Tal día como hoy hace once años el padre tigre y servidora nos dimos nuestro primer beso. Con lengua. Me gustaría contarles que lo nuestro fue amor a primera vista. Una historia de esas de pasión y desenfreno. Pero no fue así. Ni muchísimo menos. Lo nuestro fue un aquí te pillo aquí te mato para hacer más llevadero el lluvioso invierno inglés. Él además era de los pocos que tenía coche, un Golf que había visto tiempos mejores, lo cual me venía ni al pelo para ahorrarme las caminatas bajo la lluvia. A él le venía bien el pase VIP a nuestra casa que tenía mucho más de sala de fiestas tórridas que de hogar estudiantil.
Tal día como hoy hace once años estábamos mi amiga la de Albacete y yo en aquel salón amarillo pollo que despertaba nuestros peores instintos agarradas a una botella de cristal con una etiqueta blanca en la que sólo ponía Gin y el porcentaje alcohólico de aquel sucedáneo de ginebra. Ella llevaba el gorro rojo que no se quitó en todo el año y abrigo sobre uno de esos escuetos pijamitas tipo mono con los que le gustaba sorprender a nuestros invitados en plan Emmanuelle. Yo, como venía siendo mi perturbadora costumbre, estaba en albornoz. Cada mañana, a eso de las cuatro de la tarde, me levantaba de la cama a duras penas, me calzaba el albornoz y enfilaba hacia el baño con la firme intención de pegarme una ducha reparadora y hacer algo de provecho. Pero siempre, siempre, se interponía una fiesta en mi camino. No había día que no me encontrara algún tipo de sarao o crisis existencial en el salón que me obligara a cambiar mis planes de persona decente.
De esta guisa, bebiendo gins&asaberqué en tazas de café, nos sorprendieron los dos alemanorros que se plantaron beodos como cubas en nuestro felpudo al grito de Football’s coming home. Ellos vestían traje inmaculado y parecían recién saliditos de una película de la segunda guerra mundial. Cayó la botella de ginebra y todo brebaje con trazas de alcohol que pudimos encontrar en aquello que el casero nos cobraba como cocina y no era más que un pasillo con hornillo. La noche se hizo vieja, mi amiga la de Albacete cayó por su propio peso y el otro alemán debió quedarse dormido en el baño.
El padre tigre había sobrepasado el umbral de la vergüenza ajena y me estaba colocando un rollo que, apunto de abrirme las venas de aburrimiento, decidí callarlo de la única forma que se me ocurrió: Dejándole creer que esos avances torpes me habían conquistado. Tras un largo beso que no sabría como calificar le empezaron a hacer palmas las orejas pensando en la noche que se acababa de apañar. Con las mismas lo mandé de vuelta a casa pedaleando que es gerundio y me fui a la cama con la sensación de haberme quitado un gran peso de encima. Cien kilos ni más ni menos.
Cómo esos meses en los que rara vez nos cruzamos con el sol ni logramos tener una conversación con fundamento se transformaron en once años y cuatro niñas no deja de sorprenderme.
Eso es lo bueno de lo “nuestro” que empezó tan mal que sólo podía mejorar.
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