Desde las vísperas de la llegada del Papa, e incluso después, ha habido desvalorizaciones, calumnias, insultos y gestos incalificables. En honor a la verdad, hay que decir que han sido grupúsculos impolíticos orquestados para desviar al visitante y reventar la visita. Cualquier ciudadano razonable acepta que el que no quiera o no lo crea oportuno no tiene por qué lanzar loas, elogios y enaltecimientos.. Pero tampoco tiene por qué enturbiar con insultos, injurias e improperios al visitante. Da la impresión de que estamos en una república bananera.
Por lo visto, esta España nuestra se ha vuelto descortés y se enorgullece de ello. Cuando menos se piensa, rezonga, muerde y hasta despelleja ensuciándolo todo. Es norma de buena educación recibir con los brazos abiertos a todo visitante que tenga la gallardía de venir a nuestro país y, de mala crianza, denostar al que nos visita. Pero, por lo visto, la cutrería y la desfachatez es lo que priva en la actualidad. Lo mismo da denigrar a una bandera de un país amigo que al representante de 1.500 millones de fieles que pertenecen a la religión que han enraizado nuestros antepasados desde hace más de veinte siglos.
Las persecuciones han sido siempre el estigma de los cristianos. Eso lo sabíamos, porque fue de los primeros avisos que hizo Cristo: “Si el mundo os aborrece, sabed que me aborreció a mí primero”. “Si a mí me persiguen, también os perseguirán a vosotros.” “El discípulo no puede ser de otra condición que la de su maestro”. Tertuliano, padre de la Iglesia de Occidente y primer escritor cristiano en lengua latina, decía en el siglo II: “La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.” Por tanto, será difícil terminar con los seguidores de Cristo.
La persecución es la condición inevitable del cristianismo; y la cruz, el símbolo inequívoco de los cristianos. Así se entiende el desconcierto de muchos de los discípulos y de los que escuchaban a Jesús. Subieron al monte de las Bienaventuranzas encantados, y bajaron decepcionados. San Agustín, que tampoco era manco en inteligencia, decía que “Los cristianos somos los herederos del Crucificado”. Pero no se trata de una herencia cualquiera. San Mateo precisa: “Bienaventurados seréis cuando os injurien y persigan y digan todo mal contra vosotros, mintiendo por mi causa.” Es decir, se trata de una persecución basada en la calumnia (mintiendo) y una persecución por ser discípulos de Cristo (por mi causa).
Cervantes, que tampoco tenía la cabeza mal amueblada, puso en boca de don Quijote aquel dicho a Sancho cuando les perseguían los sabuesos: “Sancho, ¿ladran? Luego cabalgamos.” A don Quijote le perseguían porque le creían un loco idealista; a Sancho, por ser un hombre bueno con sentido común. Ambos abundan en el cristianismo. Y, por supuesto, tampoco faltan pecadores y arrepentidos. ¿Qué hacer? La única solución es medir las balas por el calibre del cañón de donde salen. Si son calumniadores, no utilizarán más arma que la calumnia; si son embusteros, no tendrán más argumento que mentir; si son embaucadores, no utilizarán otra espada que el engaño del pueblo.
La sangre no ha parado de manar desde que millones de hombres siguen al Maestro. El primero fue Juan, lo decapitaron y sus discípulos vinieron a contárselo a Jesús. Después, Herodes el Grande manda derramar la de los santos inocentes. A continuación, la del mismo Cristo. A los pocos años, la de los apóstoles. En los primeros siglos, la de los primeros cristianos. Y en todos los siglos de la historia de la humanidad, la de miles de cristianos que nunca murieron matando sino perdonando.
Hay muchos interesados en disminuir y acabar con Cristo. Saben que, si nos quitan a Jesús, nos dejarán helados al borde de la noche desesperada de los que no creen. Un síntoma: “¿Ladran? Luego cabalgamos.”
JUAN LEIVA
Revista Opinión
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