Revista Cultura y Ocio

Luis de Córdoba

Por Cayetano
Luis de Córdoba

Semblanza que de él hace don Íñigo de Acuña, célebre autor de poesías y entremeses, amigo entrañable de don Francisco de Quevedo, compañero de letras, tabernas y pendencias. A Luisillo ya le hubiera gustado nacer en otro cuerpo, con otro porte más agraciado, para ser respetado por los hombres, envidiado por los jóvenes y amado por las mujeres; pero tuvo la mala suerte de que Dios o la naturaleza el día de su nacimiento estaban distraídos en otra cosa, o andaban de chanza u ocupados en menesteres más importantes, que tuvo la desgracia de venir a este mundo más pequeño que los demás. 

Al principio, sus padres y hermanos hasta festejaban que su cuerpo fuera menudo; pero con los años fue apareciendo otra realidad: era lo que se dice un enano. Afortunadamente, la naturaleza no se cebó con él. No era deforme como otros que llegó a conocer, sino bastante proporcionado; tampoco se podría decir que fuera feo: sus profundos ojos negros tan expresivos y ese bigotazo que se dejó cuando estrenó su juventud le daban un aire varonil que a nadie repugnaba. Simplemente, era pequeño -no alcanzaba el metro treinta-, pero sano e inteligente. 

Luisillo nació en Lucena, en la provincia de Córdoba, de familia honesta pero humilde. Su padre era campesino y, aunque era propietario de un buen trozo de tierra -lo cual era una excepción y una suerte con tanto latifundio señorial como había-, entre diezmos, alcabalas, sequías y plagas, sacaba poco más que para comer, que los tiempos eran malos y las guerras del rey don Felipe, costosas. Y eran menester muchas vidas para ganarlas y demasiados dineros para mantenerlas. Y, para colmo, les nació un hijo que daría de qué hablar entre el vecindario, que ni para manejar el arado ni para los tercios daría juego, que al hombre desdichado la puerca le pare perros. 


Luis de Córdoba


Desde muy pronto tuvo que aprender a convivir con las delicadas flores con que le obsequiaban los demás. Sobre todo los chiquillos de su edad, que gustaban de hacer bromas y chanzas. Para muchos no era Luis, ni siquiera Luisillo, sino simple y llanamente: Mojón, Mediometro, Boñigo de mula, Albondiguilla, Almorrana, Cagarruta, Cagajón… y otras lindezas por el estilo sobre su persona, que los chicos se las gastaban y no andaban con finuras. 

Pero la vida, por dura que pueda ser, es buena consejera y de ella siempre se aprende algo.
Que si hombre fiero se mofa de ti, ríete como necio; pero guarda una piedra en la bolsa para mejor ocasión, que las descalabraduras no entienden ni de valentones ni de miedos. Y nunca hay que tener priesa, aunque sí buena puntería. 
De quien nada da, no esperes ayuda ni compasión. Que más abrazos da un manco que un tacaño. 
Y advierte que si te cruzas con fraile en cuaresma, conviene apretar el paso y la bolsa. 
Luisillo tuvo la suerte o la desgracia de nacer en tiempos del rey don Felipe IV. Una época en la que estaba bien visto entre la gente acomodada llenar las casas de perros, monas, cotorras, criados, enanos y bufones. En otros tiempos, gentes como él habrían sido arrinconados o abandonados como se deja un arado roto o una silla con las patas quebradas, pero ahora estaba de moda imitar los usos de la Casa Real y era un signo de distinción hacer alarde de esa costumbre. 
Luis de Córdoba

Lo cual no quiere decir que su vida fuera fácil, pues siendo libre pasó penalidades y teniendo amo perdió su dignidad, aunque logró llenar sus vacías tripas y cubrir su cuerpo con ropas decentes y no con harapos, que la libertad sin pan es mala compañera. Y aquellos eran malos tiempos para andarse con remilgos. 
Siempre se dijo que “cada pueblo tiene su tonto que le divierte”. Y los grandes señores no podían ser menos que el pueblo. Así que nobles y altos caballeros, damas distinguidas y hasta el propio rey se rodeaban de una corte de gente variopinta, ruidosa y especial, formada por locos, enanos, deformes, idiotas y chistosos, grotescos personajes, bufones todos cuya única misión era despertar las risas de los que se creen superiores y desde esa superioridad sentirse consolados de no parecerse a esos monstruos y, dado que jamás podrían hacerles sombra ni disputarles ni su poder ni sus privilegios, permitirles desde su altura lo que a ningún otro mortal les permitirían, ser objeto de sus bromas, de sus críticas ingenuas o de sus chanzas, sin menoscabo de su autoridad, siempre con la gracieta, el chiste, la imitación o el ademán.
Para los bufones, en el fondo, era una especie de trueque: dejarse humillar a cambio de un plato generoso, de un techo y de algunas monedas. Y como reza el dicho popular: mejor vestido que teatino, que la gente principal consideraba a sus bufones como una parte más del mobiliario. Y toda casa con posibles debía tener buenos tapices, cortinajes, alfombras y enseres. Así proveían a sus bufones de camisa, jubón y calzas y a veces hasta de sayo, zamarra o tabardo, no faltando ni botas ni borceguíes, que por el atavío del criado se ve el poderío del amo. Que aparentar riqueza era algo que se estilaba mucho y la gente tiende a juzgar por lo que se muestra no por lo que se cuenta. 

Y ahora veamos cómo empezó todo. 

Un día pasaba por Lucena una pequeña comitiva formada por un carruaje y dos caballeros de escolta a lomo de sus jumentos. Iban camino de Córdoba y pasaron por el pueblo para aprovisionarse y dar de beber y comer a los caballos. Cruzaron por donde se levanta la Iglesia de Santiago Apóstol, junto a un puñado de pequeñas casitas todas encaladas. En aquel lugar, el pequeño Luis estaba entretenido con otros muchachos a la puerta de su casa jugando a la taba… Dentro del carruaje iba una niña como de once o doce años a la que llamó la atención la algarabía que armaban los chicos jugando y sobre todo uno de ellos, el más menudo y vivaracho, que daba volteretas de contento con una agilidad que dejó boquiabierta a la pequeña damisela. La niña hizo detener su calesa y dirigiéndose al chico que le había impresionado le preguntó cómo se llamaba y él contestó que Luis, pero que todos le llamaban Luisillo. 
Luis de Córdoba

Cuando la niña volvió a su casa contó a sus padres lo que había visto y que le vendría muy bien un acompañante para sus juegos, dado que por el lugar no había chicos de su edad y se aburría soberanamente. 
Es decir, que la chiquilla se encaprichó de Luisillo como si se tratara de un muñeco de trapo. Y eso que era mayor que ella, como dos o tres años, pero su tamaño era bastante similar. 

Los padres de la criatura no eran otros que los Duques de Medina del Pozo Seco, un matrimonio de avanzada edad, con aspecto más de abuelos que de progenitores,  dispuestos a satisfacer todos los caprichos de la niña de sus ojos. Y por ello decidieron bajar al pueblo al día siguiente para hablar con el niño y con sus padres. 

La propuesta fue clara y directa: llevarse al chico para que entrara a su servicio a cambio de alojamiento y mantenimiento. No le faltaría de nada. 
Y así fue como, con mucho pesar, sobre todo de la madre, el pequeño Luis cambió de casa y de vida. En el fondo, para sus padres era un alivio por no poder criarle convenientemente y por la certeza de las dificultades por las que iba a atravesar el chico dada su condición y porque creían que en casa del Duque no iba a sufrir penalidades. 
Y así fue cómo acabó en la casa del Duque de Medina del Pozo Seco. 
La misión de Luisillo era bastante simple: acompañar a la niña en sus juegos y caprichos y entretener y divertir a sus padres e invitados cuando estos lo vieran oportuno. 
Pronto mostró una extraordinaria habilidad para distraer a todos con sus chistes, sus piruetas, sus ocurrencias, sus agudezas, sus imitaciones y demás destrezas ingeniosas. 
Y para él hubo momentos buenos y otros no tan buenos. Es lo que tiene ser bufón. A ratos se acordaba de sus padres y a ratos también pensaba que la vida le reducía mucho sus posibilidades para ser plenamente feliz.

Continúa...

(1) Don Íñigo de Acuña, personaje imaginario que narra esta historia.

Fragmento de Luis de Córdoba, un relato de "En la frontera"

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