Mi dentista española ya me había hecho pasar en más de una ocasión por esa etapa de la vida tan poco agradable a la que el ser humano denomina "operación". Sin embargo, en aquellos casos se trató simplemente de sacar una serie de dientes y muelas para poder hacer hueco a las nuevas generaciones. Y ya está. Tras cada intervención, hielo en una bolsa y directa a casa a tumbarme al sofá y relajarme hasta quedar dormida.
La historia que os presento hoy es ligeramente distinta...
Érase un día del mes de mayo en que me levanté por la mañana y noté una molestia en la parte trasera de un hombro. No era, no obstante, nada nuevo, ya que esa molestia llevaba años allí. El médico (español) había dicho ya en su día que eso no era nada, que no hacía falta tomar medidas siempre y cuando aquello no doliera. Ya...
Pues aquella mañana dolía. Dolía tanto que no había sido capaz de dormir de un tirón la noche anterior. ya que no podía girar sobre ese lado de mi cuerpo y ni siquiera era capaz de tumbarme boca arriba. Acciones tan simples como atarme los cordones de los zapatos o ponerme de pie después de estar sentada en una silla provocaban dolores punzantes...
De manera que mi suegro me obligó literalmente a ir al médico. De hecho, fue él quien me organizó la cita con el médico sustituto de su médico de cabecera (ahí es nada) y me llevó hasta la consulta. Me atendió una mujer muy agradable que me dijo que por desgracia no podía hacer nada por sí misma: había que cortar.
Fue en ese momento cuando aprendí que, en Austria, no siempre es necesario contar con un volante del médico de cabecera para dirigirse a otro especialista. Mi suegro, nuevamente, se encargó de las gestiones administrativas y me organizó una cita con el cirujano de un hospital de Salzburgo al día siguiente. Así de simple y sencillo.
Y allí me presenté yo, con mis molestias y mis nervios, delante de un mostrador de esa parte del hospital, para contarle a una mujer llena de tatuajes qué me ocurría. Gestiones por aquí, tarjetas, pegatinas con mis datos... y sigue la línea amarilla hasta el final, espera allí y saldrá alguien a llamarte. Espera, ¿cómo? ¡Qué idea tan fantástica! ¡En el suelo tienen pegadas líneas de colores que te llevan a cada sección del hospital! ¡Cuántas pérdidas de gente se habrán ahorrado con esa tontería tan sencilla!
En fin, tras no recuerdo cuántos minutos de espera (muchos menos de los que yo me imaginaba) entré a la consulta y dejé que dos personas examinaran la zona afectada y tocasen a su libre albedrío, como si a mí no me doliera. Venga, ¿alguien más? ¡Claro que sí! Llamaron a otros dos, que repitieron la operación, y tras ellos entró una quinta e incluso una sexta persona. Me rodearon. Nunca me había sentido tan observada como en ese momento. Discutieron las posibilidades que tenían y el resultado fue muy sencillo: una crema. Una crema que apesta a pescado y tiene un color negro, y además deja manchas en la ropa. Qué bien...
Me ahorraré los detalles de lo que pasó en los días posteriores a esa consulta, porque es desagradable y además tuvo lugar mientras estaba en España.
Pero mi viaje por España se acabó y yo regresé al hospital, y ese sí iba a ser el día decisivo. La crema había funcionado y aquella molestia ya no era lo que era, aunque no había desaparecido por completo. Parecía algo sencillo...
Volví a recorrer la línea amarilla del suelo, como si fuera Dorothy en la película, y esperé al final de la misma. Y tras muchos minutos alguien me recibió. Y luego me hicieron tumbarme en una camilla. Y cogieron muchas gasas. Y me taparon con varias capas de esas verdes que se usan en las operaciones. Y me pusieron mucha anestesia. Y salió mucha sangre... Y dolió. Así que media hora después abortamos la operación y me quedé con una bonita herida.
De eso hace hoy exactamente un mes. Pues la herida sigue protestando, no podía estar tranquila. Por ello este viernes pasado repetí el proceso: visita a la doctora de cabecera (en esta ocasión, la mía propia), paseo hasta el hospital con la idea de pedir cita... ¡Ah no! ¡Pero ya que estás aquí habrá que hacer algo, María! Nueva anestesia, nuevo corte, nueva herida. Y las disculpas de la doctora porque aquello no haya cicatrizado como debía, ¡pobre mujer! Y nueva cita para una nueva operación dentro de un mes.
El cocinero alemán me ha propuesto que invite a la doctora a tomar café, ya que por su actitud del viernes parece que me ha cogido cariño. Oye, lo mismo al final de esta historia no sólo saco una hermosa cicatriz, sino también una amiga.
Continuará...