aparecer en escenas las frutas estivales.  Las granadas eran de mis preferidas, por lo raras y por lo dulces y ricas, aunque había que desgranarlas bien, pues la tela blanca amarillenta que envuelve el grano le da un sabor áspero que me resultaba muy desagradable. Es curioso como alguien como yo, tan remilgado y escrupuloso a la hora de comer, no tenía ningún reparo en coger un fruto que hubiera sido picado por algún bicho, probablemente avispa o pájaro, quitar el trozo que se viera afectado y comerse el resto sin el menor aspaviento. Supongo que, de manera inconsciente, sabía que los bichos tienen buen gusto para elegir el fruto del que quieren comer.

Otro fruto predilecto para mí era el membrillo. Cuando regresaba a Los Hogares, después de las vacaciones de verano y siempre antes de tiempo por tener que examinarme en septiembre, era la época perfecta para ir a coger membrillos. Después de los exámenes y antes de empezar el siguiente curso, se producía esa pequeña prolongación del verano que se da en llamar el veranillo de San Miguel, por ser esta festividad parte de dicha prolongación. En ese momento estaban los membrillos en su punto para ser consumidos. Con ese color amarillo y un poco terroso por la pelusilla que tenían adherida y que desprendíamos frotando fuertemente sobre el muslo, para acto seguido hincar el diente y encontrarte con esa carne áspera y dulce a la vez que te dejaba esa sensación tan rara y agradable en la boca. Lo malo del membrillo es que era una fruta chivata. Quiero decir que no podías aparecer en el colegio con ella porque enseguida se enteraban que habías ido a robar membrillos, por el olorcillo tan característico que desprendía. Olor agradecido para las amas de casa, que gustaban de poner algún membrillo entre las ropas, pero delator para nosotros.

Los tres caminos

No todo era robar frutas y espigas cuando salíamos al campo. En realidad, el objetivo principal era jugar, pues de niños estoy hablando. Trepar a los árboles, hurgar con una rama en las lagarteras hasta que asomara el hocico el lagarto, correr, brincar. Cuando después de un rato de correrías, nos apretaba la sed, tocábamos en cualquier puerta y pedíamos un vaso de agua fresca. La señora que nos atendía, nos invitaba con un botijo o directamente del pozo y previsoramente nos ofrecía alguno de los frutos que cultivaba, con la sana y sabia intención de que al ofrecerlos ella de manera controlada, se evitaba la rapiña indiscriminada que nosotros pudiéramos hacer, siempre más perjudicial que un kilo de frutas ofrecidas amablemente.

Sabiduría popular y control de plagas, se podría llamar la figura.


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