Con la vista puesta en las vacaciones de Semana Santa me han dado ganas de escribir un cuento, aunque depende del color del lugar desde el que se lea, las conclusiones no diferirán demasiado de la realidad.
El relato comienza en una agencia de viajes rumbo al paraíso del 2x1, no sin antes luchar a brazo partido en las garitas de detectores de colonias y otros líquidos homicidas de la T4 del aeropuerto de madridalcielo.
El comandante del vuelo se disculpó de antemano por el escaso espacio entre asientos de la clase turista, al parecer a causa de la dichosa crisis; nadie en su sano juicio solicitaría el libro de reclamaciones al comienzo de unas vacaciones, así que todos aplaudimos atronadoramente su sinceridad. A veces es mejor resultar herido por la verdad que consolarse con un hatajo de mentiras.
Como estaba muy incómodo notando la rodilla del pasajero de atrás clavarse en mi espalda, decidí leer algo de la prensa gratuita del día anterior, ésa que reparten como somnífero la compañías aéreas que aún no han quebrado, y una vez me venció el sueño mi mente me trasladó sin más esperas ni retrasos a destino, hacia una playa de aguas turquesas donde la realidad nada importa y donde el disfrute de estos días constituye la autenticidad de la vida.
Allí rodeado de otros seres en cuyas caras se dibujaba la felicidad, me traicionó mi subconsciente y me dio por acordarme de él, del hombre que camina sólo entre la multitud y que consume sus últimos días al frente del papel salmón nacional tras 30 años de servicio. Me dirán que buenas ganas tengo yo de amargarme los sueños de mi propio cuento; es cierto, pero es que uno de los problemas de las vacaciones es el tiempo que tienes para leer sobre los cuentos de otros.
Además, yo reconozco que dilapido mi crédito ante la multitud, y quizá por eso ahora sueño con él, un tipo aparentemente tranquilo al que parece que nada le asusta, que convive entre los bravos como si nada le importara, sabedor que tarde o temprano saltará al vacío y se apretará doble ración de carretera y manta. El caso es que, en mi cuento o en mi sueño, parece un mortal que pertenece a la categoría de los llamados decentes, aunque de aquéllos a los que cuesta seguirles con claridad sus principales coordenadas.
Mientras me creía feliz y me apretaba unos whiskys en el último chiringuito legal de la costa española, y ya con el bañador enfundado como segunda piel, creí escuchar a otro tropel de turistas comentar que nuestro avión, el mismo en el que yo viajaba durmiente, había sufrido un terrible accidente cayendo fatalmente en picado al mar....... una multitud anónima de unos 3.605.402 pasajeros había quedado sepultada en lo más recóndito del fondo del mar; afortunadamente, y siempre según cifras oficiales, no se produjeron daños irreparables, ni tampoco víctimas realmente mortales.
Sin embargo, algunos miraban desde el fondo con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna esperanza perdida; la megafonía del avión había quedado seriamente dañada, tanto como la hoja de servicios de su comandante; desde las asociaciones humanitarias más lejanas reclamaban más diálogo y más conciliación laboral y familiar, y desde la torre de control sólo llegaban sonrisas cómplices en blanco y negro.
Pero todo cuento que se precie ha de acabar bien así que, a pesar del leve malestar reinante entre el colectivo accidentado, alguien llamado bienestar salió en su ayuda y, mediante técnicas de respiración asistida, prometió remesas de 2.610 millones de euros mensuales procedentes de aportaciones involuntarias de potenciales accidentados que no quisieron o no pudieron tomarse este año vacaciones de Semana Santa.
Menos mal que mi cuento lo escribo a mi antojo y conseguí saltar del avión a tiempo al enterarme de la fatal noticia.Camarero, otro whisky, que sea nacional si puede ser, que quiero echar una mano.