Juan Carlos Monedero
Pacíficamente y cuando no había misa, hicieron una representación en una capilla de la Universidad. Como madonas lactantes –como esas miles de representaciones contradictorias de vírgenes y madres que pueblan las iglesias de la península-, asumieron enseñar sus pechos y darse besos alejados de los que Judas puso en las mejillas de Jesucristo. También leyeron un comunicado, del que no se habla porque está lleno de verdades. Por ejemplo ¿qué hace una capilla donde la razón debe ser la pauta? Estudiantes.
La derecha, regresada a sus viejos fueros clericales, pide hoguera pública por esta “anormalidad”. Siempre les ha gustado el olor a carne de hereje ardiendo para mayor tranquilidad de sus prerrogativas. Denunciante: manos limpias, el grupúsculo ultraderechista que abre una querella al día y se le permite el dispendio, el abuso y el embauco.
Cabe, sin embargo, preguntarse ¿y si lo normal fuera una actividad semanal de este tipo? Una escuela de ciudadanía que tendría en cartel tantas representaciones como embates de la iglesia al pensamiento libre, a la igualdad de género, a la salud sexual, por cada vez que frenaron el conocimiento científico. Representaciones por sus ataques a la división de poderes, por su defensa de dictaduras, por su encubrimiento permanente contra la integridad de la infancia y por su enemistad a la lucha contra el SIDA. También por los ataques a las mujeres con pensamiento propio, por las almas lanzadas desde aviones al mar en presencia del capellán, por cada muerto por las balas de Franco bendecidas por sacerdotes. Por cada bula a los ricos y por cada condena a los divorciados sin recursos.
Una representación por Miguel Servet y otra por Giordano Bruno, otra por Galileo y una más por Darwin, otra por Hans Küng, otra por Leonardo Boff, otra por Ernesto Cardenal, otra por Ellacuría y otras tantas por sus compañeros asesinados junto a él. Otra por Monseñor Romero y otras tantas por cada día que sus asesinos recibieron comunión. Otra por cada mujer que ardió en la hoguera y de las que ni siquiera sabemos sus nombres. Otra por ese dios incongruente que se decía justo pero quería más al obsequioso Abel que a Caín, otra por hacer de Eva el origen de todos los pecados. Una por cada plaga bíblica. Una más por cada lápida a los caídos “por Dios y por España”, otra por cada vez que se dio al César lo que el César te robaba, y otra por cada cura obeso engordado con el ayuno involuntario de los pobres. Una por cada libro quemado y otra por cada libro prohibido. Y por si quedara algún día libre, una por cada víctima a la que se le arrebató cristianamente la vida por no llegar virgen al matrimonio.
La derecha asilvestrada brama porque su única legitimidad emana de un Dios que, salvo el paréntesis del Concilio Vaticano II, siempre ha estado al servicio de las desigualdades, de la opresión, de la sumisión de la mujer, y de la violencia cuando los privilegios de los que hablan en su nombre se han visto mermados.
Antes de la guerra, España ya no iba a misa. La sociedad española se hizo secular más deprisa que las leyes que debieron recoger esa modernización. Ese es el conflicto con la iglesia durante el siglo XX. Franco puso orden fusilando a la Antiespaña descreída. En 1953, Vaticano y dictador firmaron el Concordato. La Transición no quiso cambiar ese acuerdo –más allá de eliminar la catolicidad del Estado-, y los gobiernos socialistas, a quienes les hubiera correspondido cerrar ese anacronismo, nunca parecieron encontrar el momento adecuado. Se equivocan: los frentes que no abre la izquierda, termina abriéndolos, a su manera, la derecha.
El Concordato de enero de 1979 entró en vigor apenas unos días después de la aprobación de la Constitución. Su negociación fue, pues, preconstitucional. La parte que negoció los intereses del Estado español fue la Asociación Nacional de Propagandistas Católicos. Y, por supuesto, en secreto. Como secretos son los acuerdos entre la Complutense y el Arzobispado de Madrid que justifican las capillas. Kant apuntó que todo lo que no sea susceptible de ser sacado a la luz es inmoral. Quizá en cien años se disculpen. La iglesia siempre se toma su tiempo.
Los estudiantes irreverentes han sido detenidos. El párroco de la Complutense, como tantas otras veces en el pasado, fue el delator. De sus propios compañeros de aula. El domingo, sin pudor, rezará a su dios diciéndole: “perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Cuánta oscuridad triste. Las trincheras siempre las abren ellos.Me quedo con la luz y la alegría de los estudiantes.