Hay quien nace con música en las venas. Hay quien tiene el ritmo en la piel. Y hay también quien toca de oídas. Algunos, incluso, son sordos de un pie. Otros bailan al son que otros tocan. Hay expertos en improvisar. Algunos pocos, oídos sordos. Y otros cuantos los afinan más. Algunos llegan a "DJ" de sus vidas: no son muchos, pero los hay .
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No. No hablo sólo de música. Hablo de vida. De envejecer. Y la vida es como la música. Para algunos fluye por dentro como una canción inaudible. Pero para otros se convierte en una sinfonía silenciosa, llena de notas sombrías, fugaces o incluso invisibles.
Pero el amor a la música se entrena. Como pasa con la vida. A veces se hace preciso hacer una pausa en la melodía, cambiar de tonalidad, o incluso buscarse otra partitura. Sí. También en la música. Otras veces, se hace preciso bailar como si nadie estuviera mirando. A tu rollo. Sobre todo cuando la canción que ponen una y otra vez se hace insoportable. Sí, también pasa lo mismo con la música.
Es cierto que algunos llevamos la "marcha" en la sangre, y disfrutamos cualquier "sarao" que la vida ofrece, más que un cantante de ópera en una montaña rusa. Pero por muy "rockeros" que seamos, debemos estar en armonía con la vida. Y es preciso darse cuenta de que a medida que envejeces, conviene cambiar algo el estilo musical, para no desentonar, descubriendo nuevas armonías, y maravillándote ante cada nueva fase como un verso inesperado.
Atrás quedaron los grandes conciertos, los grandes auditorios, y los largos viajes por carretera con todo a cuestas. Atrás quedaron la firma de autógrafos, los chillidos de los fans y las giras interminables (televisión, campañas solidarias, pequeñas revoluciones, crowdfunding, libros, reivindicaciones, lucha contra injusticias...). Pero ¿qué más da que todo eso haya ya pasado? ¿Acaso eso era la música que llevabas dentro o sólo algunas de las manifestaciones de esa música?
Probablemente nos pase como a esos rockeros que envejecen, cuya música se vuelve más introspectiva, como si fuera una balada que resuena con las lecciones aprendidas. Probablemente es tiempo de conciertos en penumbra, sin apenas público, en salas muy pequeñas. Disfrutando cada acorde como si fuera el último, en un eterno presente. En este nuevo escenario, los viejos rockeros disfrutamos de notas más suaves, pero cuyo impacto en quien las oye es mayor, quizás por haber vivido ya cada estrofa de cada canción. Es como si en cada acorde nuevo encontrásemos una versión más profunda de nosotros mismos, viejos rockeros que se reinventan con cada compás.
Por eso nuestras melodías hablan hoy de paraísos terrenales, del vaciamiento interior, de sistemas donde la persona es el centro, de alimentos sanos, del disfrute de la vida, de las historias que nos montarmos en la cabeza, de si encajamos o no en este mundo, de los puntos y aparte, de entrenar la mirada, de no montarse películas, de prepararse para lo que llega...
Sin duda el público cambia, como los escenarios. Pero la música no deja de sonar. Como si cada arruga contara una historia que sólo el tiempo puede contar. Quizás por eso dicen que los viejos rockeros nunca mueren. Porque con los años, no es la música la que habita dentro de nosotros: somos nosotros los que nos hacemos música.
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