La ópera prima del fotógrafo chileno-estadounidense Niles Atallah aparece a primera vista, ante los ojos del espectador, como un trabajo codificado y oscuro en que aparentemente no ocurre nada: filmada casi en exclusiva en largos planos fijos como un retrato costumbrista de los quehaceres de una joven costurera que se ocupa de su padre en su casa familiar. Nada más alejado de la realidad. La mirada del director sobre su excelente protagonista, Gabriela Aguilera, desborda de significados e invita al público a construir su historia, sobre todo, su futuro.
En primer lugar la soledad de Lucía en su casa, rodeada de innumerables recuerdos, nos sitúa a la protagonista más anclada en el pasado que en su presente. La dirección artística del film es absolutamente extraordinaria. El espacio está saturado de detalles y cada rincón acumula infinitos detalles, como en los mejores cuadros de la escuela barroca de pintura. Los colores ardientes, los tonos rojizos, marrones o anaranjados, o los recurrentes claroscuros nos hablan de un pasado lleno de sombras y del que es imposible escapar. Cada plano es literalmente un regalo para la vista.
La localización temporal de la película tampoco es inocente. Estamos en el mes de diciembre de 2006, entre el funeral de Pinochet y la navidad, y la historia actual vuelve a traer a la memoria un pasado, que algunos quieren olvidar y otros desean recuperar para poder seguir adelante. El director, sin embargo, no entra en política y se limita a mostrar los hechos como ecos que llegan a los dos protagonistas: el padre de Lucía conserva en su habitación retratos de
Salvador Allende pero no se aborda en ningún momento el tema. El silencio se ha instalado en el presente.
Hasta el trabajo de Lucía, o su propio nombre, son significativos. Como costurera debe utilizar telas sin forma alguna, recorta las partes que sobran, transformándolas en algo nuevo alejado de su realidad inicial. Y no es menos curioso que Lucía sea la patrona de los ciegos y abogada de problemas de la vista y la protagonista del film se interese en especial a las gafas de su padre y que éste conserva las antiguas lentes aunque vea peor (¿no se acostumbra a la nueva visión o no quiere ver con claridad el presente?).
Por último el tratamiento sublime de la imagen añade el último toque mágico al conjunto. A las secuencias registradas en video digital de alta definición se oponen las fotografías digitales animadas cuadro a cuadro que parecen impedir a la protagonista avanzar en el espacio. Si Patricio Guzmán en
Nostalgia de la Luz miraba hacia el exterior para aceptar el pasado y poder construir un futuro, Niles Atallah lo intenta mirando hacia el interior de estos sensibles personajes. Una delicada y difícil situación que me recuerda un poema:
Lentamente.
Se deslizaba sin forma,
desvestido de toda piedad,
arropado por la noche de la gloria de todas sus batallas vencidas.
Invicto.
Susurraba armonías que preceden al desorden de su complot.
Sereno como el que se sabe,
en la maleza de la arrugada distancia de los seres,
coronado de antemano y
sediento del cáliz del dolor.
Gozando.
Las vistas daban al pasado.
Inmenso espacio, sin vecino alguno, total confort.
Deshizo su equipaje,
una duda aquí,
varias angustias en el salón,
perfumando el ambiente de temores insospechados.
El miedo a la soledad
se había instalado.