Coincido -con las excepciones de rigor- con lo escrito y firmado por Luis María Anson en El Mundo: "Para ser político no se exige nada" (€). He acortado el texto, buscando lo sustancial, que desde luego responde a un común sentir nacional: la inepcia generalizada de los cargos políticos para las tareas que en principio deberían desempeñar.
Inepcia que alcanza desde no pocos ministros en todos y cada uno de los gobiernos democráticos, hasta los cargos políticos más elementales, ocupados por los mindundis de turno. Aunque en realidad todos sabemos de mindundis (no está en el Drae, pero significa "personas de poca entidad y valia") en cualquier nivel o grado de la escala de cargos políticos.
Es especialmente penoso que quienes deberían servir esforzadamente a los intereses comunes de la cidadanía, tiendan en muchos casos (y aunque fueran pocos, también serían excesivos y escandalosos) a servirse en sus apetencias e intereses personales mientras duran en el cargo (y probablemente después), y siempre -desde luego- a costa de sus conciudadanos, que son quienes les pagan. Y esto es, además de una actividad delictiva, se pruebe o no judicialmente, una afrenta innoble, injusta e insoportable a la ciudadanía.
De ahí que, como bien dice Anson, dado que los españoles no somos unos pardillos, ni todos esperamos que llegue nuestro turno político para poder robar un poco o un mucho al contribuyente (que somos los paganos de esta historia sempiterna), hemos visto que los políticos son la tercera de nuestras diez grandes preocupaciones.
Según el CIS, el paro es la primera (con un 84,1%), los problemas económicos son la segunda (46,7%) y la clase política es la tercera (22,1%).
Dice Anson:
Para ser dependiente de El Corte Inglés, para trabajar como taxista en Málaga, para acceder a jefe de sección en cualquier empresa media se exige que el candidato cumpla una serie de condiciones. Para ser político no es necesario tener título universitario ni máster ni bachillerato ni idiomas ni experiencia ni nada de nada. Es lógico que así sea porque en una democracia sana corresponde a los electores elegir a los que van a gobernar.
Una cosa es esa y otra que los políticos elegidos nombren para los cargos públicos a sus parientes, a sus amiguetes, a sus paniaguados, sin otra exigencia que la relación con quien les nombra a dedo. En España padecemos 400.000 cargos públicos, 200.000 más que en Alemania que nos dobla en población. Y a esos cargos no se les exige condición alguna, salvo la lealtad habitualmente perruna y letrinal al jefe.
El presidente del Gobierno ocupa el cargo democráticamente por elección indirecta de los ciudadanos representados en el Congreso de los Diputados. Puede nombrar los ministros y ministras que le vengan en gana, aunque sean ineptos. Y así lo han hecho en demasiadas ocasiones. Desde el primer Gobierno de la Transición a nuestros días, algunos pintorescos personajillos han ascendido a los cielos ministeriales sin tener experiencia, sin titulación, sin idiomas, sin requisito alguno. José Luis Rodríguez Zapatero rozó el rizo de los despropósitos y algunos de sus ministros, algunas de sus ministras, no hubieran sido aceptados como auxiliares de Redacción en este periódico.
(…) Entienden la política, no como el servicio al interés general, sino como un modus vivendi personal y como una forma de agencia de colocación para satisfacer los compromisos de su clientela. La mayor parte de los miembros de la clase política española no encontraría trabajo en la vida ciudadana.
(…) Y, claro, los españoles, que no son unos pardillos, que se nutren de la sabiduría popular de los siglos, han tomado la medida a los políticos que nos gobiernan y los han situado en tercer lugar entre los diez grandes problemas que agobian a España. Si la clase política quiere recuperar el respeto debe, entre otras muchas cosas, reducir a la tercera parte los cargos públicos y encaramar en ellos solo a los que cumplan unas exigencias mínimas de capacidad. (…)