Como es bien sabido, Orson Welles no atrajo el interés de la industria del cine por sus extraordinarios logros en el teatro, sino por haber perpetrado un timo radiofónico. Su legendaria transmisión de “La Guerra de los Mundos” en 1938 convenció a una audiencia horrorizada que los marcianos habían invadido Estados Unidos. La jugarreta dio la vuelta al mundo y su responsable en lugar de ir a prisión, fue a Hollywood. Los estudios RKO ofrecieron a Welles un contrato insólito: absoluto control artístico de dos películas. Ingenuamente entusiasmados por la hazaña mediática de Welles, los ejecutivos de la RKO debieron pensar que con libertad creativa y gran presupuesto este geniecillo sería su nueva gallina de los huevos de oro. Mal que bien, la primera película fue la maravillosa “Ciudadano Kane” (1941), una revolución en todos los aspectos de la creación cinematográfica. Pero nadie, excepto los críticos, tenía ánimo para aplaudir sus inmensas virtudes. El magnate William Randolph Hearst había utilizado su poder para sabotear su distribución creyéndose, arrogante él, el único retratado en el personaje de Kane. Fue así como los pobres ejecutivos comprendieron que aliarse con Welles era perder la billetera. “Citizen Kane” tuvo una rentabilidad mínima y la RKO alertada reclamó el control de la siguiente película del contrato: “The Magnificent Ambersons” (1942), cuyo corte final fue alterado radicalmente y forzado a terminar en “happy end”, todo para impedir, en vano, que parezca otra “genialidad” de Welles. Poco después, los estudios RKO no sólo dan por terminado todo pacto con el genio, sino que escarmentados asumen un nuevo eslogan empresarial: “Showmanship in place of Genius" (“Espectáculo en lugar de genialidad”).
A partir de entonces, Orson Welles difícilmente podrá esquivar las imposiciones de los estudios sobre sus películas. Como corrigiendo la tarea del alumno indisciplinado, los productores no dudaron en volver a filmar escenas, agregar secuencias explicativas, aligerar dramáticamente el metraje y cerrar felizmente las tramas. Más de una vez Welles advirtió que sus películas se habían vuelto irreconocibles a sus ojos. Pero ni siquiera con retoques, su cine logró alguna vez la compresión del público norteamericano que no estaba preparado para su originalidad. El capital le fue aún más escurridizo y su obesidad una constante en crecimiento. A comienzos de los 70´s, en los últimos años de su carrera, Welles encontró en la apasionante historia del pintor Elmyr de Hory y su biógrafo Clifford Irving el sustento para intentar otra cosa nueva en el cine.
Picasso, Modigliani, Matisse habían hablado a través del pincel de Elmyr de Hory. Es muy posible que todavía ahora en los grandes museos, discretas obras maestras que ostentan la firma de algún genio de la pintura hayan sido pericia de este pintor húngaro. Aunque él decía que provenía de una familia oligarca, se sabe más bien que era de clase media. En su juventud los nazis lo confundieron por judío pero acertaron en cuanto a su homosexualidad, así que lo mantuvieron prisionero. Logró escapar, regresó a Hungría donde encontró muertos a sus padres. Emigró a París donde quiso hacer de su habilidad como pintor su sustento de vida. Pero sus cuadros no gustaron a nadie al grado de querer comprarlos. Un día una mujer le pregunta ¿a cuánto ese Picasso? Elmyr, que lo había pintado unos días atrás, descubrió entonces que podía mejorar su vida reproduciendo el arte de otros. A diferencia de los falibles falsificadores anónimos, Elmyr no copiaba obras existentes sino que inventaba nuevas según el estilo de algún maestro, del impresionismo preferentemente. Las firmas falsificadas aparecían después, Elmyr dice que no salieron de su pincel, simplemente para redondear el engaño. Elmyr y los vendedores de arte con quienes se asoció, vendieron cuadros apócrifos a coleccionistas y museos por grandes sumas y en muchos países del mundo. Los expertos no hacían más que despistadamente respaldar la autenticidad de sus fraudes. Sin embargo, como le gustaba remarcar, Elmyr estaba lejos de ser el más beneficiado de sus falsificaciones. Los marchantes traficaban sus pinturas por varios fajos de dinero y a Elmyr siempre le tocaba el más delgado. Cansado de los sobresaltos de ser un timador, se refugia en la isla de Ibiza en donde vive tranquilo enviando cuadros a los vendedores a cambio de una cuota fija mínima. En Ibiza, seguramente en alguna de las muchas fiestas que daba, Elmyr conoció a Clifford Irving, un escritor.
Con tres novelas publicadas Irving sólo había obtenido muy buenas reseñas pero nada de plata ni fama. Comenzaban los 60´s cuando se mudó a Ibiza donde se topó con el personaje que le daría su mejor libro y una temeraria inspiración para su vida. Se hizo amigo y biógrafo de Elmyr de Hory. El mundo conocería a Elmyr, el más grande falsificador de arte de nuestro tiempo, a través del libro “Fake” (1969). Asombrado por la facilidad con que se obtiene dinero con una falsificación esmerada, Irving decidió probar suerte en su propio timo en el campo biográfico. Acudió a la editorial McGraw-Hill, que había publicado sus libros anteriormente, ofreciéndoles la autobiografía del famoso millonario Howard Hughes. Era el personaje perfecto para unas falsas memorias. Hughes había sido exitoso productor de cine, inventor, aviador aventurero, empresario codicioso, mujeriego de actrices de cine, pero para ese entonces era un hombre muy poderoso bajo el control de una obsesión compulsiva. Vivía recluido en hoteles y desde la oscuridad de sus habitaciones, en las que veía películas constantemente, dirigía un imperio y se dejaba llevar por la locura. Nadie lo había visto desde hace mucho, se decía incluso que podía estar gravemente enfermo sino muerto. No parecía que Hughes fuera a tomarse la molestia de abandonar su aislamiento para desmentir otro pasatiempo de la prensa acerca de él. Así que Irving con cartas falsas convenció a McGraw-Hill que el magnate, entusiasmado por el libro sobre Elmyr, había decidido que Irving también sería su biógrafo a quien daría entrevistas privadas. Con la complicidad de su esposa y con una cuenta en Suiza, los papeles truchos de Irving persuadieron a los taquígrafos de ser auténticos y el escritor obtuvo de la editorial una gran suma de adelanto. Siguió trabajando en su crimen perfecto y superando todo obstáculo a su credibilidad. Hasta que el mismo Hughes tomó el auricular y dio una teleconferencia a varios periodistas, declarando no haber hablado con Irving en su vida. El escritor impostor, antes de verse aún más obligado a confesar, llegó a decir que tal vez aquella voz que decía ser Hughes en el teléfono era la verdadera falsificación.
Orson Welles sintió que debía poner su nombre junto a los de Elmyr e Irving para hacer toda un ensayo sobre la mentira en el arte y porque él mismo se sentía un devoto del fraude. El artista que había comenzado mostrando lo soberbia que podía ser la arquitectura de irrealidades en el cine, al final se las arreglaba para desenmascararla. Para esto “F for fake” desarrolla un documental-ensayo que es una lección de posmodernismo. Abiertamente reflexiva, auto referencial, lúdica, desencantada y gustosa en desmoronar creencias. Welles se presenta a sí mismo como un charlatán, otro ilusionista del arte que logró atención gracias a un engaño transmitido por radio.
En “F for fake”, Welles evita toda reminiscencia al estilo visual que caracterizó a su cine anterior y, como siempre, desconcierta al espectador con una nueva forma de film que le demandará un previo pacto mental. “Para este experimento, damas y caballeros, quiero pedir prestado un objeto personal de su bolsillo”, dice Welles vestido de mago y frente a los ojos de un niño hace desaparecer una llave. “El mago es sólo un actor haciendo de mago”, nos dice. Entonces el espectador es tan responsable como el actor en urdir el engaño, pero aquí explícitamente se no pide que entreguemos “la llave”. Pues estamos avisados y al mismo tiempo no sabemos, o no queremos saber, que estamos participando. Como los hombres que voltean a contemplar a Oja Kodar, la bellísima amante de Welles, que en la primera secuencia se pasea por la calle mientras cámaras escondidas registran todo tipo de expresiones de deseo de actores involuntarios.
A pesar del juramento de Welles de no decir mentiras, “por una hora”, en su exposición de los casos de Elmyr, Irving y el suyo propio, el espectador no puede bajar la guardia en ningún momento. “F for fake” es un tramado sumamente juguetón donde se mezcla la veracidad con el sinsentido, la Historia con los chistes privados y donde lo más ligero parece tener doble significado. Por esto todo lo dicho suena dudoso y la superficialidad aparente de las historias más bien revelan que cotidianamente se están perpetrando otros engaños mucho menos obvios.
Y para engaños quien mejor que el arte, incluso la noción de qué es arte y quien autor son factores proclives al fingimiento. Elmyr, como otros falsificadores, debe su éxito a los expertos. Él pintaba expresamente las características que sabía los peritos tienen como indicadores de autenticidad. Una vez adquiridos por los museos y pasados algunos años, sus cuadros se convertían automáticamente en auténticos. Incluso una vez desenmascarado Elmyr, era peor la humillación de descolgar ese Picasso fraude y aceptar haber sido engañados. Así es, “F for fake” es un dura crítica a la codificación del arte a través de los expertos, que no son más que un “regalo de Dios para los falsificadores”.
Para un director que siempre entendió que en la edición reside el oficio del cine, “F for fake” representó su mayor esfuerzo. Utilizando tomas de un documental previo sobre Elmyr realizado por François Reichenbach, sus propias entrevistas, pasajes de una película de marcianos, entre otros materiales, Welles trabajó todo un año en la edición de esta película. Como era de esperarse no fue comprendida y los distribuidores bostezaron al verla, pero eso no podía importar demasiado. Como el mismo Welles recita en “F for fake”: “los triunfos y los fraudes, los tesoros y las falsificaciones, nuestras canciones todas serán silenciadas. Pero qué importa, sigamos cantando.”
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