Hoy no escribiré de poetas, ni de pugnas estéticas, ni de críticas o contracríticas. Escribiré de dos seres entrañables. De un hombre y de una mujer, Luis Javier Benavides y Dolores González Ruiz, que ocuparon un lugar en el paisaje contradictorio de mi primera juventud. Quizá escribiendo de ellos escriba, en parte, de muchos de nosotros. A ellos les dejo, como muestra de los más nobles sentimientos que compartimos, los cantuesos en flor de la fotografía.
Luis Javier. Lola. Dos nombres grabados a fuego en mi memoria más íntima, en las páginas quizá más doloridas e inexplicables de mi biografía. Al leer en los diarios de ayer la esquela conmemorativa del 33 aniversario de la matanza de Atocha, no he podido sustraerme a la evocación de las horas vividas aquella noche.Lola González Ruiz, Luis Javier Benavides. Dos identidades. Dos rostros que difumina el tiempo, que aún es posible contemplar en las fotografías de los archivos periodísticos de la época. Lola vive (desde aquí mi abrazo, mi cariño, mi solidaridad), creo, en algún lugar de Cantabria. Luis Javier, no. Los dos fueron acribillados a balazos por pistoleros fascistas aquella noche del 24 de enero de 1977. Lola se salvó de milagro. Luis Javier nos fue arrancado de la vida en plena juventud. De él recuerdo su condición de abogado de la Asociación de Vecinos "La Unión de Hortaleza", su presencia incansable, optimista y alegre, en las primeras asambleas del barrio, su trenka de paño oscuro, sus jerseys de punto y su mirada confiada, directa, llena de la convicción que, seguro, le aportaba saber que estaba construyendo con todos nosotros, hijos de la UVA de Hortaleza y de la derrota de casi cuarenta años antes, una realidad que iba a acabar con el franquismo. Lo recuerdo en un seiscientos destartalado, con la carrera recién acabada, pertrechado con una enorme carpeta en la que guardaba los sueños y las luchas de tantos de nosotros. En aquel seiscientos, E., que conocía los barrios del distrito, lo acompañaba a impartir charlas (entonces no se llamaban conferencias) a grupos de parados, a vecinos que pretendían organizarse para reclamar viviendas dignas y libertad. De Canillas a Villa Rosa, del barrio de San Lorenzo al de Santa María, de Las Cárcavas a Manoteras, entonces nucleos urbanos de un territorio de calles embarradas, sin apenas iluminación, sin transporte público que los enlazara con los tranvías de Arturo Soria o sólo con achacosas camionetas, barrios que lindaban con el campo, con la vía del ferrocarril, con viejos olivares, huertas y alamedas.... En aquel seiscientos --al que no le cerraba una de las ventanillas, me ha recordado E.-- hizo cientos de kilómetros y conoció una realidad muy alejada del mundo universitario que había dejado atrás y de la familia acomodada, de formación católica, de la que procedía.
Luis Javier se hizo parte de nosotros y de nuestra lucha. Hasta que aquella noche, de frío y de tinieblas, recibimos en casa (domicilio de recién casados progresistas y demasiado jóvenes, con reproducción del Guernica en un salón que olía a tabaco de pipa y a esperanza) una llamada telefónica: Luis Javier, con otros cuatro compañeros de despacho, había sido asesinado por una banda de pistoleros fascistas. Y fue el miedo, y la incertidumbre, y los sollozos, y la búsqueda de un lugar donde reunirnos donde no pudieran llegar quienes, temíamos, podían estar sembrando el horror (todavía mayor) en la noche de enero de la ciudad callada. Recordar a Luis Javier Benavides es poner en valor el inmenso cargamento de sueños, de entrega, de amor (sí de amor), de pasión y de empeño solidario que tantos hombres y mujeres, desde la más temprana juventud, pusieron en la difícil tarea de construir la democracia.
Escultura dedicada a los abogados de Atocha situada en Antón Martín. Autor: Pepe Caballero
Mi recuerdo de Lola González Ruiz es diferente. Ella sobrevivió: recibió un disparo (quizá alguno más) entre el final de la mandíbula y el cuello y, aunque tardó mucho tiempo en recuperarse, compartimos durante dos o tres años trabajo y dedicaciones en favor de un urbanismo solidario, redistributivo, en la sexta planta de la sede provincial del PCE, calle de Campomanes, Madrid central y adoquinado, días interminables que se colaban en las noches (y a veces en la madrugada) avivando en nosotros sueños que, tiempo más tarde, se mostrarían precarios, imposi bles casi. Entonces, ella batallaba contra una depresión tenaz, implacable, hija de la noche de asesinatos y de una circunstancia de las que acaban emocional y psicológicamente con el más fuerte de los seres humanos: Lola era la novia de Enrique Ruano, el estudiante de Derecho al que agentes de la temida brigada político-social arrojaron por la ventana de un tercer piso un fatídico día de 1969 y, terrible destino, se había casado, años después, con Francisco Javier Sauquillo, uno de los asesinados aquella noche del 24 de enero de 1977. No la conocía de antes, pero la recuerdo trabajando sin parar por un Madrid mejor y caminando de un despacho a otro por el interminable pasillo, surcado de grabados de Pepe Ortega, de Agustín Ibarrola, de Saura, de Zamorano, de Genovés, de la sexta planta de la calle Campomanes llevando en la mirada la tristeza infinita de la muerte de dos seres tan queridos y del terror vivido ante unos pistoleros. Deseo que haya sido (y sea) feliz en Cantabria, que todavía mantenga aquel entusiasmo difícil tras su dramática experiencia y que la vida, al fin, la haya recompensado de tanto dolor.
Luis Javier hubiera sido, con tada seguridad, uno de los artífices del Madrid democrático que se forjó bajo la alcaldía de Tierno Galván y habría vivido con nosotros la construcción, no por precaria menos importante, de parte de la realidad que con tanta pasión imaginamos. Hoy sería un sesentón cercano, inteligente, quizá apuesto, firme en sus convicciones y lleno de sensibilidad hacia las carencias de una sociedad injusta. Al menos, así me gusta imaginarlo.
Dos nombres. Un hombre y una mujer que han vuelto a mí en estas horas de recapitulación sobre aquella terrible experiencia. Íntima. y, por supuesto, colectiva. Quede aquí esta gavilla de recuerdos que nunca aparecerán en los periódicos. Ni en la pantalla del televisor.
Un íntimo compromiso literario
A propósito de lo hasta aquí escrito: con la literatura , que es también instrumento de la memoria (que a veces la salva y a veces la traiciona), y con la gente a la que quiero, incluso con la que no quiero, tengo una deuda personal, íntima. No es otra que el compromiso de escribir la novela de quienes nacimos en los cincuenta, vivimos los estertores de la dictadura y nos dejamos alegrías, lágrimas, esperanzas, erotismo, sueños, intereses personales y decepciones en un tiempo de transición que a veces se edulcora, pero que no sólo estuvo marcado por la alegría, sino, digámoslo con palabras de un hermano mayor de aquellos años, Diego Jesús Jiménez, "lleno de incertidumbre y de sollozos". Aspectos, trazos, ráfagas quizá de esa memoria, quedaron en mis novelas Los filos de la noche y Una mirada oblicua, también en Verano. Pero sólo son realidades parciales. Mi compromiso íntimo es su aprehensión global, su reconstrucción literario-emocional desde la mirada del adolescente que vivió aquellos años y que fue joven, maduro y postmaduro en las décadas posteriores y en el nucleo duro del compromiso social y político,del desprendimiento, de la confianza ciega en un mundo mejor. Esa novela, a la que quizá quepa denominar "de la transición", está, todavía, por escribir. Confío en hacerlo algún día.