Revista Cine
El cambio de estado civil de Luis Peña producido en 1946, le hizo pasar, no tan sólo del estatus de soltero al de casado (transformación común a todos sus congéneres en el mismo trance), sino que también le transfiguró de galán a actor de carácter. Al mismo tiempo, su ritmo laboral, en el terreno cinematográfico, mermó muy considerablemente, cuestión ésta fácilmente constatable por el sencillo procedimiento de comparar la cifra de películas producidas en los años anteriores a contraer matrimonio con Luchy Soto en las que intervino Luis Peña, con las que se estrenaron con posterioridad al citado evento. Si en los primeros años cuarenta, Luis Peña actuaba en tres o cuatro películas en papeles de protagonista o de co-protagonista, en los años postreros de la década Luis Peña prácticamente desaparece de la cartelera, pues tras “Reina Santa”, rodada en 1946, la única película que llevará a la gran pantalla la efigie de Luis Peña será “La esfinge maragata”, que dirigió Antonio de Obregón (el realizador de “Chantaje”). y que se estrenó el 7 de abril de 1949 en el cine Astoria de Barcelona. Por muchos conceptos, este film representa el final de una etapa en la carrera de Luis Peña, la de los años cuarenta, pronta y brillantemente superada en la década siguiente. Rebasado el ecuador de la década de los años cincuenta, la actividad de Luis Peña para el celuloide se verá notablemente incrementada y, simultaneándolas con sus actuaciones en teatro, sus visitas a los platós cinematográficos menudearán en su segundo lustro.
Un vestigio demodée y varias comedietas
Antes de poner punto final a la década primera de la inmediata posguerra, Luis Peña inaugura el año 1947 con un significativo título. Estrenada en el teatro “Reina Victoria” el 7 de enero, y con apariencia de ser un chiste privado, Luis Peña actúa junto a su esposa Luchy Soto en “Jaimito se casa”, pieza original de Antonio y Manuel Paso en la que corrió a cargo del protagonismo su propia suegra, la desopilante Guadalupe Muñoz Sampedro. Transcurridos apenas tres meses de su enlace matrimonial, empezar el nuevo año con la representación de “Jaimito se casa” (que se calificaba en los programas de “contratiempo nupcial”) hace presentir la existencia de un especial sentido del humor en el hogar de los Peña-Soto-Muñoz Sampedro.
Adaptación de una novela homónima de Concha Espina, como la dirigida en 1944 por Gonzalo Delgrás y también con Luis Peña en un papel principal, “Altar mayor” (con la que guarda no pocas semejanzas argumentales), es “La esfinge maragata” un claro ejemplo del tipo de temática condenado a la indiferencia del público en la misma medida que obtuvo el respaldo oficial. Dotada su producción (del propio director y de la empresa “España Actualidades”) con setecientas mil pesetas del crédito Sindical y favorecida con 2 permisos de importación y 3 permisos de doblaje, “La esfinge maragata” era un negocio razonable sin necesidad de que el público se molestara en ir a verla, cosa que hizo en muy escasa medida. Se contaba la folletinesca historia de la familia Salvadores, natural del pueblo leonés de Valdecruces, del que tradicionalmente han sido una de las más poderosas. Sin embargo, en la actualidad los Salvadores están prácticamente arruinados. Al patriarca, el tío Cristóbal, sólo se le ocurre casar a su hija Mariflor (Carmen Reyes) con el acaudalado primo Antonio. En el transcurso de un viaje en tren, la predestinada Mariflor conoce a un viajero que le hace tilín, el pintor Rogelio Terán (Luis Peña). Éste también se siente atraído por la joven y decide instalarse en Valdecruces. Allí, la intervención de una prima de Mariflor, Marinela, que se enamora también del pintor, complica las cosas hasta el punto de que llega al intento de asesinato. A Rogelio estas brusquedades lo perturban un tanto, sensible como es, y despeja el campo. Mariflor espera su regreso durante meses, pero a la falta de noticias, sucede la llegada de una totalmente inesperada: el anuncio de la próxima boda de Rogelio con otra mujer. Así las cosas, Mariflor se presta a contraer matrimonio con el primo Antonio para, cuando menos, rescatar al clan de los Salvadores de la cruel amenaza de la pobreza. El argumento previo, un lastre imposible de aligerar para directores más capaces que Antonio de Obregón, no cree este burgomaestre que lo reflotaran con su encanto ni siquiera actores tan carismáticos como la gran Julia Caba Alba (que hacía el papel de “Ramona”) ni como el vehemente Fernando Fernández de Córdoba (que interpretaba al padre Miguel), integrantes destacados del reparto. El propio Luis Peña, en un papel tan similar al que le tocó interpretar en “Altar mayor” (sólo cambiaba el pintoresco entorno en el que se desarrollaba la acción: donde allí figuraba Asturias, aquí se reflejaba la maragatería leonesa), poco podía hacer por elevar el apagado tono de la empresa.
La compañía Guadalupe Muñoz Sampedro- Luchy Soto-Luis Peña, estrenó en el teatro Reina Victoria la añeja “comedia cómica” de Adolfo Torrado “DoñaVitamina”, hace ahora medio siglo, el 5 de abril (a la sazón, festividad del Sábado de Gloria) de 1950. Se trata de un empeño (en absoluto criticable, por otra parte) de hacer reír al público apelando a recursos legítimos aunque gastados. En la misma línea de instrascendencia y con la misma falta de originalidad, el trillado “juguete cómico” original de Luis García Sicilia, “La señorita Lupita”, fue la nueva propuesta de la compañía que se estrenó en el mismo escenario el 16 de junio del mismo año. Si en “Doña Vitamina” se jugaba con los tópicos de la salud conyugal, “La señorita Lupita” relataba un conflicto entre suegra y yerno (relación que, como sabemos, los actores mantenían fuera de la ficción), en el curso del cual los personajes se fingían locos, la finca familiar corría peligro de perderse, los criados hacían de las suyas y finalmente se resolvía todo y se culminaba la trama con una boda. Pese a contar con argumentos poco memorables, cabe destacar que el objetivo de provocar la risa del respetable vióse ampliamente cumplido en ambas representaciones. Todavía, antes de concluir el año 1950, la compañía estrenará otro juguete cómico, esta vez original del también actor Adrián Ortega, la pieza “Madame Verdux”, que presentarán al público (con notable éxito popular) en el teatro Barcelona de la Ciudad Condal.
La aislada cumbre de “Surcos” o “¡Viva el cine valiente!”
Una buena parte de la existencia del film “Surcos” se debe al apoyo de José María García Escudero, quien fue nombrado Director General de Cinematografía (dependiente del recién creado Ministerio de Información y Turismo) en verano de 1951. Para entonces, la película ya estaba completa, pero no fue hasta ese momento que fue declarada “De Interés Nacional”. Distinción, muy ventajosa y lucrativa que fue, significativa y simultáneamente denegada a “Alba de América” (Juan de Orduña,1950), otorgada por José María García Escudero. Cuando, tras los obstinados recursos presentados por CIFESA, se terminó por conceder la misma categoría al acartonado film dedicado al descubrimiento del Nuevo Continente, en marzo de 1952, García Escudero ya se había visto obligado a dimitir. Para entonces, “Surcos” ya había cosechado inmejorables críticas, ya había sido presentada en el Festival de Cannes y ya había inaugurado una nueva vía, que no tendría continuidad, en el devenir del cine español.
Con puntos de contacto con el neorrealismo italiano y con el previo realismo norteamericano, “Surcos” tiene como germen un relato asainetado de Natividad Zaro que, siéndole presentado por el húngaro Felipe Gereley, interesó al cineasta de ideología falangista José Antonio Nieves Conde, quien, en comandita con Gonzalo Torrente Ballester, lo transformó en el guión que quiso llevar a la pantalla: una historia que, como señaló en su momento algún crítico, podría considerarse una continuación del clásico “La aldea maldita”, un intento por aproximarse a la realidad social de la España de 1950, alejándose de estilizadas e idealizadas realizaciones fílmicas de mero afán escapista. Tratando de reconstruir, a conveniencia del lenguaje cinematográfico, la vida real (tal como los maestros del cine americano habían mostrado que debía hacerse), los artífices de “Surcos” reconstruyeron en “Sevilla Films” una corrala del barrio de Embajadores, vistieron a los actores (elegidos entre buenos profesionales poco conocidos del gran público, con la salvedad de Luis Peña, quien constituía un caso especial) con auténticas ropas usadas, compradas en mercadillos, y, especialmente, procuraron no eludir en su argumento la crudeza de la lucha por la supervivencia en la sociedad de su tiempo. Empleando, para reforzar la eficacia del mensaje, cuantos recursos melodramáticos consideraron oportunos, José Antonio Nieves Conde, Torrente Ballester y el cuadro de actores, completaron en “Surcos” una obra mayor del cine que recogió, además del reconocimiento crítico, los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos en sus categorías de “Mejor Película”, “Mejor Actriz Secundaria” (una jovencísima y debutante Marisa de Leza), “Mejor actor Secundario” (Félix Dafauce) y un Tercer Premio del Sindicato del Espectáculo. Estrenada en el cine Palacio de la Prensa madrileño el 12 de noviembre de 1951, “Surcos” superó el difícil escollo de la censura (con la salvedad de su final original, que luego detallaremos) gracias a la providencial y decisiva intervención de José María Garcia Escudero, un idealista del cine que, comprensiblemente, no consiguió completar un año entero al frente de la cinematografía española. Y se mantuvo cuatro semanas en el cartel del cine donde se estrenó lo que, para un film español, supone un éxito incontestable. No fue, en todo caso, un periplo plácido, el de “Surcos” por las pantallas españolas. Los sectores más rancios y reaccionarios arremetieron contra el film. La Iglesia, por ejemplo, lo calificó de “gravemente peligroso”, especialmente por la franqueza con la que se reflejaban las relaciones sexuales entre los personajes y por la impunidad con la que actuaban los malhechores. La noche del estreno de “Surcos”, en el Palacio de la Prensa, se desencadenó un “pateo” apocalíptico cuando, cercano el final del film, el villano del film triunfaba inapelable y fatalmente. Otro sector del público, más receptivo al discurso realista de la película, contrarrestó el ataque con una salva de aplausos y con un grito de “¡Viva el cine valiente!”
Arranca “Surcos”, como otros clásicos del cine, con una sucesión de planos tomados con cámara subjetiva desde una locomotora en marcha, de las vías de un tren. Así el espectador se sitúa en el epicentro de la acción, adentrándose inadvertidamente en el punto de vista de los protagonistas, los Pérez, una familia de campesinos que llega a Madrid procedente del mundo rural. Les vemos descender del vagón de tren en la estación del Norte y enseguida tienen un primer tropiezo. Un mozo que conduce un carro de maletas increpa a la madre del clan (María Francés), a la que casi atropella por ir despistada. “Discúlpela, es que es de pueblo”, explica su hijo Pepe (Francisco Arenzana). A continuación, el grupo toma el metro, por indicación del hijo que ya conoce la ciudad, y se desplazan en ese medio hasta la estación metropolitana de Lavapiés. Están buscando la casa de su pariente, la Engracia. Pepe, que pasó la mili en la capital, tal como comenta su hermano Manolo (Ricardo Lucia) hace de guía porque además es quien tiene las señas. La primera impresión de Madrid desagrada a Manuel, el patriarca (José Prada) y, en cambio, gusta a la hija menor, Tonia (Marisa de Leza). La familia llega, tras preguntar a un guardia que curiosea las cestas en las que llevan unos pollos, al domicilio de la Engracia (Carmen Sánchez), en una atestada y bulliciosa corrala de vecinos. Les abre la puerta Pili (la gran María Asquerino, por cierto, fruto como Luis Peña de un matrimonio de actores: el de Eloísa Muro y Mariano Asquerino), la hija de la dueña de la casa. Durante la cena (en la que se zampan uno de los pollos que traían), Pepe expone sus intenciones a los presentes. Considera que en la ciudad hay oportunidades para ganar dinero en cantidad y salir así de la miseria del jornal agrario y que Engracia y Pili saben cómo conseguirlo. Se trata de ser vivos, de dejar atrás el trabajo duro y mal pagado del campo y de agarrar la fortuna con decisión. Mientras están cenando llama a la puerta una muchacha, hija de una vecina, que está allí para pedirle a la señora Engracia un cuarto de alubias a cuenta, con la promesa de su madre de que lo pagará “en cuanto su marido trabaje y gane dinero”. La señora Engracia, sin levantarse de la mesa, despacha a la chica con cajas destempladas. “Dile a tu madre que se ha acabado vivir de gorra”. No está dispuesta a fiarle. Esa noche, la Engracia se arregla con la madre de los recién llegados sobre lo que le va a cobrar por el alquiler de la habitación y le sugiere que, en cuanto pueda, ponga a Tonia a servir “en lo que salga”, para ir vaciando la vivienda. La muchacha la han puesto a dormir en el cuarto de Pili. Las dos jóvenes mujeres comparten lecho y la que ha llegado del pueblo está fascinada por las medias de la otra. Tonia está ilusionada con lo que espera conseguir en la ciudad, observa, idealizándolo, aquello que constituye el entorno de Pili, sus ropas, los retratos de artistas que pueblan las paredes del cuarto... Asegura que sabe cantar y que podría ganarse la vida en el espectáculo. Pili, más madura y consciente de la realidad, trata de desanimarla enseguida y le habla con cierta dureza. “También yo sé cantar y vendo pitillos”, le explica. En el comedor duermen los tres hombres. Antes de acostarse, los dos hijos, Manolo y Pepe, se “pican” un poco a propósito del futuro laboral que les espera.
A la mañana siguiente, Pili toma en sus manos las riendas de las operaciones. En la boca del metro de Lavapiés les participa a Manuel, Pepe y Manolo que ella conoce a alguien que puede darle trabajo a Pepe, y envía al padre y al hijo menor a buscar un empleo en las oficinas del Sindicato y a Tonia a recorrer tiendas preguntando dónde necesitan una chica. Pili lleva a Pepe al bar donde para su novio, “El Mellao” (Luis Peña) con sus amigos Juan, el limpiabotas (Francisco Bernal), Carlos (José María Martín) y Enrique (José Villasante). “El Mellao” trata con brutalidad a Pili y con desprecio al recién llegado, del que se mofa ante sus amigos. “El Mellao” está en tratos con don Roque, el dueño del bar, (Félix Dafauce) para conducir una camioneta de un modelo conocido como “La rubia”. Apodado “El Chamberlán”, don Roque es un individuo poderoso que utiliza el bar como sede social y tapadera mientras negocia con material diverso procedente del hurto (le vemos hacer de perista recogiendo los relojes que le lleva un ratero a quien da vida Casimiro Hurtado), del estraperlo y el contrabando y que trata con el mismo desprecio al “Mellao” que éste ha empleado con Pili o con Pepe. Le expone secamente que si quiere conducir “La Rubia” ya sabe cuales son sus condiciones. Éstas parecen representar un obstáculo insalvable, por lo que se achanta, pero al “Mellao” se le ve enseguida la mala entraña. A espaldas de don Roque despotrica de él y, acompañado de sus amigos, deja plantado a Pepe, quien a duras penas contiene la ira cuando el limpiabotas le llama paleto, pero al no apreciar mala intención en el calificativo (el cual Juan puntualiza con una sonrisa bienintencionada) Pepe sonríe a su vez. De todos aquellos a quienes Pili le ha presentado, tan sólo con el sencillo “limpia” ha hecho buenas migas. La acción del film se traslada a continuación a las atestadas instalaciones de la “Oficina de Colocación” del Sindicato, donde se alinean largas colas de hombres buscando empleo. Entre ellos, están Manuel Pérez y Manolo Pérez, a quienes los dos desempleados que tienen detrás aguardando su turno (Félix Briones y Antonio Moreno) se dedican a tomarles el pelo a cuenta de su procedencia rural y a quejarse de que emigren a la ciudad a quitarles el trabajo. El funcionario (Juan Cazalilla) que atiende a padre e hijo, les advierte de que encontrar trabajo no será fácil para ellos ya que sólo saben de labores del campo y tales habilidades no están muy solicitadas en la capital. Con ingenuidad, Manuel pregunta si trabajará al día siguiente y asegura que necesita “emplearse enseguida”. El funcionario le dice que tenga paciencia y manda pasar al siguiente, que resulta llamarse Juan Pérez (Félix Briones) y que aclara no ser familia de los dos anteriores. Esa tarde vemos a Pili vendiendo tabaco en la calle. Pepe tropieza con ella y hablan un rato, hasta que aparece un policía y Pili, avisada por una compañera, tiene que darse a la fuga, no sin antes citarse con Pepe: “Te espero a las diez en el portal”. Esa noche tienen ocasión de continuar la conversación, charlando desde el patio de la corrala, hasta la puerta del domicilio de doña Engracia. Pili aprovecha para darle a entender a Pepe que “El Mellao” está celoso de él y que ella considera que él es más hombre que su actual novio y que no le costará nada encontrar un buen trabajo y ganar mucho dinero. Le hace saber asimismo que ella sólo se casará con alguien que “la tenga como a una reina” y también le confía que “ha pensado muchas veces en él”. Pepe, verdaderamente cándido, se apresura a asegurar que “él también”. Entonces entran en casa y se encuentran con toda la familia en torno a la mesa, que está situada en la misma entrada, porque no hay recibidor. Pepe asegura que “prácticamente, ya tiene colocación”. A la mañana siguiente, Pili le presenta al “Chamberlán” a Pepe y el primero ve en el paleto, que es un buen conductor (tiene el carnet de conducir de primera), un chófer ideal para su “Rubia”, especialmente, porque le va a poder pagar menos que a cualquier otro (incluido “El Mellao”). Tras probar la camioneta a satisfacción de don Roque, y de asegurar Pili, en conversación a solas con “El Chamberlán”, que Pepe podrá cumplir con sus exigencias ilícitas, Pepe obtiene el empleo. Después se traslada la acción al bar donde siempre está “El Mellao” con sus amigos. Aparece “El Chamberlán” y ante el requerimiento de “El Mellao” sobre el destino del volante de “La Rubia”, replica que ya ha dado el trabajo de chófer a otro candidato, a un tal Pepe, que ha venido recientemente del pueblo. Furioso, “El Mellao” promete que ajustará las cuentas al paleto y a “otra persona” (convencido de que ha sido Pili la responsable de que le hayan “birlado” la colocación), para pasar a continuación, a amenazar a don Roque con “chivarse”. Pero “El Chamberlán” es un tipo muy duro, muy seguro de sí, que ni se inmuta ante el despliegue del “Mellao”. Lo pone a raya con unos golpecitos de su paraguas en los hombros, y luego da media vuelta y se marcha silbando tranquilamente. Poco después, sin darse tiempo a templar el ánimo, “El Mellao” va en busca de Pili, a la que abofetea repetidamente y empuja violentamente en el patio de su casa, rematando la faena con un puntapié al bolso en el que lleva el género, lo que provoca que el tabaco se desparrame por el patio y la chiquillería se apodere de él como una bandada de estorninos cayendo sobre un silo de grano. Pasado un rato, llega Pepe, que de algún modo ha sido enterado de lo sucedido, a casa de doña Engracia, donde encuentra a Pili, que está siendo atendida de las heridas sufridas. “Y ahora te hará lo mismo a ti”, dice Pili. A lo que Pepe replica anunciando que va a romperle la crisma al “Mellao”. Pili y Tonia le acompañan al bar del “Chamberlán”, donde, como siempre, está el infame chulo con sus amigotes. “El Mellao”, viendo venir al pueblerino, se levanta para sacudirle, muy convencido de que “no tiene ni para empezar”, pero, de buenas a primeras, se lleva un puñetazo que lo manda al suelo. Los dos hombres pelean, son expulsados del bar, siguen enzarzados en plena calle, se organiza un tumulto y, cuando se dispone a intervenir la autoridad competente, “El Chamberlán” sale fiador de ambos, dominando la situación sin dificultad. “El Mellao”, siempre rabioso, descarga su frustración en su amigo Enrique (José Villasante), al que, desprevenido, propina un puñetazo. Don Roque, comenta muy satisfecho de su nuevo chófer: “¡Si cuando yo le echo la vista a un hombre!” Tonia, que le ha oído, exclama: “¡Así se habla!” y “El Chamberlán” repara en ella. Pili se la presenta: “Es la hermana de Pepe. Está buscando una casa para servir”. Don Roque la coloca en casa de su amante (Mary Merche), lugar el cual la joven Tonia encuentra fascinante. Esa misma noche, la muchacha deja la casa de doña Engracia y se traslada al piso de la mantenida de don Roque. Cuando desciende las escaleras, canturreando despreocupadamente mientras abandona el domicilio paterno, se cruza con Pili y Pepe, que están besándose en el rellano. A la mañana siguiente, a don Manuel su mujer le está preparando una cesta con chucherías y cigarrillos para que los venda en la calle. Le dice apresuradamente los precios. Por su parte, Manolo acompaña a Pepe para ayudarle a cargar la camioneta y luego queda a su suerte. Prueba a descargar sacos de patatas, pero encuentra el trabajo excesivamente duro. Entonces ve un anuncio de un colmado donde necesitan un chico de los recados. Se presenta al amo (Ramón Elías) diciendo de corrido: “Tengo veinte años y sé de cuentas y soy de fiar” . Le dan el trabajo.
A la familia Pérez no acaban de salirle del todo bien las cosas en la ciudad. Únicamente prosperan aquellos que se apartan del camino recto. El padre, Manuel, fracasa como vendedor ambulante de chucherías porque, enternecido por un niño que mira los dulces con ojos suplicantes, pero que no tiene dinero, le regala un caramelo. A éste siguen otros tres, a los que, tras hacerse un poco de rogar, no puede negarles otros tantos dulces. Después, la noticia de que un vendedor de chucherías regala el género se extiende rápidamente y en muy poco tiempo, una muchedumbre de rapazuelos rodea al viejo, exigiéndole las golosinas. Este jaleo atrae a un guardia, que al comprobar que don Manuel carece de permiso para vender en la vía pública, le retira la mercancía y le advierte de que si hay una próxima vez, eso le costará una multa. Este percance le costará a don Manuel una reprimenda severísima de su mujer, que lamenta la pérdida de los cincuenta duros invertidos en el género. No le va mejor a Manolo en su puesto de mozo de colmado. El desdichado, llevando un reparto, se distrae un momento mirando un teatrillo de guiñol y a Rosario (Montse Carulla), la chica que lo regenta con su padre, cuando atraviesa unas atracciones. Un mozo desarrapado aprovecha para robarle un par de paquetes de su canasta. Manolo, advertido por Rosario, sale en persecución del golfillo, con tan mala fortuna que, en el tumulto, lo confunde con otro, con el que se pelea. La mercancía se pierde en la refriega y Manolo pierde su empleo. Cuando regresa a casa, las duras palabras de su madre y el desprecio de su hermano mayor lo cubren de vergüenza y abandona el domicilio familiar entre lágrimas, desoyendo las voces de su padre, el único comprensivo, que sale a buscarlo, en medio de la noche. Por su parte, Tonia ha tenido que despedirse de la casa de la amante de don Roque por haberle roto unas medias, que se puso sin su permiso. “El Chamberlán”, en cualquier caso, recoge a la muchacha bajo su protección, y no descuida contarle a su madre que se ocupará de ella, de que tome lecciones de canto y baile, porque tiene facultades para ello. Quien parece prosperar más es Pepe, que se dedica a faenas nocturnas por cuenta del omnipresente “Chamberlán”. En compañía de Juan, Carlos y Enrique, roba cargas de camiones en plena carretera y las pone en manos de su jefe sirviéndose de “La Rubia”. Pepe gana bastante dinero y eso le permite hacerse a la idea de que es el cabeza de familia. Ocupa la alcoba de Pili, con la que pretende hacer vida marital. Su padre, don Manuel, no consiente tal desvergüenza y le administra una sarta de bofetadas. Pepe, aunque ha estado irrespetuoso con su padre, no quiere llevar el incidente a extremos irreconciliables y se resigna a esperar para encontrar un lugar para la convivencia con Pili. Pero ésta es impaciente, quiere disfrutar de una buena posición e insta a Pepe a que espabile y consiga más lucrativos negocios con “El Chamberlán”. También sugiere a Pepe que podrían instalarse en el piso superior del garaje donde se recoge “La Rubia”. Los reiterados golpes a la autoridad moral del patriarca de los Pérez, minada por la intransigencia de su mujer, parecen resolverse con la llegada de una carta de la “oficina de colocación”. Hay un empleo (“¡de hombre!”, como dice él) para don Manuel. Es un puesto de peón, en una fundición. Un agrio capataz (José Sepúlveda, tal como dijimos en su día) le recibe y le da un mono de trabajo. Pero la faena es demasiado dura y don Manuel no aguanta ni media jornada. Su hijo menor, Manuel, vive en la indigencia, en plena calle. En el colmo del patetismo, cuando está en la cola del rancho de un cuartel, descubre que unos pilluelos le han robado la camisa que había dejado a secar en el solar donde pernocta. Persiguiendo su camisa, que los rapaces usaban como bandera, Manolo pierde su ración de rancho, pues cuando regresa al punto de reparto, los reclutas le anuncian que “se acabó lo que se daba”. Camina sin rumbo (aunque, eso sí, con camisa) hasta que va a parar precisamente frente al humilde hogar de Rosario, que vive con su padre, lugar idóneo para desmayarse de debilidad, porque Rosario lo recoge y le da de comer. Manolo encuentra en la modesta vivienda de los titiriteros el calor y el ánimo que no había hallado hasta entonces en ningún punto de la ciudad. Se queda a vivir con ellos y les ayuda en su espectáculo de títeres, ganando de ese modo el primer dinero desde que llegó a la capital. Mientras, Tonia continua bajo la protección del “Chamberlán”, que le hace regalos para que esté guapa en su próximo debut en un escenario. Esto despierta la envidia de Pili, que siempre ávida, se queja a Pepe de su situación económica y le insta para que vaya a ver al “Chamberlán” para exigirle dinero a cuenta de que es el hermano mayor de la Tonia. Poco antes de que Pepe entre en el despacho de su jefe, sale de él “El Mellao”, que sigue trabajando para don Roque, proporcionándole los “soplos” de por dónde pasarán los camiones que se pueden robar. Le acaba de “chivar” un cargamento muy lucrativo y “El Chamberlán” le ofrece al “Mellao” que se encargue él del asunto, si quiere, pero éste lo rechaza alegando que tiene demasiado riesgo y que prefiere que se la juegue “el palurdo ese”. Cuando Pepe habla con don Roque a propósito de su hermana, el gángster no se inmuta lo más mínimo. Se hace perfecto cargo de la situación y hasta adivina que si Pepe está allí es instigado por la Pili. Asegura que a él las mujeres “le importan un pito” y su hermana Tonia, “un rábano”. Llega la noche del debut de Tonia en el teatro de “La Latina”, en una función de actuaciones de aficionados llamada “Fiesta en el barrio”, con alguna estrella invitada, como Marujita Díaz, que canta una canción interpretándose a sí misma. Asisten al espectáculo, por un lado, Pepe acompañado de Pili y de su madre, la Engracia, y por otro, Manolo y Rosario con don Manuel, al que han sacado de casa cuando se han presentado en ella para que Manolo pueda devolverle a su madre el dinero que tuvo que pagarle al tendero por el género que echó a perder cuando trabajaba de repartidor. La madre de Tonia, que la ha acompañado en la sala de maquillaje, la cual comparte con otras chicas igualmente acompañadas de sus madres, se queda entre bastidores porque le dicen que las madres traen mala suerte si se quedan junto al escenario. Quien sí ocupa tan privilegiado lugar es “El Chamberlán”, que no pierde detalle de la actuación de Tonia. Presentada por Felipe Peña, Tonia empieza bien, pero en el patio de butacas hay un trío de gamberros reventadores (entre los que distinguimos al gran actor de doblaje José Guardiola, quien debutaba ante las cámaras en este film) que interrumpen su canción repetidamente, hasta conseguir ponerla nerviosa y hacerle prorrumpir en llanto. “El Chamberlán”, comprensivo, le presta a la muchacha su hombro y se la lleva consigo. Cuando la introduce en su coche, hace un pequeño aparte para pagarles lo convenido a los reventadores. De esta manera, don Roque ha conseguido su objetivo, la Tonia pasa a ser de su propiedad y esa noche ya no vuelve a su casa. Don Manuel, que ve llegar a su mujer con el abrigo de su hija y sin saber su paradero, la llama “¡víbora!” y le sacude varias bofetadas. Don Manuel sale en busca de Tonia, acompañado de Manolo y Rosario, pero en “La Latina” no saben nada de ella, ni siquiera quién pueda ser. En cualquier caso, unos días más tarde, descubrimos a la muchacha instalada en el piso en el que antes estaba la señorita a la que sirvió, la anterior mantenida de don Roque. Viste una bata con plumas muy similar y hasta escucha el mismo disco. Suena el timbre de la puerta, Tonia va a abrir y al otro lado del umbral encuentra a su padre, hecho una furia justiciera. El padre administra unos cuantos sopapos a la hija y le obliga a vestirse con sus ropas y a volver a casa. El honor de los Pérez debe quedar restablecido y Pepe acude al despacho de don Roque para exigirle que se case con Tonia so pena de, en caso contrario, recibir su merecido. Tal pretensión no conmueve en lo más mínimo al duro corazón del “Chamberlán”, que desafía a Pepe a que cumpla sus amenazas, ofreciéndole un abrecartas. Con gran facilidad, don Roque zarandea a Pepe y lo saca de su despacho, no sin antes participarle que está despedido y que deberá desalojar el garaje “mañana mismo”. Cuando se entera de esto, Pili no acepta de buen grado la nueva situación y reniega de Pepe, asegurando que volverá con “El Mellao”. Pepe, desesperado, le asegura que van a tener dinero. Aquella misma es la noche en la que tenían previsto un “golpe” de gran magnitud, y como no está despedido hasta el día siguiente, se propone hacerlo y quedarse con la mercancía. Deberá actuar solo, pues sus habituales compinches se niegan a acompañarle esta vez (Juan, que estaría mejor dispuesto, recibe un aviso del “Mellao” de que esa noche le conviene “acostarse temprano”). Así, solo, Pepe asalta uno de los camiones y consigue hacerse con un saco, pero cuando accede al segundo vehículo se encuentra en él con un vigilante con el que sostiene una feroz lucha y, cuando trata de huir, recibe un disparo. Pili, que está esperándole en el garaje, recibe la visita de “El Mellao”, que le dice que ha ido allí para llevársela, que pierde el tiempo aguardando a Pepe porque él ha dado el chivatazo y está seguro de que a esas horas, Pepe ya debe haber sido abatido por los vigilantes del convoy que ha ido a esquilmar. Pili se resiste a abandonar a Pepe y asegura que es “más hombre” que “El Mellao”. En esas, suena el claxon de “La Rubia”. Pepe llega herido, circunstancia que aprovecha “El Mellao” para ajustarle las cuentas. Pepe apenas puede oponer resistencia y “El Mellao” le incrusta una llave inglesa en el cráneo, con un violento golpe. Pili, que presencia la agresión, sale huyendo y “El Mellao”, corre en pos suyo. Llega entonces don Roque, ante quien Pepe todavía consigue implorar auxilio con sus últimas fuerzas, pero “El Chamberlán” es inflexible. Le dice al agonizante: “Ya te advertí a su debido tiempo que si se torcían las cosas yo no quería saber nada del asunto”, tras lo cual lo coge por la pelliza y lo arrastra hasta el interior del remolque de “La Rubia” y luego lo arroja por un viaducto al paso de un tren. La nube de vapor de la locomotora se traga la mefistofélica figura del Chamberlán, que, cosa inaudita en una película española, queda impune de sus numerosos delitos. Asistimos finalmente al entierro de Pepe, servido con un elegante “traveling”. Don Manuel concluye, besando el puñado de tierra que va a cubrir a su hijo para siempre, que “hay que volver”. Su esposa y Tonia aducen que regresar al pueblo les da vergüenza, a lo que el viejo insiste: “Pues con vergüenza, hay que volver”. En el final original del film, que suprimió la censura, la vuelta al pueblo de los Pérez, quedaba anulada con la llegada de otra familia, prácticamente idéntica, que en la estación de ferrocarril se cruzaba con ellos. Se trasladaba así al espectador que el traumático trasvase del agro a la urbe que habíamos visto en el film no podía considerarse como un problema particular, sino endémico, de dimensión social y no individual. Tal idea debió considerarse “altamente peligrosa” para la mentalidad oficial y quedó restringido el conflicto a lo concerniente a la desventurada familia Pérez. Por si esto fuera poco, el final tal como fue originalmente concebido, mostraba a Tonia apeándose en el último momento del tren, prefiriendo una vida abocada a la prostitución en la ciudad que la honesta pero modestísima existencia de vuelta en el medio rural. Demasiado demoledor para la España de 1951.
Luis Peña está inmenso en su desagradabilísimo papel. “El Mellao” es chulo, envidioso, cobarde, ruin, cínico, irascible, violento, soberbio, rencoroso, ventajista... Maltrata a Pili “porque es lo fetén”, pese a “tenerle ley”, y no malgasta con ella un gramo de ternura. Le roba el tabaco y le habla con profundo desprecio. Luis Peña, que venía de cultivar una imagen de galán (heroico unas veces, ligero otras, problemático algunas), se descolgaba aquí con una composición excelente de villano de medio pelo. Perfectamente integrado en el submundo particular del súper-villano a quien dio vida magistralmente Félix Dafauce, el titánico “Chamberlán”, “El Mellao” de Luis Peña, que pelea con su desmañado pero muy dinámico estilo, agitándose todo él en forma muy característica, reproduce un tipo real, lo que Nieves Conde calificó en su día como “capitoste chuleta de Embajadores”.
Del lado recto de La Ley en “La mestiza”
Según manifestara José Antonio Nieves Conde en varias ocasiones, su película “Surcos” tuvo la dudosa virtud de provocar dificultades para volver a trabajar a quienes en ella participaron, empezando por él mismo. En el caso de Luis Peña, que completó una magnífica actuación en el film, resulta llamativo, en todo caso, que no volviera a actuar para las cámaras hasta un lustro después, dedicándose, durante ese periodo, al teatro. Su regreso al cine lo supuso “La mestiza”. Presentada en el III Festival de Cine Español de Almería, el cual se celebró entre los días 18 y 21 de enero de 1956, al lado de títulos como “Suspenso en comunismo” (Eduardo Manzanos), “La fierecilla domada” (Antonio Román) o “La vida es maravillosa” (Pedro Lazaga), el ignoto film “La mestiza” se estrenó casi inmediatamente, el 24 de enero del mismo año, en los cines Niza y Aristos de Barcelona como película de complemento del éxito del momento, “La condesa descalza”, de Joseph L. Mankiewicz. Para su estreno en Madrid, “La mestiza” hubo de esperar hasta nueve meses, pues no se proyectó en las pantallas de los cines Albéniz y Alexandra hasta al 15 de octubre de aquel mismo 1956. Dirigida por el poco relevante José Ochoa, se trata de una película protagonizada por Silvia Morgan, que encarna el doble papel de Laura y Diana, dos bailarinas mestizas y hermanas gemelas que trabajan en una sala de fiestas de Tánger, las cuales forman el trío artístico “Caribe” con un tal Joe, también mestizo. Al local en el que actúan acude asiduamente Alex Wagner (el alemán rolf Wanka) misterioso individuo entregado a actividades poco lícitas, quien queda prendado de los encantos de Laura, por lo que impulsivamente, le pide en matrimonio. Laura accede obedeciendo al mismo impulso y ambos se desplazan a París, donde se casan. Al término de la luna de miel, y de regreso a Tánger, Laura sorprende una conversación de su reciente cónyuge con unos amigotes, en el curso de la cual, acallando sus comentarios burlones de tintes racistas, asegura que lo suyo con Laura es sólo un capricho que deshará pronto. La mujer, despechada, abandonará a su marido para ir a dar a los brazos de Joe, que está enamorado de ella y que aprovechará el despecho de Laura para pedirle que abandone a su marido y se vaya con él. Laura, por mucho que esté desengañada en relación a la solidez del cariño de su esposo, no por ello está dispuesta a echarse a los brazos de Joe, que no le gusta nada, por lo que le obsequia con unas calabazas de tamaño natural. Joe, poco receptivo a las contrariedades, monta en cólera y estrangula a Laura. Para ocultar su crimen, arroja el cuerpo de Laura a las procelosas aguas del mar. A continuación, Joe inicia una campaña con Diana, para atraérsela hacia la causa de arruinar a Álex, contra el que guarda un profundo rencor. Conocedor de los turbios manejos del europeo, Joe pone a Diana sobre la pista de unos documentos incriminatorios para Álex. Cuando la muchacha está tratando de apoderarse de tales documentos en el despacho de su ex cuñado, es sorprendida por él y, en la conversación subsiguiente que mantienen, el viudo comprende que sólo Joe ha podido poner fin a la vida de Laura. Se produce al fin el enfrentamiento a muerte entre Álex y Joe y cuando éste estaba a punot de resolverse a favor del segundo, el inspector Ahmed (Luis Peña, por esta vez, alineado con los defensores de la ley y no con los delincuentes), que seguía la pista de los manejos de Álex y de la desaparición de Laura, interviene para salvarle la vida y detener a Joe. Finalmente, Álex y Diana quedan juntos, resultando ella el repuesto perfecto a la pérdida de su fallecida hermana. El precedente improbable argumento, debido a la imaginación del gijonés Faustino González Aller (habitual colaborador de Javier Setó en lo que se refiere al cine, y autor teatral distinguido con el premio Lope de Vega en 1950 que falleció en Madrid en 1983), contó para su despliegue en imágenes con la fotografía del gran Godofredo Pacheco, y componiendo su reparto encontramos figuras tan familiares como las de Xan das Bolas, José Calvo, Rafael Bardem o la de Matilde Muñoz Sampedro.
Bajo la influencia de Forqué: "Embajadores en el infierno"
José María Forqué Galindo (Zaragoza, 1923-Madrid, 1995), uno de los más versátiles y hábiles directores que ha dado el cine español, estudió arquitectura en su juventud, simultaneando tal preparación con el teatro universitario y con la realización de varios cortometrajes. Finalmente, se decidió por este último campo. Inmerso en determinado ambiente tertuliano intelectual madrileño, se inició en la dirección de un primer largometraje del brazo de Pedro Lazaga, con quien dirigió el film “María Morena” en 1951. Antes de firmar otro largometraje formando sociedad con otro director (lo que sucedería en 1955, y con José Antonio Nieves Conde para estrenar “La legión del silencio”), realizó en solitario las comedias (de tinte fantástico una, y barnizada de suave costumbrismo, la segunda) “El diablo toca la flauta” (1953) y “Un día perdido” (1954). Posteriormente, alcanza dos éxitos consecutivos con “Embajadores en el infierno” (1956) (que iba a rodar inicialmente José Luis Sáenz de Heredia) y “Amanecer en Puerta Oscura” (1957). En ambos films tuvo un papel relevante Luis Peña. Y en proyectos ulteriores, Luis Peña volvería reiteradamente a colaborar con el director zaragozano, hasta totalizar ocho títulos, sumando a los dos previamente citados los de “De espaldas a la puerta”(1959), “091, policía al habla” (1960), “Tengo 17 años” (1964), “Dame un poco de amoooor” (1968), “Estudio amueblado, 2p” (1969) y “Madrid , Costa Fleming” (1975), último film que contó con la participación conjunta de actor y director.
Ya tratada en este weblog (algo extensamente con ocasión de la entrada dedicada a Mario Berriatúa, y más escuetamente cuando hicimos lo propio a propósito de Valeriano Andrés), la producción “Rodas SA” basada en la novela de Teodoro Palacios Cueto y Torcuato Luca de Tena (autor del guión del film), “Embajadores en el infierno” fue estrenada con éxito apoteósico (José María Forqué fue literalmente sacado a hombros, a la conclusión de la proyección) el 17 de septiembre de 1956 en el Palacio de la Música madrileño, local en el que se mantuvo 35 días en lo alto del cartel. Rodada en Burguete (Navarra), con el asesoramiento técnico militar del comandante Luis Martín de Pozuelo, y el de ambientación de Ángel Salamanca, la película dirigida por Forqué recreaba la difícil supervivencia de un grupo de soldados españoles de la División Azul en los campos de trabajo soviéticos. La acción se inicia el 10 de febrero de 1943, cerca de Leningrado. Se abre el film con un grupo de españoles prisioneros de la última batalla acaecida en el Frente Ruso. Una voz en off introductoria califica a Rusia de “país cruel, extraño y desconocido”, el inhóspito lugar en el que nuestros compatriotas deberán tratar de adaptarse, con la finalidad de superar la terrible prueba de la privación de libertad en tierra extraña. Tras 8 días de viaje a pie, llegan al primer campo de concentración. El jefe del campo (José Franco, caracterizado con una nariz falsa) no quiere recibirlos. Dice que no tiene sitio ni comida para más. Pero el oficial que los transporta (José Villasante) tiene orden de dejarlos allí. El jefe pregunta si trae algún oficial entre los prisioneros. Le contestan que sí, que cuatro: el capitán Abrados (Antonio Vilar), el teniente Durán (Rubén Rojo), el teniente Rodrigo (Mario Berriatúa), y el teniente Albar (Luis Peña). El jefe del campo se lleva los cuatro oficiales a su despacho y trata de convencerles de que colaboren, que trabajen con ellos, que se afilien al partido...pues es consciente de que si ellos consienten la tropa les seguirá. Posteriormente, el jefe reúne a todos los prisioneros para tomarles declaración. Los primeros en declarar, Antonio Blas Naranjo (Jacinto Martín) y Miguel Rubio (Pedro Beltrán), ofuscados por el pánico, tratan de negar cualquier animosidad contra sus captores. Aseguran no tener religión, ni partido político. Uno asegura que está allí por error, pues sólo quería viajar para ver mundo y le metieron en un cajón con destino a Rusia, ¡a la guerra!. El otro dice ser masón... Ante tal vergonzosa actitud, el capitán Abrados da un paso al frente y se declara católico y anti-comunista. Su valentía contagia a los demás. Le vitorean unos, como el soldado Andrés Rodríguez (Mario Morales) y le secundan otros, como el soldado Miguel García (encarnado por Miguel Ángel), quien afirma ser “católico, apostólico y romano”, todos se entusiasman manifestando su convicción anti-comunista. Así, el jefe del campo vuelve a llevarse aparte a los oficiales y, como castigo, los recluye en una gélida celda aislada. Antes de entrar, el teniente Albar, que va el último de los cuatro, parece tener intención de pactar con el comandante ruso, pero se arrepiente y pasa junto a los otros. Según relata la voz en off del capitán Abrados, “A lo largo de aquel primer año, diez veces más nos encerraron en aquella celda”. Después, la misma voz nos informa de que la dureza de las condiciones de vida en el cautiverio, semejante a la de la esclavitud. Forzados a trabajar en los bosques, talando árboles y en las minas, extrayendo carbón para las centrales térmicas, los prisioneros españoles son sometidos a un hambre atroz, y en el transcurso de menos de un año, el número de trescientos se ve reducido en 46 bajas. En tan terribles condiciones, es lógico suponer que flaquearán algunas fuerzas. Así, el soldado a quien da vida Miguel Ángel protagoniza una pataleta ante el capitán Ricardo Abrados, alegando, muy cabalmente, que tiene hambre y que por no renunciar a sus principios, se está muriendo de inanición, por la cual cosa, estaría dispuesto a negociar con sus captores. El capitán Abrados, inflexible, le manda callar, a lo que el teniente Albar, más comprensivo con las debilidades humanas, observa que allí, en medio de Rusia, no hay nadie a quien traicionar y que bien podían transigir un poco, como hacen los prisioneros de otras nacionalidades. Llegan entonces unos prisioneros muy ufanos porque han comido y les han proporcionado botas nuevas (Jacinto Martín, Ricardo Lucia y Pedro Beltrán, entre otros). Han firmado un papel para conseguir tales atenciones, sin importarles poco ni mucho lo que firmaban. El capitán Abrados hace leer al teniente Albar el contenido del documento. Resulta ser una declaración en la que admiten estar siendo muy bien tratados por los rusos, que trabajan poco y son muy bien alimentados, y que hasta disponen de duchas con agua caliente. Ante tal infamia, el capitán Abrados recoge la falaz declaración y, tras romperla, va a entregársela al jefe del campo. Éste no se inquieta demasiado ante la rebeldía del oficial español y asegura que todos los caballos terminan por ser domados más tarde o más temprano. Le pide entonces al teniente Durán, que acompañaba a Abrados, que se quede un momento con él a solas, y, tras cerciorarse de que es cierto que el teniente tiene en España una hija de ocho años que no sabe siquiera si su padre vive o está muerto, le promete a Durán que podrá hablar con ella a través de la radio, y que para conseguirlo tan sólo deberá acceder a leer un comunicado que él le facilitará. Pero Durán, que sigue las directrices patrióticas de su capitán, se niega en redondo. El jefe del campo comprende que aquellos oficiales son una mala influencia para su tropa y, poniendo la excusa de una enfermedad contagiosa, traslada a Abrados, Durán, Rodrigo y Albar, a otro destino, apartándoles del resto de los prisioneros. Les despiden, muy apenados, sus subordinados (entre los que distinguimos, además de a los anteriomente citados, a José Luis Heredia), que piensan que quedan desamparados y perdidos, sin sus oficiales. En el nuevo campamento al que son trasladados, los cuatro oficiales encuentran viejos conocidos, a los que Abrados reconoce y llama por sus nombres, los capitanes Valdivia (Manuel Dicenta) y Astúa (Pedro Fenollar). Después de saludarse todos, Valdivia les presenta a Silvestre (Javier Armet), un italiano “de primer orden”, que será “compañero de camastro” del capitán Abrados, y el capitán León (Héctor Bianchotti) se presentará a sí mismo. Al poco de inspeccionar su nuevo alojamiento y de enterarse de que allí los rusos pretenden hacer trabajar a los oficiales (pese a prohibirlo la Convención de Ginebra –como se explicaba reiteradamente en “El puente sobre el Río Kwai”), el capitán Abrados es convocado por el oficial al mando del centro de reclusión, el coronel Nobikov (Ricardo Canales, magníficamente caracterizado). La entrevista no dura mucho y en ella queda de manifiesto que el capitán español no ha cambiado de actitud por el traslado. Surge una fricción con un general alemán (Rolf Wanka), igualmente prisionero, que sí ha cedido a las exigencias rusas, despojándose de sus insignias y aceptando trabajar y que pide a los españoles que no avergüencen a los demás manteniéndose firmes. Abrados manifiesta no sentirse obligado a tener consideración con alguien que se considera un exmilitar y se gana, de paso, el respeto de un oficial alemán (Reiner Penker) que se cuadra ante él. Llega al campo una orden especial por la cual es imperativo que los oficiales trabajen y son todos convocados en el patio para que empiecen las tareas, pero Abrados se rebela manifestando que la ley está de su parte. Los demás oficiales españoles le secundan (distinguimos entre ellos a Ángel Aranda, que da vida al soldado italiano Giovanni), por lo que Nobikov les hace pasar a su despacho. Allí Abrados se mantiene en sus trece y le dice a su captor que sólo el ministro de Asuntos Exteriores ruso podría revocar el acuerdo firmado por la Unión Soviética acatando la Convención de Ginebra. Nobikov cree estar hablando con un loco. Así las cosas, llega el final de la guerra. Sin embargo, eso no supondrá el fin del cautiverio de los voluntarios españoles. Tras la Victoria Aliada, a los prisioneros españoles les someten a ocho meses de reclusión en celdas de castigo. La voz en off de Abrados destila ironía al referirse al mundo de los vencedores como un mundo de “libertad”. Le queda, empero, el consuelo de haberse ganado, con su gallarda actitud, inquebrantable, el respeto para su país de los restantes prisioneros, representantes de otros ocho países distintos.
La actitud calderoniana e hidalga de los españoles les está llevando a no pocas privaciones en su cautiverio soviético. Tal estado de cosas choca con la naturaleza, menos espartana y más hedonista, del capitán Albar quien harto de carecer de los más elementales placeres, se pasa al enemigo, abrazando el comunismo, lo que le proporciona, en primer lugar, una noche de pasión con una “mujer estupenda” y después, el repudio de sus antiguos compañeros oficiales y hasta un bofetón de parte del teniente Rodrigo. Tras este incidente, se suceden los episodios en “Embajadores en el infierno”. Asistimos a un proceso militar contra los oficiales españoles, en el que el coronel Chorne (Antonio Prieto) se encarga de la acusación y en el que el teniente Albar será un testigo denunciante (desacreditado por sus propios actos). A este procedimiento, que sirve básicamente para que Abrados haga una de sus encendidas proclamas,sigue una huelga de hambre de los prisioneros españoles, que, torpedeada por el comandante al mando del nuevo campo (Valeriano Andrés), que trata de hacer creer a la tropa que sus oficiales les han traicionado y han vuelto a comer, siega la vida del capitán Astúa. Después de no conseguir obligarles a comer, los pérfidos comunistas ponen a los díscolos y valerosos españoles bajo las órdenes directas del teniente Albar. “Desde ahora, él es su jefe” , les dice el coronel Yuri (el excelente actor de doblaje Félix Acaso). Albar asegura haber accedido a aquel puesto precisamente para tratar de mejorar la situación de los prisioneros españoles, sus antiguos camaradas, y les ofrece su mano y su amistad, pero todos le rechazan. Después, intenta conseguir que la tropa firme su renuncia a la nacionalidad española a favor de la soviética, consiguiendo convencer únicamente al soldado Antonio Blas Naranjo (Jacinto Martín). Cuando llega la orden de repatriación, haciendo uso de un extraño sentido del humor, el alto mando adjudica a Albar la misión de controlar el embarque de los españoles repatriados. El ahora ciudadano soviético teniente Albar debe tender el puente que permitirá a sus excompañeros volver a la lejana España. En forma patética, Antonio Blas trata de abordar el buque, pero es rechazado porque, como el mismo Albar le dice, él no puede estar en la lista, pues presentó la renuncia a la ciudadanía española. Ahora es un soviético más como él mismo. Al ver zarpar el barco, Albar no puede soportar más el punzante dolor que le produce haber elegido quedarse en tierra extraña y se quita la vida descerrajándose un tiro. Antes ha visto marcharse a oficiales y soldados, desde el valiente y terco capitán Abrados, hasta el soldado Miguel García (Miguel Ángel) o a Manuel Heredia Expósito (Ricardo Lucia).
En un elenco tan exuberante (repleto de actores procedentes de los Teatros Nacionales), Luis Peña tiene a su cargo uno de los papeles de más responsabilidad, más cargado de dramatismo. Es el suyo el drama del hombre moderno, sin convicciones ni principios, a merced de sus debilidades. Forqué, muy satisfecho del rendimiento de Luis Peña, le confiará en años venideros otros roles en los que lucirse y que reúnen un perfil psicológico que contiene no pocos puntos de contacto con el del “débil” capitán Albar.
Odioso gamberro provinciano en “Calle Mayor”
El rodaje de “Calle Mayor” fue accidentado, del modo en que en la España franquista resultaban accidentadas las empresas: su director fue encarcelado. Pasó Juan Antonio Bardem quince días encerrado en los calabozos de la Brigada Político Social. Fue interrogado y finalmente puesto en libertad al no tener ningún cargo que imputarle y como efecto de las presiones internacionales que ejercieron, de un lado, los productores franceses (con Serge Silberman a la cabeza), y de otro, artistas tan reconocidos como el mismo Charles Chaplin, firmante de un telegrama dirigido a las autoridades franquistas exigiendo la puesta en libertad de Bardem. Durante ese periodo, Manuel Goyanes vendió la mitad de su participación en el film a Cesáreo González, que se iba a encargar únicamente de la distribución de la película bajo el sello de Suevia Films. También se intentó que el rodaje no se detuviera por un detalle tan nimio como que el director y guionista del film estuviera entre rejas. Pero la estrella de la película, la norteamericana Betsy Blair, tras conseguir un permiso para ver a Bardem en su celda, aleccionada por éste, se negó a rodar un solo plano a las órdenes de ningún sustituto.
“Calle Mayor”, uno de los films de más reconocido prestigio en la filmografía de Juan Antonio Bardem (y, por ende, en la española en general), se rodó en los estudios Chamartín, para sus secuencias de interiores, y, en la primera etapa de las dos que compusieron su periodo de filmación, en las calles de Palencia para los planos medios y los alrededores de Cuenca para sus planos generales. Tras el parón motivado por la detención de Bardem (que tuvo lugar en febrero de 1956, dentro de las detenciones discrecionales acaecidas con ocasión de los sucesivos disturbios nacidos tras unas concentraciones falangistas conmemorando el aniversario de la muerte de Matías Montero, por un lado, y las posteriores revueltas estudiantiles en la Universidad de Madrid), “Calle Mayor” se completó filmándose el resto de las escenas de exteriores en Logroño. Con la película terminada, la primera impresión no satisfizo a su productor español, Manuel Goyanes, que afirmó haber visto “la película más aburrida de su vida”, ni tampoco demasiado al también productor Ricardo Muñoz Suay, que opinó que “la música era mala”. Sin embargo, Serge Silberman creyó en la película y consiguió que se presentara al festival de Venecia, certamen donde, en cambio, los representantes oficiales de la cinematografía española habían alegado que no podía acudir el film por no estar acabado (afirmación estrictamente mendaz). Con una casi total sustitución de la música original de Isidro B. Maiztegui por una nueva partitura debida a la inspiración de Joseph Kosma, la película obtuvo una acogida muy favorable en el festival de la ciudad de los canales y no obtuvo el León de Oro porque aquel año, precisamente, el jurado propugnaba otorgar un premio rotundo. Las deliberaciones, que habían terminado por limitar las candidatas al premio a la Mejor Película a dos títulos: “El arpa birmana”, de Kon Ichikawa, y “Calle Mayor”, se resolvieron en una votación que arrojó un resultado demasiado ajustado para los presupuestos que manejaba el jurado. Se pretendía que la película vencedora lo fuera por un margen de al menos dos votos y, en cambio, “Calle Mayor” sólo ganó el escrutinio por un voto (seis a cinco). El León de Oro quedó desierto aquella edición del Festival de Venecia y “Calle Mayor” fue premiada “sólo” con el premio Especial de la crítica, que compartió “ex aequo” con “Gervaise”, de René Clement. Betsy Blair, cuyo trabajo en el film impresionó al jurado, no podía optar al premio por estar doblada, en la versión original, al castellano.
Los títulos de crédito de “Calle Mayor” son algo cicateros con don Carlos Arniches. Se limitan a recoger que la película está “inspirada en una farsa de...”, sin especificar el título de la misma. En opinión de este burgomaestre, sería más justo admitir que “Calle Mayor” es una adaptación libre de “La señorita de Trévelez” porque lo añadido por Bardem no deja de ser una suerte de “comentario” a la trama urdida por el maestro del sainete. Dicho de otro modo, “La señorita de Trévelez” no sirvió de inspiración para que Bardem creara “Calle Mayor”, sino que “Calle Mayor” nunca habría existido de no haber escrito antes Arniches su conmovedora tragicomedia. “La señorita de Trévelez”, como obra, no necesita a “Calle Mayor”, esta película, en cambio, necesita la preexistencia de la comedia que, estrenada en 1916, prueba, con su vigencia imperecedera, ser un verdadero clásico, que ya fue llevado al cine por Edgar Neville en 1936 (con María Gámez en el papel protagonista, la misma que hizo de una envejecida Salomé en “El nacimiento de Salomé”, película que protagonizó Luis Peña en 1938, y que, como veremos, volverá a contar con un papel relevante en “Calle Mayor”, como madre de Isabel, la protagonista).
“Calle Mayor”, que se estrenó en Barcelona, en el cine Windsor, el 5 de diciembre de 1956 (permaneciendo en cartel 22 días) y en Madrid, en el cine Gran Vía, el 7 de enero de 1957 (manteniéndose en proyección 28 días), arranca con una seria advertencia en el sentido de que no debe de ningún modo identificarse lo narrado en la película con un país concreto, evitando así que pueda parecer una crítica a España, precaución que, pese a su evidencia, debía eludirse a toda costa, para permitir que el film llegara a ver la luz.
Se nos muestra en “Calle Mayor” la cotidiana existencia de un grupo de personajes en una pequeña capital de provincias. Federico Rivas (el galo Yves Massard, que habla con la voz de Fernando Rey) está de visita de fin de semana en la ciudad. Ha ido a ver a un pensador llamado don Tomás (René Blancard, que actúa con la voz prestada por Teófilo Martínez) para pedirle que escriba para su revista “Ideas”. Federico es amigo de Juan (José Suarez), al que conoce de la infancia en Madrid y que se encuentra afincado en esa población empleado en un banco. Mientras don Tomás y Federico conversan en la biblioteca del Círculo Recreativo local, Juan y sus amigos se impacientan en el piso superior, donde suelen reunirse en torno a una mesa y unos tacos de billar. El filósofo ha sido reciente víctima de un macabro bromazo (con ataúd incluído) que le han gastado los amigotes de Juan. Al hilo del relato de esta circunstancia, ofrece a Federico una descripción de las constantes características de la vida en la ciudad donde habita. Se refiere al aburrimiento provinciano que domina el pulso ciudadano en los siguientes términos: “Hay tres cosas que son el diapasón de esta ciudad: las campanas de la catedral, los seminaristas por la alameda en el crepúsculo yendo de tres en tres, y el paseo por la calle Mayor” . Finalmente, los amigotes se llevan a Federico. Camino del bar “Miami”, donde suelen pasar muchas horas libando brebajes alcohólicos, vamos conociendo a los amigos de Juan, mientras se dan a conocer a Federico. Por un lado, está José María, “Pepe, El Calvo”, que es abogado (Francisco Goda, que actúa con la voz de Antolín García, quien también se encarga de la voz del narrador) que le cuenta a Federico que la tienda del padre de Luis (Luis Peña), “La elegancia inglesa” es la mejor tienda de confección, pero que les van mal los negocios. Luego le explica que el banco en el que trabaja Juan se está adueñando de todo el pueblo. También está Luciano (Manuel Alexandre), que dirige una periódico de ámbito local “muy aburrido” y con resonancias agrícolas. Al restante miembro del grupo se refieren habitualmente como “El médico” (José Calvo) y sólo sabemos de él que está casado (lo mismo que “Pepe, el Calvo”) y que tiene varios hijos. Todavía por la calle, se encuentran con doña Victoria, la señora de Pérez Ramos (el jefe de Juan), que viene de la novena y va acompañada de su amiga Isabel Castro (Betsy Blair), hija del difunto don Blas, un coronel de caballería. Doña Victoria da charla e impacienta a Juan y a sus amigos. Al fin, entran en el “Miami” y Luis toma la palabra para decir que a Federico, que se va al día siguiente de vuelta a Madrid, hay que hacerle una buena despedida. El programa de actos consiste en: “Primero, nos tomamos aquí unas copas, luego, a cenar al mesón, y luego al “Café Nuevo” y después... “¡Después, al barrio Viejo!”, concluye, con picardía “Pepe el Calvo”. En un aparte, Juan pone al corriente a Federico, que le ha preguntado, de cómo son las relaciones sentimentales en la ciudad. Le explica que allí no es posible “salir” con chicas, que o se tiene novia para casarse o se tiene “un plan”. Pero que esto último es muy difícil porque como todo se sabe, las chicas se andan con mucho cuidado, porque luego sólo iban a poder “pescar” a algún forastero. Esa noche, en el Barrio Viejo, van al “Café Moderno”de la Pepita (Lila Kedrova). Allí, mientras “Pepe el Calvo” y el médico juegan a las cartas, Luciano (Manuel Alexandre) y Luis, que ha bailado como una peonza con la dueña del local, se comportan como unos bestias. Se estropea la pianola y Luciano la emprende a patadas con ella. Cuando doña Pepita se inclina para arreglar el aparato, Luis le sacude un palmetazo en el trasero. Luciano está especialmente patoso, hasta que insiste en que quiere irse a casa. En el Café Bar Moderno, de Pepita (que es, en realidad, un prostíbulo) hay una de las pupilas, Tonia (Dora Doll, doblada por María Ángeles Herranz), que está enamorada de Juan. “Pepe el Calvo” se queda jugando a las cartas con otros parroquianos, los demás se van, no sin antes quedar para la mañana siguiente, después de misa. Federico no se divierte y espera al grupo fuera, en la puerta. Caminando por las calles silenciosas, a la una y media de la madrugada, Luciano da aullidos, Luis canta con estilo aflamencado... Cuando pasan por un tiovivo, se suben, se bajan enseguida y juegan al fútbol con una lata... Juan y Federico, que se van por otro camino y se despiden de los otros. Juan parece percibir el mudo reproche de su amigo, el intelectual, y parece incomodarse por sus compañeros de francachela. El domingo, tomando el vermut con Federico, Juan ve pasar a la gente de la ciudad a través de la cristalera del bar “Miami”. Le va contando a su amigo quien es cada cual. Cuando pasa Isabel le comenta a Federico: “Tiene razón Luis, está muy vista. Esa se queda soltera”, dictamina. Cuando pasa Luis, acompañado de una chica, Juan le explica a Federico: “Es una prima suya. Le quieren pescar. Es buen partido”. A primera hora de la tarde de ese domingo, Federico toma el tren y se va. Juan ha ido a despedirle y, cuando el tren se aleja, se topa con Isabel. La saluda y charlan mientras caminan juntos. Isabel le explica que ella va a la estación a menudo, sin ningún motivo concreto. Luego hablan de cine, de las películas que más le gustan a Isabel, que son de trama sentimental y americanas. Juan se muestra cortés y agradable e Isabel le menciona a sus amigas, las Solís (a las que Juan califica impulsivamente como “loros”), y luego comenta que le quedan muy pocas amigas que no se hayan casado y que ella, muy probablemente, se quedará soltera, lo que lamenta, principalmente, porque le gustan mucho los niños. Llegan a la ciudad y siguen charlando, paseando por la Calle Mayor. Allí, Isabel le pregunta a Juan por su vida, si le gusta vivir en una pensión (en la “Gran Pensión Castilla”, le aclara Juan). Resulta que Isabel conoce a la dueña, doña Obdulia (Josefina Serratosa), por ser viuda de militar, como su madre. Juan le ofrece ir a tomar algo, pero Isabel rechaza la invitación por considerarla una mera galantería y alega que es muy tarde. Desde el piso superior del Círculo Recreativo, donde juegan al billar, los observan los amigos de Juan, que se ríen a costa de Isabel. Los comentarios sobre ella llevan a “Pepe el Calvo” a idear una broma, consistente en que Juan aliente esperanzas de matrimonio a Isabel. Luego se la comunican a Juan, el cual se resiste un poco al principio, pero ante las explicaciones de que es el candidato ideal, por estar soltero y por ser de fuera del pueblo, y ante las acusaciones de ser un “rajao”, da su conformidad. Todos ríen anticipadamente a cuenta del éxito del bromazo y Luis se despide de Juan con un “¡Besitos a Isabel!”
El lunes por la mañana, Isabel está en su casa, con Chacha (Matilde Muñoz Sampedro), que trata de animarla para buscar marido, en lugar de acompañar a su madre a la iglesia y ocuparse de beaterías. Le dice también que su madre y ella la vieron pasear acompañada de un hombre. Isabel le asegura que no hay nada entre ellos. Luego, su madre (María Gámez) también le habla del misterioso hombre con quien la vio por la Calle Mayor, e Isabel le dice que sólo sabe que se llama Juan, que es forastero y que trabaja en un banco. La madre se siente algo decepcionada, pues tiene la fantasiosa idea de casar a su hija con un marqués. Madre e hija se meten en la catedral a rezar y Juan entra tras ellas. Sin mediar palabras, sólo con su actitud, Juan da a entender a Isabel que está allí interesado por ella e Isabel, en cuanto toma conciencia de ello, se ilumina toda irradiando felicidad. A la salida de la iglesia, ante las preguntas de Isabel, que le hace notar a Juan que ha faltado al trabajo para hablar con ella, él le contesta que es muy importante para él que salgan juntos. Quedan en ir al cine esa tarde, a ver una película americana de estreno.
Pasan los días y Juan empieza a huir a sus amigos, abrumado por la magnitud de la complicación en que se está convirtiendo su fingido romance. Mientras, Isabel cada vez está más ilusionada y enamorada. En la soledad de su habitación, repite el nombre de Juan. Mientras, cuando consiguen echarle la vista encima, y ante las dudas de Juan, que se ahoga en escrúpulos, sus amigos le “pican” sin misericordia, consiguiendo su objetivo. Juan se lanza a fondo, a declararse a Isabel. Lo cual hace durante una procesión. Como el ruido de los tambores y trompetas ahoga sus palabras, Juan tiene que alzar la voz, con tan mala fortuna que, cuando la música se interrumpe, todas las beatas que concurren a la procesión le oyen cómo le grita a Isabel: “Te quiero y quiero casarme contigo”. Le pide el sí a Isabel y ésta accede encantadísima. Una anciana (Julia Delgado Caro), tras preguntarle si es de la congregación, echa a Juan de la procesión, el cual se aleja pero no sin arrancarle a Isabel la promesa de que acudirá a una cita en la Calle Mayor, en cuanto termine con la procesión. Esa noche, en el Café de Pepita, Juan le pregunta a Tonia qué piensa de lo que está haciendo. Tonia le dice que le ha decepcionado, le hace notar que Isabel lo va a pasar mal. Juan le dice que no, que no le va a pasar nada. Tonia le llama sinvergüenza, le hace un gesto de rechazo, pero pasan la noche juntos. Al día siguiente, la madre de Isabel y la Chacha empiezan una novena, agradecidas de que la chica haya encontrado novio. Isabel y Juan salen de paseo. Las amigas de Isabel vuelven a saludarla, las conocidas también. Todas la felicitan, aunque, como le hace notar Juan, siempre hacen el comentario justo para herirla. El noviazgo va aumentado en intensidad. Isabel está muy enamorada y le pide a Juan que le diga que le quiere mientras le llena de besos. Juan se muestra visiblemente incómodo, pero la chica no lo nota. Mientras, “Pepe el Calvo” está pensando ya en el remate de la broma. Comentándolo con sus amigotes, decide que en el próximo baile anual del Círculo Recreativo (del que Luis es vocal de festejos) se anunciará oficialmente la boda y entonces, se encargarán de “tirar de la manta”.
Juan, por la noche, se refugia en Tonia. Le comunica sus inquietudes. Tonia le dice que le diga la verdad a Isabel. Al día siguiente, hasta van a ver un piso en construcción. Juan cada vez sufre más. Pide ayuda a su amigo Federico, el escritor, que se presenta en la ciudad, acudiendo a su llamada de auxilio. Esa noche, los amigos de Juan le explican la solución que han encontrado. En el momento del anuncio de la boda en el baile anual del Círculo, intervendrá Pepe “El Calvo” y denunciará que Juan mantiene un noviazgo previo de tres años de duración con una chica de Logroño, prima suya. Federico, que está presente, les insulta.
A la mañana siguiente, Federico habla con don Tomás y llega a la conclusión de que en el caso que ocupa a su amigo Juan está el signo del verdadero pulso de su país. Y también que hay que perder el miedo a la verdad. Que todos los males de Juan, defecto extrapolable al conjunto de la sociedad, es el miedo a la verdad. El deseo de vivir tranquilo, que impele a eludir la realidad y a abrazar la mentira. Juan trata de decirle la verdad a Isabel, pero en lugar de eso, le asegura, mirándola a los ojos, que le quiere. Esa noche, en una tasca, hablando con Federico, Juan demuestra que está desesperado. Piensa en huir de la ciudad o hasta incluso en el suicidio.
Por último, es Federico quien le dice la verdad a Isabel. Le propone que se vaya con él a Madrid. Isabel llega hasta la taquilla para sacar un billete, pero ante la pregunta del empleado (Manuel Guitián) de “a dónde” quiere ir, Isabel no consigue responder. Federico trata de hacerla reaccionar “¡Tiene que vivir, Isabel!”, pero Isabel no toma el tren. Se queda, caminando por la Calle Mayor , pasando ante los ojos de sus crueles y cobardes agresores que están refugiados en su cubil, en torno al verde tapiz del billar, hasta su casa, donde permanecerá, mirando inexpresiva al exterior tras los cristales de su ventana, sobre los que golpean las gotas de una fina llovizna.
Son muchos los méritos de “Calle Mayor”, y quizá el mayor de ellos sea el de permitir a Betsy Blair (Elizabeth Winifred Boger, New Jersey, 11/12/1923, Londres, 13/03/2009) exhibir su rara y fascinante sensibilidad, que ya había cautivado a Bardem (y a medio mundo) en un papel muy similar en “Marty” (1955), la reciente y oscarizada película de Delbert Mann que protagonizó Ernest Borgnine en el papel titular. Betsy Blair, próxima entonces a divorciarse de su esposo, el bailarín, cantante, actor y director Gene Kelly, y a verse inscrita en la temida “Lista Negra” maccarthyana constituye en “Calle Mayor” un suculento festín para el espectador ávido de emociones puras y sin adulterar. La patética epopeya de Isabel Castro en el asfixiante ambiente de su provinciano confinamiento subyuga al espectador, en gran medida, gracias a su talento interpretativo, muy bien expuesto, por supuesto, por un Bardem más inspirado de lo habitual, y por la voz insuperable de la actriz que la dobló, Elsa Fábregas (Elsa Fábregas Munill, Buenos Aires, Argentina, 1921, Barcelona, diciembre 2008). En la misma línea de excelencia, tanto Luis Peña, como Manuel Alexandre, José Calvo y Alfonso Goda, dan vida de manera más que convincente al grupo de señoritos crueles, estúpidos y canallescos que forman los amigos de Juan (extraordinario, por cierto, José Suarez, inmejorable en su condición de “protagonista puro” en la mejor tradición del cine americano). Luis Peña, en particular, que no por nada está destacado su nombre en el reparto, junto al de los actores que dan vida a los papeles principales, despliega una amplia gama de recursos. Es el que ríe más repulsivamente, enseñando una dentadura presta a desgarrar, con el arma de la burla, tierna carne inocente. También le vemos bailar enérgica y convulsivamente, cantar por aires aflamencados, y encresparse, teniendo que ser sujetado, cuando es insultado por Federico.
De “Madrugada” a “La frontera del miedo”, pasando por "Amanecer en Puerta Oscura"
“Madrugada”, film dirigido por Antonio Román que adaptaba al cine la obra homónima de Antonio Buero Vallejo, ya compareció en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Manuel Díaz González. Destacamos en su día que nuestro protagonista de entonces repetía para la cámara cinematográfica el mismo papel que ya había representado en escena, el de Dámaso, como también hizo su compañero Antonio Prieto, que sobre el escenario había sido su hermano Lorenzo. Luis Peña, en cambio, como la mayor parte del reparto, incorporaba su personaje por primera vez, directamente para el cine, sustituyendo a Gabriel Llopart, que era quien, en el teatro Alcázar de Madrid, había estrenado la obra un 9 de diciembre de 1953 asumiendo la personalidad de Leandro, el hijo de Lorenzo. La trama de “Madrugada”, que reprodujimos aquí en su día, nos limitaremos ahora a recordar que es la correspondiente, como denuncia el título, al transcurso de una noche en el domicilio del pintor Mauricio Torres, que acaba de fallecer. Amalia (Zully Moreno), su reciente esposa y amante de los últimos años, que ha estado a su lado hasta el último momento, guarda en sí la insoportable angustia de haber visto en la mirada de Mauricio un oscuro reproche. Convencida de que alguien ha envenenado a su amado con una sucia mentira sobre ella, convocará urgentemente a toda la familia del artista escondiendo el hecho de que ha expirado y de que ella es su viuda legítima. Una vez en su presencia, les explicará que Mauricio está agonizando y que sólo se reanimará para testar a su favor si se le administra una inyección, y que lo hará si no confiesa allí mismo quien la haya calumniado. La familia, en todo semejante a una colección de buitres de distintos pelajes, llegará, por medio de Lorenzo, el hermano de Mauricio, a proponerse, con la complicidad de Dámaso (el otro hermano), provocar la muerte del pintor. Finalmente, Amalia y su amor por Mauricio resultarán plenamente triunfantes. El papel de Luis Peña, como Leandro, el hijo del hermano mayor de Mauricio, un escritorzuelo que se gana la vida en trabajos de poca altura, tiene la complejidad psicológica que al actor le resulta cómoda de representar. Su Leandro está sinceramente enamorado de Amalia, pero su alma está dominada por la envidia que siente hacia Mauricio. Esta constante humillación que percibe y que le atraviesa el corazón como un dardo candente le imposibilitan para amar con nobleza y le hacen desesperadamente desdichado. Luis Peña, especialmente dotado para lidiar con esta clase de debilidades del espíritu, se mueve como pez en el agua en este terreno dramático. En papeles también destacados, actúan en “Madrugada” actores que, como veremos más adelante, en otro epígrafe de esta entrada, comparten escenario con Luis Peña en los Teatros Nacionales de aquellos años, tales como Carmen Díaz de Mendoza, en el papel de Paula, una enamorada sin esperanzas de Mauricio, el mismo Antonio Prieto o Javier Loyola (que entonces se acreditaba como “De Loyola”) que hace un periodista. Repitiendo, como Antonio Prieto y Manuel Díaz González, el papel que ya había interpretado en el escenario, encontramos a María Isabel Pallarés (que ganó por su interpretación de la codiciosa y amargada Leonor, la mujer de Lorenzo, el premio del Sindicato Nacional del Espectáculo a la mejor actriz secundaria), mientras que María Francés (como la abnegada sirvienta Sabina) sustituyó a Margarita Robles. En roles de menor extensión podemos mencionar a José Luis López Vázquez (en el papel episódico de un periodista, que comparte escena con Javier Loyola), a la joven Mara Cruz (como Mónica, la hija de Dámaso y Leonor), a Santiago Rivero (en el papel de un funcionarial directivo del Círculo) y a Dolores Villaespesa, que hace el auxiliar papel de la enfermera, que sobre las tablas había interpretado Pilar Muñoz.
Si de “Embajadores en el infierno” y de “Madrugada” habíamos hablado algo en “Lady Filstrup”, aún en mayor medida lo hemos hecho sobre “Amanecer en puerta oscura”. El sensacional “drama de bandolerismo” nacido de la creatividad combinada de José María Forqué y Alfonso Sastre ha sido motivo de comentario aquí con ocasión de las entradas dedicadas a Valeriano Andrés, primero, y a José Sepúlveda y a Fernando Cebrián, después. A lo dicho entonces (especialmente en la entrada citada en segundo lugar) poco cabe añadir ahora, salvo destacar la participación de Luis Peña y la importancia de su papel en el conjunto del film, premiado, como ya destacamos en su día, con el Oso de Plata a la Mejor Película del Festival de Berlín en su edición de 1957. Se cuenta en “Amanecer en Puerta Oscura” el caso de Andrés Ruiz (Luis Peña), un trabajador en unas minas a cielo abierto de explotación extranjera en suelo andaluz, que sale en defensa de un compañero (Fernando Cebrián) mal tratado por un capataz, con el resultado de que el brutal vigilante fallece en el enfrentamiento. No estando dispuesto a aceptar el castigo que se avecina, Andrés se rebela y exige la presencia del ingeniero de la mina, Pedro Guzmán (Alberto Farnese), amigo suyo, para que sea garante de su seguridad. La intervención de Carter, el patrón de la mina (Santiago Rivero) provoca que las cosas se compliquen todavía más y los dos amigos, con otro cadáver a sus espaldas, se ven obligados a emprender la huida y a internarse en la Sierra. Allí ingresan en los dominios del bandolero Juan Cuenca (Paco Rabal). Juntos afrontarán el acoso de la justicia y de los viejos enemigos del bandido mientras tratan de seguir con sus vidas. Tras la boda, casi clandestina, que oficia el sacerdote a quien da vida magníficamente José Marco Davó, de Pedro con su novia, María (Luisella Boni) y otras peripecias, los tres fugitivos son apresados, tras fracasar por culpa de una traición en un intento de abandonar el país vía marítima. En un emocionante final, Andrés, Pedro y Juan, se someten a la voluntad de la imagen de Jesús el Rico, una costumbre tradicional instaurada por Carlos III que se celebra el Jueves Santo, según la cual, la imagen, que tiene un brazo articulado, da la libertad a un reo al que elige señalándole. Frente a los inocentes Andrés o Pedro, el Cristo concede la libertad al redimido bandido.
Para Luis Peña fue esta una película con una significación especial, pues le valió alzarse con el Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo al Mejor Actor de Reparto de 1957 por su interpretación del rebelde Andrés Ruiz, un obrero que se ve empujado a luchar por defender sus derechos y los de sus compañeros, y que se verá obligado a pagar un alto precio por ello, perdiendo la felicidad que tenía con su mujer, Rosario (la siempre encantadora Isabel de Pomés) y su pequeño hijo, Andresito. El mismo galardón, pero en la categoría de Actor Principal, fue a manos de Paco Rabal, que también recogió el correspondiente de los Premios concedidos por el Círculo de Escritores Cinematográficos.
Es “Quiéreme con música” una muestra de la muy peculiar manera de entender la diversión que tenía el estajanovista Ignacio F. Iquino, una especie de comedia musical con canciones y bailes integrados en la acción, de forma harto exótica para los usos habituales en el cine patrio, más propenso a justificar cada gorgorito que sale de las gargantas de sus estrellas de la canción con alguna excusa argumental. En “Quiéreme con Música”, dejando al margen el hecho de que la protagonista sea una vedette de revista, los personajes cantan y bailan sin pedir permiso ni poner excusas, y todo el film tiene un sano aire de divertimento desinhibido. Probablemente, en su naturaleza de mixtura, inherente al hecho de tratarse de una coproducción con la República Federal de Alemania, radique la explicación de la impresión de rareza que produce el film. A la tenacidad en la persecución de la comercialidad que Iquino buscó mediante dos o tres fórmulas, aplicando en el caso presente la de sumar un juguete cómico “de enredo” (parcela en la que encajaba el Luis Peña del repertorio Muñoz Sampedro-Soto-Peña) con números musicales preferentemente bailables, se sumó el elemento “extraño” germano.
Estrenada el 8 de mayo de 1957 (muy adecuadamente) en el Palacio de la Música, “¡Quiéreme con música!” contó con un guión original de Francisco Prada, Manuel Bengoa, Ignacio F. Iquino y el germano Fritz Böttger. En él se daba cuenta del descomunal plantón que Amadeo Ochoa (Luis Peña) propinaba a una guapa vedette, Berta (Rosa Carmina), el día fijado para su boda, pues estaba, a la hora prevista, casándose con Dolorcitas (Hanita Hallan), una mujer completamente diferente, que le ha conquistado porque, en un arrebato amoroso, le dijo que sería feliz “zurciéndole los calcetines”. El personaje de Luis Peña es descrito, antes de aparecer en pantalla, por una amiga de Berta como alguien que “Lo reúne todo: es guapo, buen tipo y tiene mucho dinero”. Pero el caudal del que dispone Amadeo depende de su buena armonía con su millonaria tía Edith, por lo que cuando recibe una llamada suya, en el transcurso de su boda con Dolorcitas, anunciándole su proxima llegada, paraliza la luna de miel. Dolorcitas, que es tan hacendosa que hasta ha entrado en la cocina del hotel donde se celebra el banquete nupcial para rectificar el punto de sal del consomé, acepta resignada la demora en la consumación matrimonial, pues Amadeo teme que una boda sin consentimiento previo de su tía podría costarle ser desheredado. Mientras, Berta masca su venganza. Famosa como es, debe afrontar el acoso de los periodistas, que hurgan en su herida. Que una mujer reconocida por su belleza haya sido tan brutalmente despreciada, provoca preguntas tan directas como “¿Va a seguir de vedette o se va a retirar a un convento?” Los despiadados periodistas ensartan a Berta, todavía vestida con su traje nupcial, sentada al pie de la escalinata que conduce a la entrada de la iglesia donde debía contraer matrimonio, con preguntas. Uno de ellos, el más descarado, sugiere que les invite a zamparse el banquete, ya que supone que debe estar pagado. Un tercer reportero pregunta morboso: “¿Qué vas a hacer para vengarte? ¿Qué piensas hacer con el novio, si le encuentras?”¿Qué piensas hacer si te encuentras con el novio?” La frágil situación en que Amadeo se ha metido, le brinda a Berta la oportunidad de tomar venganza. Adelantándose a la tía Edith, a la que Amadeo espera recibir solo, para irle preparando, Berta se presentará inopinadamente, suplantando a Dolorcitas y ocupando a los ojos de la ricachona pariente el lugar de la esposa de Amadeo. En el frenético enredo en el que Amadeo se ve envuelto, un elemento distorsionador excepcional lo constituye la madre de Berta (Guadalupe Muñoz Sampedro, que refuerza con su presencia la impresión de que esta película debía tener mucho que ver con el género de comedias que representaba en escena con su yerno, Luis Peña) y, en cambio, tan sólo cuenta con el apoyo de su amigo gorrón, José Luis, al que da vida el “vienés” Gustavo Re.
José Luis Dibildos, guionista antes que reconocido e influyente productor, y Pedro Lazaga empezaron a colaborar juntos muy pronto, muy jóvenes, ya desde uno de los primeros largometrajes que, como director único, firmaría Lazaga. Aliados, por lo común, con argumentistas de comedia tales como Alfonso Paso, Noel Clarasó o Jesús Franco, Dibildos y Lazaga formaron un tándem creativo tan prolífico como definitorio de un estilo de cine que ha quedado para la posteridad como característico de una época, la mitad final de la década de los cincuenta. Algo oscurecido por el peso popular de las comedias que firmaron, otro género de películas, digamos, más serias, es también digno de reconocimiento y estudio, cual es el caso de “Hombre acosado” (1950), “La fiel infantería” (1961) o, la que nos interesa hoy, por contar con protagonismo de Luis Peña, “La frontera del miedo”.
Estrenada el 16 de junio de 1958 en la sala madrileña Palacio de la Música, “La frontera del miedo” ya fue mencionada aquí con motivo de la entrada dedicada al malogrado Fernando Cebrián . Se trata de un film precursor, en gran medida, de la moda del subgénero de “cine de catástrofes”. Según un guión original de José Luis Dibildos basado en un hecho real (un aterrizaje forzoso de un avión en la serranía soriana, que sumió a sus pasajeros en una situación límite de supervivencia en condiciones extremas), el film, fotografiado por Salvador Torres Garriga y filmado en los barceloneses estudios Orphea, arranca con un atraco perpetrado por Ramón Velasco (Luis Peña) a una bombonería, el cual sirve de prólogo. La parte principal de la acción da inicio a las once de la noche de una Nochebuena, momento en que una serie de pasajeros suben a un avión para emprender un vuelo Atenas-Barcelona-Madrid. En el aparato se dan cita, además de la tripulación (entre la que destaca la presencia de una azafata a quien da vida Elvira Quintillá), el atracador antes citado, el cual se ha hecho acompañar por una antigua novia suya, Mercedes Peña (Analía Gadé); el actual prometido de la guapísima Mercedes, Pablo Beltrán (Rubén Rojo, protagonista de otro guión anterior de Dibildos, el de “Sierra maldita”) quien, creyéndose engañado por su novia, la ha seguido y planea su venganza; una estrella de cine, Celia Dubois (Marisa de Leza), su mánager (Rafael Alonso), el prestigioso cirujano Esteban Cruz (José María Rodero, que ya había trabajado con (y convencido a) Pedro Lazaga en “La patrulla”); el sacerdote padre Ignacio (Arturo Fernández, que sería poco después protagonista de otro film de Lazaga, “La fiel infantería” ), y el griego Papagos (Antonio Ozores), entre otros. Sobrevolando las tierras de Soria, el avión sufre una avería y debe aterrizar de manera forzosa. A las heridas consecuencia de la maniobra, entre las que destacan por su gravedad las sufridas por el representante artístico que debe sufrir la amputación de un brazo, los viajeros deben añadir la penalidad de un frío intensísimo, la incertidumbre de una subsistencia precaria y las tensiones acumuladas que estallan en enfrentamientos entre Ramón y Pablo. Informados de la triangular relación pasada establecida entre Mercedes y los dos rivales por medio de oportunos “flash-backs”, los espectadores asisten atentos a una distraída película dramática, en la línea de la coetánea “Todos somos necesarios” (José Antonio Nieves Conde, 1956), en la que se deslizan, de paso, consideraciones críticas sobre la mentira del oropel del mundo del cine (emparentadas, quizá, con la visión ofrecida por “La gran mentira”, film de Rafael Gil de 1956). Así, como sucedía en el film de Nieves Conde, es decisiva la intervención de un cirujano en condiciones extremas. Si allí el médico interpretado por Alberto Closas debía vencer sus escrúpulos morales, debidos a su decepción vital, aquí, Esteban Cruz debe sobreponerse al dolor de sus propias heridas para poder operar con éxito a Mercedes y extraerle la bala disparada en la refriega entre Pablo y Ramón. El padre Ignacio oficiará el sacramento del matrimonio “in articulo mortis” que unirá a Mercedes y Pablo mientras Ramón se perderá en la negra y helada noche soriana.
Dos películas con Gino Cervi
Gino Cervi había sido una gran estrella del cine italiano en la década de los años 30. Hijo del crítico teatral Antonio Cervi, que falleció en 1923, Gino Cervi debutó en la escena en 1924 y se mantuvo en primera línea tanto en teatro como en el cine hasta después del final de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, su prestigio intacto reverdeció en popularidad al incorporarse al medio televisivo, donde incorporó el personaje del comisario Maigret. Entre 1957 y 1958, Luis Peña trabajó en dos películas, sendas coproducciones con Italia (país con el que mantenía cierta relación desde 1938, cuando filmó “El nacimiento de Salomé”), con Gino Cervi como protagonista. La primera en estrenarse, concretamente, el 2 de enero de 1958, producida por el hijo del actor italiano, Antonio, y dirigida por el experimentado cineasta Riccardo Freda, fue “Un hombre en la red”; la segunda, que se estrenaría el 16 de junio del mismo año, también en el cine Avenida, como la anterior, la dirigió otro transalpino, Lionello de Felice, y se tituló “El pasado te acusa”.
Da comienzo “Un hombre en la red” con un arranque típico de las películas del género negro. De esos que sirven para que el espectador sepa que “la cosa va en serio”. Alguien hace una maleta, se despide de su mujer, y luego es brutalmente asesinado en plena calle. El método empleado, bastante original, por lo escasamente sofisticado, consiste en que un operario que aparentemente trabaja en una obra pública, le propina a la víctima un golpe por la espalda en el occipucio. A continuación, aparece el inspector Medina (Félix Dafauce) dando los detalles a su superior, el jefe de la policía de Tánger (Mario Moreno). El asesinado era Rushkin, un ucraniano al que se le relacionaba con el tráfico de drogas. Y mientras que el jefe de la policía conecta el crimen con otros recientemente perpetrados, formando parte de las acciones de una organización criminal, el inspector Medina sostiene otra opinión, considerando los distintos delitos como hechos aislados. En todo caso, el jefe de policía ordena que se inicie una investigación a fondo.
El film pasa después a una secuencia de tono de comedia rosa cuya acción transcurre en la playa, en la que el apuesto John Millwood (Edmund Purdom, el célebre coprotagonista de “Sinuhé, el egipcio”, a quien dobla Roberto Martín) conoce a la joven Mary Borelasky (la francesa Généviève Page) y a su padre, el acaudalado profesor Borelasky (Gino Cervi, doblado por Claudio Rodríguez). Enseguida inicia el flirteo, con resultados no del todo desalentadores. Con la excusa de devolverle unas gafas que ha olvidado su padre en la playa, John se presenta en la mansión de los Borelasky, que llevan unos meses en Tánger, presentándose al lacayo que le franquea la entrada con el nombre de un conocido de la familia que ha oído mencionar a Mary. Introduciéndose en la reunión que se está celebrando en el salón de los Borelasky, John conoce allí al inspector Medina, que comenta estar seguro de haberle visto la noche antes en el curso de la investigación que está realizando para resolver el crimen de Rushkin. Millwood lo niega, asegurando que la noche anterior, como todas, estaba en el night club “Sherezade”, y se dedica a hacerle la corte a Mary. Antes de despedirse, John le pide a Mary que vaya a verle al “Sherezade”. La noche siguiente, Mary, acompañada de su padre, está en el citado local nocturno. Son obsequiados por el dueño del local, el señor Bortier (Luis Peña, que actúa con la voz prestada por Juan Antonio Gálvez), detalle del que es informado por el barman Blake (Antonio Molino Rojo), acodado en la barra. John se acerca a la mesa de los Borelasky y charla un poco con ellos. Luego vuelve a su puesto en la barra, donde es requerido por Bortier para que pague lo que adeuda, un total de doscientos dólares. John es un vividor que está sin blanca, como tiene que admitir ante su acreedor (al que paga con el último cheque de su talonario) y ante su amiga Lola (Amparo Rivelles, que figura en el reparto en régimen de “colaboración especial”, como el propio Luis Peña, y está doblada por María Romero), una chica de alterne medio empleada y medio amante de Bortier que se siente atraída por Millwood. Las amistosas relaciones que se establecen entre todos los personajes del film van cambiando de aspecto conforme avanza la acción. John desarrolla sus pesquisas durante la noche a la par que se adentra en su relación con Mary y se interesa por las actividades de su padre, centradas en pagar grandes sumas de dinero a los pescadores de la zona a cambio de que le provean de peces raros, que son su obsesión. A Lola le dice que quiere entrar en el “gang” de Bortier y le pide que le ayude a hacerlo. Viendo que las cosas se pueden complicar mucho, y como Borelasky ya le ha dicho que no está dispuesto a pemitirle que siga adelante con su hija, John le dice a Mary que la ha estado asediando únicamente por el dinero de su padre, que él está acostumbrado a vivir de las mujeres. Una historia semejante le cuenta al inspector Medina cuando éste, tras practicar un registro en su habitación del Hotel Minzah, encuentra una agenda con el nombre tachado de Rushkin. En el curso de sus investigaciones, Millwood descubre que en el almacén de Bortier se descargan camiones que transportan botellas llenas de droga. Utiliza esa información para que el traficante no sólo le perdone su deuda sino que además lo admita en su organización criminal ocupando el puesto que dejó vacante el difunto Rushkin. Bortier le reprocha que le pagara con un cheque sin fondos, a lo que Milwood contesta risueño y, hecha su propuesta, abandona el despacho de Bortier. Una vez en su hotel, Millwood escucha una cinta magnetofónica que le ha pasado el barman Blake en el interior de un libro hueco. Son las instrucciones de sus superiores para que continúe su operación de reunir pruebas para desmontar la organización que trafica con droga desde Tánger. Resulta que Millwood es en realidad un agente del FBI que trabaja para la Interpol. Estupefacción general entre el público. Cuando John vuelve al “Sherezade”, Blake ya no está en la barra del local y Bortier le está esperando en su despacho. Le comunica que está admitido en el seno de su organización criminal y que le va a mostrar el funcionamiento al instante. Hace que le acompañe al almacén. Allí tienen retenido a Blake, al que torturan brutalmente porque le han descubierto en sus labores de grabación de las conversaciones privadas de su jefe. Un sicario que siempre va pegado a Bortier y que no dice palabra, pero que, a cambio, está lleno de tics (el murciano José Guardiola, que, como Félix Dafauce, se reúne con Luis Peña desde el rodaje de “Surcos”, film en el que debutó ante las cámaras), dominado por una vena sádica estridente, aplica un infiernillo eléctrico al rojo vivo sobre el pecho de Blake. Bortier le da a Millwood su primera misión: acabar con Blake. El mismo prisionero implora que Millwood lo despache, incapaz de sufrir más, pero muere sin necesidad de que el agente infiltrado lleve a cabo tan desagradable petición. Entonces Bortier ordena a su nuevo esbirro que se deshaga del cadáver. A continuación llama al inspector Medina para que detenga a Millwood bajo la acusación del asesinato de Blake. Se produce entonces una persecución autmovilística que se resuelve con el coche de Millwood despeñándose por un barranco sobre el proceloso mar. Se publica la noticia de su muerte para desesperación de Mary, pero Millwood está vivo y oculto en casa de Lola. Allí llega Bortier, quien, tras husmear por los rincones de su apartamente, le dice a su amante a tiempo parcial que ha vendido el “Sherezade” y que se va de Tánger de manera inminente, proponiéndole que se marche con él. Más tarde John surge del asiento trasero del coche de Mary, dándole un susto morrocotudo de manera imprudente, pues la chica va conduciendo. Detenidos en un recodo del camino, John le explica a su amada que su padre (que no es su padre en realidad, sino que la adoptó a los cinco años) no es quien dice ser, sino el peligroso gángster norteamericano Nick Dovelli, que lleva varios años desaparecido y al que el FBI le sigue la pista. Cuando Mary vuelve a casa y ante la pretensión de su padre de abandonar Tánger con ella al día siguiente, la muchacha le espeta todo lo que sabe a propósito de su verdadera identidad. Dovelli, que es muy listo, adivina enseguida que Millwood está vivo y que ha sido él quien le ha informado de todo. Esa noche su banda va a embarcar un gran alijo de drogas, el definitivo (que piensan sacar de Tánger en un barco cargado de cajas de pescados rellenos de estupefacientes), por lo que se imponen medidas drásticas. Antes, cuando John ha llegado al domicilio de Lola, la ha encontrado cadáver, y de los rincones del apartamento han surgido los sicarios de Botier, que le capturan. Así las cosas, con John Millwood prisionero e inconscente y el alijo a punto para salir de Tánger, llega la orden de liquidar al policía, de lo que queda encargado el inspector Medina. Pero cuando el traidor polizonte llega al lugar de confinamiento del agente secreto del FBI, éste ya se ha deshecho del esbirro que lo vigilaba, que ha sido muy imprudente, y se ha dado a la fuga. Medina, que cuando se irrita demuestra tener muy poco tacto, se pone a patear en el suelo al torpe guardián quien, haciendo gala de una muy escasa paciencia, saca un revólver y disparándolo contra Medina, lo mata. Mientras, John Millwood ha llegado a la mansión de los Borelasky, que está semi-vacía. Sorprendido por Dovelli, es encañonado por él. Mary se interpone en la línea de tiro,abrazándose a su enamorado y Dovelli, tras un par de advertencias, dispara su arma. Simultáneamente, el jefe de la policía surge providencialmente por una trampilla y dispara a su vez sobre Dovelli, matándole. Mary no puede evitar arrojarse sobre su cuerpo inerte y gritar desconsolada: “¡Papá, papá!” Pero el disgusto dura poco. Al final de la película vemos cómo Mary y John toman juntos un avión de Iberia que se los lleva a una nueva vida, feliz.
Luis Peña, que en estos sus años de primera madurez parece estar especializándose cada vez más en los papeles de delincuente, asume a la perfección el rol del jefe intermedio de una banda de traficantes de droga. Se muestra seguro de sí, frío y despiadado, como cabe esperar de un maleante avezado. Casi despreciativo con el personaje femenino con el que se le empareja (que no permite a la pobre Amparo Rivelles dar síntomas de su indudable grandeza), guarda sus mejores y más venenosos modales para su oponente, el protagonista masculino. Su personaje, por rigores quizá del montaje definitivo, no cuenta con un final digno de la relevancia que había tenido en el conjunto del film, pues aunque se supone que será detenido, se nos priva de la visión de su prendimiento. En conjunto, “Un hombre en la red” es una película estimable y muy distraída. Dotada de una cuidada fotografía, que proporciona una atmósfera dramática idónea para la trama criminal, no desaprovecha del todo las posibilidades románticas de la pareja protagonista, concediéndoles alguna importancia más de la habitual en el género. Destaquemos, por último, que unas gotas de erotismo, a cargo de la carnal bailarina que actúa en el “Sherezade”, sirven para aderezar el buen sabor general de “Un hombre en la red”, título que cabe considerar integrante de la corriente precursora de la serie Bond.
A Luz Márquez, la debutante muchacha de “Embajadores en el infierno” (cuyo papel en su otro film de 1956 –“Manolo guardia urbano”- ya le valió un premio del Círculo de Escritores Cinematográficos y cuya carrera está apunto de eclosionar en 1958, año en el que participará, desempeñando papeles destacados, en la friolera de ocho largometrajes) volverá a encontrársela Luis Peña en “El pasado te acusa”, formando la pareja protagonista con Alberto Closas (actor recuperado para el cine español sólo un par de años antes, cuando, arribado procedente de Argentina, había interpretado el papel principal de “Muerte de un ciclista”).
Producida en 1957, “El pasado te acusa” se presentó al público el 16 de junio de 1958, el mismo día, en efecto, que se estrenó “La frontera del miedo”, con lo que Luis Peña duplicó su presencia en la cartelera de manera simultánea. Logrando mantenerse catorce días en su local de estreno, “El pasado te acusa” contó con Luis Marquina como director general de su producción. Así mismo, el director de “Alta costura” aparece acreditado como autor de la versión española del guión que firmaron Lionello de Felice (director asimismo del film), Ernesto Guida y Vittorio Nino Novarese.
Se inicia la acción de “El pasado te acusa” con la llegada vía marítima (el film se rodó en Lloret de Mar, Costa Brava, Girona) de los recién casados Jeannette (Luz Márquez) y Diego (Alberto Closas) a un castillo que ha alquilado el segundo para pasar junto a la primera lo que les queda de su luna de miel. La pareja procede de Montecarlo, donde ha disfrutado la primera parte del viaje de novios y esperan (es una ilusión que hace expresa Jeannette) encontrar más intimidad en su nuevo destino. Por su diálogo sabemos de inmediato que él es pobre y ella muy rica, y que ambos han convenido que vivirán exclusivamente de lo que él gane. A su llegada al castillo se encuentran con que no están solos. Un grupo de amigos del novio les están esperando con la sana intención de hacerles compañía y de no permitirles que se aburran. Se trata de una caterva de bohemios poco recomendables, ociosos y frívolos, amigos de gastar bromas pesadas y de vivir del cuento. Su recibimiento, con las luces apagadas y con uno de ellos, simulando ser un cadáver tendido en el suelo, ya marca la pauta de cual será su comportamiento. La “trouppe” la forman una antigua novia de Diego, Laura (una escultural Lina Rosales), el escritor Gaspar (Rafael Durán), la excéntrica y entrada en años Cristina (María García Alonso), su sobrina Paulita (Mara Cruz), su amante, un campeón de waterpolo, mucho más joven que ella, llamado Miguel (José Marco). Hechas las presentaciones, hace una fenomenal aparición Andrés (Luis Peña), un pintor alcoholizado que, desde lo alto del piso superior, les da un repaso a todos sus amigos, con especial rencor hacia Diego, por ser la suya la traición más grave, pero no descuidando acusar a Gaspar de haber plagiado su único libro de éxito y advertirle de que posee una copia manuscrita del original que prueba su delito. Tampoco olvida señalar el ridículo papel de Cristina, ni, por supuesto, los reproches hacia Laura a la que veladamente acusa de haberle sido infiel. Los presentes consiguen poner fin a la catártica “performance” del borracho pintor, encargándose Laura de enviarle con firmeza y suavidad a dormir la mona, y hasta le excusan ante la recién incorporada al grupo, achacando a que su trabajo pictórico no va a su satisfacción, lo que lo pone de mal humor. Poco después, Jeannette y Diego se retiran a su habitación, donde al poco la mujer intercepta una nota anónima que alguien ha dejado destinada a que Diego la lea. Se trata de una misteriosa cita nocturna que el destinatario se encarga de rechazar y de restarle importancia, sugiriendo que se trata de otra “bromita” de sus amigos. Jeannette acepta la explicación no del todo convencida y la pareja se acuesta a dormir. Esa noche, Jeannette se despierta y se encuentra sola en la habitación. Acude, naturalmente, al lugar fijado para la cita que le habían propuesto a su marido y allí encuentra el cuerpo inerte de Andrés, que parece muerto. Regresa a toda prisa a su habitación y poco después aparece Diego portando una bandeja provista de suculentas porciones de pollo frío, pues se había despertado hambriento en medio de la madrugada. Así las cosas, puede decirse que ambos se han levantado en busca de fiambres, pero a Jeannette el macabro hallazgo no le ha abierto el apetito, sino que la ha llenado de pavor. Diego atiende a las explicaciones de su joven esposa como si de atender a las fantasías de una niña asustadiza se tratara, y acompaña a regañadientes a Jeannette (entre mordisqueos a un muslo de pollo) al pabellón donde dice haber hallado un cuerpo sin vida. Naturalmente, cuando llegan al lugar de los hechos, no encuentran nada. El espectador, más afortunado, sí que ha podido ver a Gaspar deslizarse por las sombras llevando consigo un libro misterioso (supuestamente, el original incriminador de su plagio), y a la joven Paulita diciéndole a alguien que se oculte para no ser visto por los pasillos del castillo. A la mañana siguiente, en el transcurso de una excursión a la playa, el atlético Miguel, mientras practica submarinismo, encuentra el cuerpo sumergido de Andrés en el fondo del Mediterráneo. Esta vez no cabe dudar, todos pueden constatar que Andrés ha estirado la pata. Entra en escena entonces un comisario de policía (el italiano Gino Cervi, que actúa doblado por nuestro viejo amigo Francisco Sánchez ) quien se encarga de la investigación. Se trata de un polizonte del tipo flemático y cachazudo, de ademanes calmosos, que se da aire con un abanico (costumbre que, curiosamente, también exhibía el personaje de Cervi en “Un hombre en la red”, lo que nos hace pensar que quizá la compartían con el propio actor) y no se altera por nada mientras interroga a la servidumbre y cumple con los procedimientos habituales. Pide a todos los presentes que permanezcan en el castillo, pues intuye que el culpable está entre ellos. Hace preguntas y más preguntas y pronto permite al espectador ir sospechando alternativamente de todos los invitados. Hablando con el médico local (Alfonso Vidal), con Antonio, el encargado de la finca (Carlos Tejada) y con Teresa, la criada (María Isabel Pallarés), el comisario va haciéndose una composición de lugar sobre los motivos que impulsaron al asesino a asesinar al pintor, pero sigue sin poder establecer una hipótesis sobre la identidad del mismo. Diego, el recién casado con una joven e ingenua esposa rica, que tuvo una relación con la esposa del fallecido Andrés, la cual ésta no parece dispuesta del todo a dar por terminada, se presenta al espectador como el candidato principal, en clara referencia al marido sospechoso del clásico hitchcockiano “Sospecha”, que Cary Grant dejó para la eternidad en 1941. En el transcurso del proceso de investigación policial, tanto Jeannette como Laura sufren sendos atentados criminales (la segunda, en el mar abierto y la primera, más modestamente, en la bañera), lo que mantiene distraído al espectador, así como el episodio de celos y de confianza traicionada que Cristina escenifica ante su sobrina Paulita, a la que pilla “in fraganti” con su amante, el deportista Miguel. Cuando las sospechas más hirientes están golpeando sin piedad el tierno corazón de Jeannette, llega al fin la solución del caso. El astuto comisario monta un espectáculo en complicidad con Jeannette por el cual hace creer a todos que ésta ha muerto. Tal como están las cosas, eso provoca que Laura acuse a Diego de haber asesinado a su esposa y afirma que el motivo es que ella conocía la autoría del crimen de Andrés, que no era otra que la de él mismo. Cuando Laura ha desgranado su sarta de mentiras ante testigos (todos los habitantes de la casa y el propio comisario), Jeannette aparece dramáticamente, dejando al descubierto que Laura, que la ha utilizado creyéndola un infalible testigo convenientemente mudo, es la culpable del asesinato del pintor. Toma entonces la palabra el flemático comisario y explica que fue Laura quien, la noche de autos, al ver llegar a Andrés en lugar de Diego a la cita amorosa que había planeado, y al burlarse éste del despecho de ella, en venganza por el daño que de ella había recibido, tomó en sus manos una pesada muestra de una colección de fósiles expuesta en el pabellón donde se encontraban y la estampó en el hueso occipital del alcoholizado pintor, con la consecuencia de que a éste se le acaban de golpe las ganas de reírse y cae redondo al suelo. Fue entonces cuando llegó Jeannette y Laura hubo de ocultarse a sus ojos. Más tarde, con resolución tan imponente como sus generosas curvas, y sin perder un momento, Laura arrastra primero, y empuja con el piececito después, a su yerto cónyuge haciéndole caer al fondo del mar, matarile, desde lo alto de una pasarela abierta sobre el abismo salado. Resuelto el misterioso asesinato, recayendo sobre la culpable todo el peso de la ley, nada impedirá ya en lo sucesivo a Jeannette y Diego, disfrutar de su ansiada felicidad conyugal.
Es “El pasado te acusa” una película bastante tópica, pero distraída, con buenos momentos de lograda atmósfera de suspenso y misterio, razonables dosis de intriga policíaca y hasta algo de sensualidad (a cargo de la generosa Lina Rosales, para los caballeros, y del fornido José Marco para las damas). En cuanto a nuestro protagonista de hoy, digamos que pese a no extenderse a lo largo de muchos minutos, la actuación de Luis Peña deja huella en el espectador. Se luce en su histriónico papel, bordando, como tenía por costumbre, su representación del borracho amargado. Echa mano del patetismo cuando (al principio del film, tras su discurso desde la balconada) le pregunta dramáticamente a su infiel esposa: “¿Me reconoces? ¿Aún puedes reconocerme?”, aludiendo a su ruina física y moral. En la escena reconstruida del crimen figuran apagados por la música los diálogos que, a todas luces, se suprimieron finalmente del montaje original, quizá por evitar términos demasiado expresos que no pasarían la censura, o quizá porque fue una decisión de última hora hacer que la escena la contara el comisario (quien, naturalmente, no podía conocer las frases exactas de la disputa previa al porrazo fatal). Sea cual fuere el motivo, el efecto resultante es contraproducente y desluce bastante la resolución del caso.
Inmersión en el “Universo del Tío Jess”
Producida al parecer en 1959 y estrenada, según unas fuentes imprecisas, en algún lugar en 1963 y, con toda seguridad, en Sevilla, en el cine San Fernando los últimos días de agosto de 1965, “Llegaron los franceses” fue dirigida por el argentino León Klimovsky (León Klimovsky Dulfán, Buenos Aires, 1906- Madrid, 1996), según argumento y guión del muy prolífico y casi incontinente Jesús Franco. Se trata de un film prácticamente ignoto, al que a su difusa fecha de estreno se suma, para completar un retrato borroso, la indefinición de su fotografía, para unas fuentes, en blanco y negro y, para otras, en color. Lo que parece indiscutible es que se rodó en formato cinemascope y que el tema era la Guerra de la Independencia. El film da comienzo en la localidad navarra de Lecumberri, donde el viejo Damián recuerda el año 1808 y cómo entonces él y sus cuatro hijos, una familia de titiriteros fueron capaces de hacer frente al ejército invasor galo, destacando especialmente el valor de una de sus hijas (Elisa Montés) al hacer volar un polvorín de las tropas napoleónicas. Las diversas peripecias guerrilleras de los saltimbanquis, que les llevan incluso a dar la orden de ataque contra los temibles dominadores de Europa, constituyen el grueso del desconocido film, que según IMDB fue una coproducción con Francia e Italia (cosa que dudamos mucho), mientras que para la Guía de Cine de Carlos Aguilar o para el catálogo de Cine Español de Luis Gasca, la producción, que asumió “Auster Films SA” (un nombre que apenas se molesta en ocultar la precariedad de medios que caracterizaba a la empresa), fue exclusivamente española (estimación por la que nos inclinamos decididamente). En el reparto, encontramos a viejos amigos de este weblog, como Valeriano Andrés, que se suman al gran Ismael Merlo, Isana Medel, Paloma Valdés, y al propio Luis Peña.
Igualmente producida bajo el significativo sello de “Auster Films SA”, rodada en muy cercanas fechas, y contando en su reparto, nuevamente, con Isana Medel y Luis Peña, “Tenemos 18 años” se constituyó en el primer largometraje de la extensísima filmografía de Jesús Franco. Iniciadora de una línea que explorará reiteradamente en su carrera ulterior, “Tenemos 18 años” inaugura una serie de películas, incluida dentro de la fecunda trayectoria de Jesús Franco, que tienen la particularidad de estar protagonizadas por una pareja femenina, como lo fueron “Labios rojos” (1961), “Bésame, monstruo” o“El caso de las dos bellezas” (ambas de 1967).
De ser correcta la información que brinda la web del ministerio de Cultura (cosa que, en absoluto tiene por qué verificarse), el estreno de “Tenemos 18 años” se demoró siete largos años. Producida a finales de 1959, esta película, que contó con dirección, guión y música (incluyendo la ejecución al piano de sus propias composiciones) de la misma persona, su genuino creador, Jesús Franco, no llegó a estrenarse en Madrid hasta el 20 de febrero de 1967, en los cines Ibiza y San Remo. Comedia fresca y desinhibida, participativa de las corrientes transgresoras imperantes allende los Pirineos, “Tenemos 18 años” se beneficiaba de un humorismo de buena ley nacido del ingenio de Antonio Ozores, que escribió (empleando, probablemente, grandes dosis de improvisación) los diálogos adicionales del film, y del entusiasmo vigorizante que rezumaba el joven director (y que ya no le abandonaría en lo sucesivo, si bien que con resultados cada vez peores).
De manera análoga al modo en que los padres, nublado su discernimiento por el cariño, son incapaces de ver defectos en sus hijos, disculpan sus faltas y acrecientan sus discutibles méritos, así los directores son a menudo los menos indicados para enjuiciar su obra. Harto comprensivos con las carencias que sus frutos fílmicos puedan revelar, los directores confunden a menudo sus primitivas intenciones con los logros que, finalmente, el público alcanza a ver proyectados en las pantallas de los cines. Sólo así puede entenderse que, para referirse a “Tenemos 18 años”, su primer largometraje, Jesús Franco, en entrevista concedida a Jordi Costa para el libro “Cine Fantástico y de terror español 1900-1983” (Compilación de textos y entrevistas coordinada por Carlos Aguilar editada por la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, 1999) haga referencia a los maestros Murnau, James Whale o a Tod Browning, para continuar aseverando que : “Por un lado, yo me sentía socialmente obligado a quitar el cartón piedra y la frase hecha en todo lo que yo hiciera. (...) Por otro, quería irme por los Cerros de Úbeda; o sea, tender hacia el expresionismo y el género gótico (...) Cuando hice esa película cogí, por un lado, elementos que eran una burla del cine encorsetado histórico español (...) y, por otro, referencias culturales que habían calado mucho en la juventud de entonces, como el mito de James Dean y el Actor’s Studio (...) Quería hacer burla y homenaje a esas dos cosas, pero, a la vez, había la triste realidad que todos los españoles vivíamos en aquel momento, algunos conscientemente y otros inconscientemente. (...) Entonces, hay un momento en la película en que estas fantasmadas , estas historias imaginarias de las dos chicas, se convierten en realidad y ellas tiene que afrontar la realidad. Y eso es lo que le gustó menos al Ministerio. Eso hizo que casi prohibieran “Tenemos 18 años”. Hay en la película un realismo que no es a la italiana: el realismo que me interesaba era el que iba directamente al relato, sin adornos” No ponemos en duda la veracidad de las declaraciones en cuanto a las intenciones originales de Jesús Franco, y confrontándolas con la película hemos de convenir que lo que en principio parece ser simplemente una película simpática y desenfadada llega a producir un efecto final, merced al giro en el tono de su último tramo, más que notable, de algo así como una toma de conciencia, pasando el espectador de la risa ingenua a la amarga visión de la realidad. Por otro lado, cierto es que en “Tenemos 18 años” se encuentran presentes elementos tomados prestados del género de terror gótico, pero lo están tan sólo a nivel paródico y difícilmente cabe destacarlos como definitorios de la naturaleza esencial del film.
Lejanamente emparentada con “Se vende un tranvía”,con la que comparte año de producción y la participación de sus directores, Juan Estelrich, y Luis García Berlanga (productor asociado en el film de Jesús Franco), además de la actuación en ambas de María Luisa Ponte y de la intervención de los Estudios Moro, responsables de los animados títulos de crédito (habían producido el mediometraje de Estelrich-Berlanga), “Tenemos 18 años” nos presenta a María José López Gómez-Urquiola (Isana Medel) y a Pili (Terele Pávez, tan irresistiblemente natural como siempre), dos primas de la misma edad que viven en casa de la primera (los padres de Pili, según se nos informa, murieron en la guerra), compartiendo habitación. María José es más soñadora y romántica que Pili, y hace las veces de narradora del film. Pili es descreída y más mundana. Le gusta la música rock y su actitud hacia los chicos es más desdeñosa. Las dos estudian Filosofía y Letras en la facultad y se aburren al unísono en las clases que da, hablando en camelo, un hilarante Aníbal Vela, al estilo que instaurará años más tarde Antonio Ozores. María José y Pili tienen una actitud divergente hacia todo, incluidos los chicos. A Beltrán, al que la primera considera “mono”, la segunda lo ve cejijunto (Javier García) y a Castro al que la segunda ve “interesante y parecido a Kirk Douglas” (un existencialista incorporado por un jovencísimo Pablo Sanz), la primera lo ve como un cenizo. En lo que coinciden las dos es en la inquina hacia la insufrible Piluca (Licia Calderón), que acepta las atenciones a diestro y siniestro que le prodigan los chicos, contestándoles a todos, con el mismo tono y la misma sonrisa meliflua: “me lo dices o me lo cuentas”. Otro elemento que sufren por igual es a su primo Mariano (Antonio Ozores, divertidísimo) un consumado sablista que les saca dinero y tabaco con las historias más disparatadas. Los padres de maría José (María Luisa Ponte y Antonio Giménez Escribano), discuten a menudo por causa de los celos de la mujer, que suelen ser aplacados por el marido con algún obsequio. Coincidiendo con las vacaciones de Navidad, el matrimonio emprende un viaje, producto de la mala conciencia del cónyuge masculino. La ocasión se ofrece a las dos primas de disfrutar de una quincena de libertad. Asesoradas por Mariano, que les vende un coche de principios de siglo y un lote de artículos que incluye un búho que hace pasar por un loro, María José y Pili (que, para la ocasión, trata de aprender a conducir, con efectos devastadores) emprenden un viaje por carretera que las lleva por tierras andaluzas (la película se rodó en Despeñaperros, Coto de Doñana, río Guadalquivir y Sanlúcar de Barrameda). El periplo se les presenta trufado de asombrosas aventuras y prodigiosas apariciones, siendo la primera de ellas, la de una anciana (el propio Antonio Ozores, toscamente caracterizado) que le echa una mano cuando, de manera disparatada, trata de reparar una avería que ha sufrido su vetusto vehículo. Más tarde, cambiando la narración, de boca de María José a la de Pili, se da cuenta de un nuevo tropiezo, con un frescales (nuevamente, Antonio Ozores) que les roba el coche y todas sus pertenencias. Hacen una nueva jornada, navegando por el Guadalquivir en un barco fluvial hasta Sanlúcar de Barrameda, donde la casualidad les lleva a reencontrarse con su destartalado utilitario. Poco después, caracterizado como un gángster de Chicago de carnaval, irrumpe Luis Peña en la película. Nada más aparecer, encañona a las dos protagonistas y sacude un par de bofetadas a María José. Al momento, cuando obliga a las chicas a que le lleven en su coche, es a Pili a quien obsequia con un par de tortas. Después se jacta de que pronto estará en Lisboa, con el botín de su robo, que lleva en un maletín, y a salvo de la policía española. Les cuenta a las chicas que atracó un banco, que fue detenido por ello y que se ha escapado de la cárcel sin haber revelado el paradero del dinero obtenido en el atraco, que ahora porta consigo. En un momento en el que el gángster exige que detenga el auto, María José agarra su maletín y sale corriendo. Tras golpear a Pili, el atracador sale detrás de María José y la persigue disparándole a lo largo de la playa. Los tiros llegan a oídos de un guardia civil que abate al malhechor de certero disparo. La participación de Luis Peña, cuyo nombre figura el primero en el reparto (los de Terele Pávez e Isana Medel los pronuncian sus “avatares” animados) concluye así abruptamente. Tras el fugaz episodio gangsteril, la acción de “Tenemos 18 años” vuelve momentáneamente al momento actual, para que María José y Pili, que están transcribiendo sus pasadas vacaciones, asistan a una siesta en el curso de la cual “acercan posiciones” con sus queridos Beltrán y Castro (quien, en una declaración verdaderamente original le oímos decirle a Pili: “Te confieso una cosa. ¡¡Tú eres la persona que me da menos asco!!” ). Tras una aceptable borrachera, las dos primas convienen en continuar la narración de sus vacaciones al alimón, es entonces cuando cuentan el episodio que les lleva a pasar la Nochevieja en el castillo de Lord Marian, quien les cuenta su espantosa historia. Se trata de un cortometraje autónomo incluido dentro del film principal en el que Antonio Ozores incorpora el papel de Lord Marian, un aristócrata marcado desde su niñez (asesina a su abuelo de un disparo de revólver) por un ansia homicida. Sumido en desazonada soledad, el joven Lord Marian conoce un día a la cupletista Polly Patterson (la triste y recientemente fallecida, Carmen Lozano), a la que pretende. La voluptuosa mujer aprovecha para sacarle todo el dinero que puede al enfermizo lord Marian, hasta que, quedando éste sin fondos, por depender aún de sus padres, lo abandona. Cruelmente despechado, el aristócrata cede a su inclinación y mata a la cupletista. Pasan los años sin saberse nada de él, hasta que reaparece, cincuenta años después, volviendo a matar, en un harén de Trípoli, a una mujer que tiene la misma apariencia que Polly Patterson. La historia se repite, cada cincuenta años, primero en el lago de Ontario, en la persona de una india, después en el Senegal y, otro medio siglo después, en Nueva York. Allí, la inminente víctima se defiende, arrojando un frasco de vitriolo al rostro del homicida. Concluyendo su historia, el viejo que ha acogido a María José y Pili revela, como era de esperar, que él mismo es Lord Marian y atraviesa, con la cuchilla oculta en su bastón, a María José. Pili, en cambio, consigue salvarse, al lanzarle agua a la cara. El episodio se cierra así, bruscamente, volviendo a la habitación de las dos protagonistas, donde están escribiendo, todavía ebrias, el folletinesco relato.
Pasa después “Tenemos 18 años” a su tramo final, en el que María José y Pili se han reintegrado a la disciplina de la facultad y a los tostones de Aníbal Vela. Consolidan su relación con Beltrán y Castro, respectivamente, y también siguen soportando los sablazos de Mariano. Resta aún el último giro del film, un último segmento en el que, como describía su director en las declaraciones recogidas más arriba, las soñadoras e inconscientes protagonistas, se dan de bruces con la realidad.
Hablando con Beltrán, que ha notado en ella un cambio tras su periplo andaluz, María José confiesa que la historia del atracador no pasó realmente como quedó recogido en sus impresiones del viaje. Cuenta que el 5 de enero, ya sin un céntimo, estando en el Coto de Doñana, al despertarse, Pili y ella encontraron a un pobre hombre inconsciente, tirado ante su tienda. Cuando el desconocido, de aspecto demacrado, recobra el sentido, las amenaza con su pistola y les pide que le lleven en su coche, pero se desmaya y cae sin sentido otra vez. María José y Pili, resistiéndose a su primer impulso de marcharse, se quedan con el presunto malhechor, al que prestan auxilio. Cuando se recobra, el desconocido se comporta con brusquedad, pero sin malicia, pues se disculpa por su hosco comportamiento. Les pide a las muchachas que le ayuden a alcanzar la frontera con Portugal. Mientras le conducen hacia su destino, aprovechando que su pasajero se ha quedado dormido, le cogen el maletín y encuentran en él muchos fajos de billetes y un periódico que trae noticia de que un preso del penal del puerto, autor de un atraco a un banco de Sevilla, se ha escapado. Despierta entonces el atracador y apunta con su pistola a las chicas, a las que se presenta como Luis Fernández Castro, de 37 años, casado y ladrón. Cuando considera que ya está bastante cerca de su destino, manda parar el coche, desciende de él y les da las gracias a las jóvenes, a las que pide perdón por todo. Cuando comienza a alejarse, María José le sugiere que espere a la noche. Luis le pregunta “¿Es que quieres ayudarme? ¿Por qué?” “No sé -contesta la chica- Me da pena” Su solicitud conmueve al atracador, que afirma: “En cinco años, nadie había sentido compasión por mí” . Ante la sugerencia de María José de que se entregue, Luis le explica que es tarde para eso, que no puede cambiar. Entonces, Luis Peña ejecuta un majestuoso solo interpretativo y desgrana un largo monólogo, sin apoyaturas escénicas, apenas sin gestos, apoyándose en una voz que suena sinceramente dolorida en medio de un camino, azotado por la brisa. Rememora Luis (el personaje) su infancia durante la Guerra Civil, su convivencia cotidiana con los bombardeos, con la muerte (preludiando, de manera extraordinaria, el monólogo que el mismo actor interpretará diez años después en “La prima Angélica”). De cómo, tras la guerra, sus padres se separaron y él se buscó la vida como pudo. De cómo, cada nuevo tumbo le lleva a caer más profundamente en la delincuencia y que la primera detención terminó para siempre con sus esperanzas. Luis ya no aspira a la felicidad, sino “tan sólo a un poco de aire fresco y una silla para sentarse”. Luis se despide de las chicas, a las que ha dejado algún dinero en el coche, sabedor de que están sin blanca, y desaparece en la distancia, engullido por un campo de cereales. Cuando todavía no han partido del lugar, María José y Pili oyen voces dando el alto, seguidas de varios disparos. Saben que Luis ha muerto y vemos a María José que llora. Terminado su relato, María José atiende a la moraleja que le brinda Beltrán, a propósito del proceso de maduración que está viviendo, y luego lanza al aire las cuartillas en las que había relatado, preñadas de fantasías, las peripecias de sus vacaciones, calificándolas de “cosas de niños”.
Sinvergüenza y "trolero"
“De espaldas a la puerta. Crimen en la Ratonera de Oro” es el título de una producción Halcón Films que inicialmente estaba previsto que dirigiera Ladislao Vajda (con cuyo título anterior, ”Séptima página”, comparte no pocos elementos) pero que el cineasta magiar cedió a José María Forqué. Basada en un relato de Luis de los Arcos, Forqué solicitó la colaboración del prolífico Alfonso Paso para dar forma al guión definitivo, una historia de corte policíaco ambientada en el entorno cerrado de un cabaret, con generosas pinceladas de humor costumbrista y de actuaciones frívolas por un lado, y de toques e suspense, misterio y algo de melodrama, por otro. Estrenada el 12 de noviembre de 1959 en el madrileño cine Coliseum y exactamente dos meses más tarde en una sala de Barcelona, “De espaldas a la puerta” representa un vigoroso ejercicio estilístico por parte de un José María Forqué en alza, que necesitaba resarcirse del reciente fracaso de su anterior film, “La noche y el alba”. Repleta de excelentes actuaciones de una amplia galería de actores, en la que se combinaba, por ejemplo, la veteranía de los Irene López Heredia o José Marco Davó, con la madurez de Luis Prendes y con la frescura de Emma Penella o José Luis López Vázquez, o de los novísimas María Luisa Merlo y José María Vilches, añadiéndole el toque exótico de Amelia Bence, actriz argentina con la experiencia acumulada de una ya larga filmografía en su país (había debutado en 1938), especializada, por lo común, en papeles de “mala”, y que había estado en España por vez primera en 1950, de viaje de novios con Alberto Closas, de quien era entonces su segunda esposa y que, para la fecha de estreno de “De espaldas a la puerta”, había sido sucedida en el puesto nada menos que dos veces y que lo sería todavía hasta otras dos veces más (Alberto Closas totalizó, como Enrique VIII, seis esposas).
Se inicia “De espaldas a la puerta. Crimen en la Ratonera de Oro” con la ejecución de un número de baile a cargo del femenino cuerpo de baile del local. Tras las no muy gráciles (aunque sí atractivas) evoluciones de las chicas, se produce un anuncio por parte de la presentadora del espectáculo. La policía está en el local investigando un crimen que se acaba de cometer. Ninguno de los presentes podrá salir del cabaret en las horas siguientes, mientras la policía no disponga otra cosa y todos deberán colaborar con sus investigaciones. Se tiene la convicción de que el culpable debe encontrarse aún en el edifcio. Se está procediendo a interrogar a una sospechosa. “Lola Rubí”, dice llamarse el personaje de Emma Penella en “De espaldas a la puerta”. Pero cuando el agente interpretado por Victor Fuentes (acreditado como Victorico Fuentes) insiste matizando: “Tu nombre”, contesta que “Dolores García Rodríguez”. Pesa sobre ella, que tiene una ficha policial por antecedentes de violencia y de la que se sabe que atacó a la víctima ante testigos, la más fuerte sospecha como autora del crimen cometido en “La ratonera de oro”. El policía a cargo del caso, el comisario Enrique Simón (Luis Prendes), es auxiliado por dos inspectores y un agente (Emilio Fernández). Su mano derecha es el inspector Emilio Arévalo (José Luis López Vázquez), quien lleva tres años haciendo servicios “de cabaret” y que está harto de esa vida nocturna (“de once de la noche a seis de la mañana”), que es hombre de familia “casado y sin hijos, claro”. El comisario, que es la primera vez que tiene que investigar en aquel ambiente, hace un trato con él: “usted no me habla sin que yo le pregunte y yo le consigo un destino mejor”. La víctima, que, según su DNI se llama Patricia Sastre Ibáñez, es una joven de diecinueve años natural de Badajoz, que precisamente se ha incorporado a la plantilla del cabaret esa misma noche. Se encuentra muy débil, atendida por un médico, el doctor Ponce (Félix Dafauce) (que estaba como público en la sala, con su esposa, celebrando su decimo quinto aniversario de bodas), cuando le interroga el comisario. La víctima apenas puede contestar, tiene que hacerlo con movimientos de los párpados y sólo consigue hacerle saber al policía que no pudo ver a su agresor porque en el momento del ataque estaba vistiéndose, en el camerino, de espaldas a la puerta. Unos gritos femeninos procedentes de los camerinos alarman a los policías. En el suelo, una tijeras manchadas con algo que parece sangre. Alguien las había dejado en un bolsillo de la bata de Princesa, una de las bailarinas. Conocemos entonces a la impresionante propietaria del local, Doña Luisa (Irene López Heredia, una vieja gloria del teatro español que tenía reciente un éxito personal protagonizando una versión escénica de “La Celestina” y de la que algo dijimos en este weblog).
Mientras se inician las pesquisas, en la sala, el camarero Perico (Carlos Mendy) aconseja a Tonio, el pianista (José María Vilches) que no diga que conocía a la chica. El joven músico está muy afectado. Una de las chicas, la mano derecha de doña Luisa, Lidia (la argentina Amelia Bence) trata de hacer que se serene. Mientras, el comisario Simón es instruido porel inspector Arévalo sobrelas características de las chicas del cabaret. “Dicen que son bailarinas, pero se dedican a alternar con los clientes. Son gentuza”, asegura en confianza. Entonces el comisario extrae de su cartera una foto.Se trata de su hija, de la misma edad que la víctima, quien acude a una academia de baile porque quiere ser bailarina. La “plancha” de Arévalo es morrocotuda.
Poco después, arriba, en su despacho, doña Luisa asegura al comisario Simón que su negocio es decente y que la irascible Lola es casi su secretaria. Le habla al inspector de su pasado como estrella del cuplé. Mientras él se distrae observando el peculiar bastón de la señora (que contiene una larga y afilada hoja). “Quién encerró a Lola?”, le pregunta don Enrique. – “Andrés, el maître”, contesta la vieja dama. Interrogada por el comisario, Doña Luisa da paso, con su relato, a lo ocurrido en la tarde previa al intento de homicidio. Retrocedemos al momento en que Patricia (Elisa Loti) llega a la “Ratonera de oro”. Las chicas están ensayando un baile que Doña Luisa interrumpe por considerarlo poco adecuado para resaltar los encantos de las bailarinas. Ordena a la coreógrafa, con muy autoritario tono, que sea cambiado, y se haga más movido. Recibe entonces a Patricia, que llega con aire asustado. La acompaña a su camerino y le asegura que ella es como una madre para todas sus empleadas, aventura que la recién llegada será muy feliz entre ellas y le advierte de que sólo debe evitar un peligro, el de enamorarse. La propietaria del cabaret descubre en el equipaje de su nueva pupila un gato de peluche. Le pregunta a la chica si sería capaz de romperlo, al ver que lo mira con cierta ansiedad. “¿Por qué?”, pregunta Patricia. “Si te encaprichas así de un muñeco de trapo y alambres, ¿qué no harás por uno de carne y hueso?” Luego le presenta a sus compañeras de cuarto: Amanda (María del Valle), Angelita (joven a la que no he sabido identificar), Lucky (María Luisa Merlo, que debuta en el cine en este film, luciendo una figura espléndida y su nariz original) y Princesa (una jovencísima Ágata Lys). Habla muy bien de todas ellas y les pide que protejan a la nueva. Por último, le dice a Patricia que a las nueve debe presentarse al pianista, que le probará la voz (“No es que tengas que cantar, pero si lo hicieras, siempre estaría bien”). El interrogario del comisario lo interrumpe el inspector a quien da vida Sergio Mendizábal, para avisar que ha llegado Velasco, el médico forense (Ángel Terrón), el cual coincide en su dictamen con las apreciaciones del médico que ha atendido a Patricia sobre la causa de la herida, la hora del ataque y las características del mismo. También sobre el hecho de que no se puede trasladar a la víctima y que hay que intervenirla urgentemente. Pasa a continuación el comisario a interrogar a Lidia, que continúa el relato de lo sucedido esa noche, los hechos que desembocaron en el incidente violento entre Lola y Patricia, cuando la primera ataca a la segunda porque, según ella, la recién llegada le ha quitado un cliente que se había “trabajado”. Cuenta Lidia que a eso de las once y media de la noche, irrumpe en “La ratonera de oro” un hombre desconocido en el local sobre el que se sospecha su falta de solvencia, pero que disipa tales dudas alardeando de dinero fresco. Se trata de Ramón (Luis Peña), que se comporta con chulería e invita, para empezar, a seis güisquis a las chicas que ocupan la barra del cabaret. Bromea con las muchachas y de buen principio Lola toma el mando de las operaciones, ocupando una posición de preeminencia, especialmente, cuando ve el fajo de billetes que maneja el cliente, el cual asegura trabajar en televisión y estar buscando chicas para que bailen “Las bodas de Luis Alonso” en un nuevo programa patrocinado por “Harinas Alonso”. Se ve enseguida que el tipo es un caradura, muy desenvuelto y bastante ocurrente. Por ejemplo, cuando Lola suelta una gracia no demasiado afortunada, Ramón le espeta: “¿Sabes qué hacen en Alcorcón con los ingeniosos? Les obligan a fijar allí su residencia”. Lola y el cliente bailan. También Lucky, que saca a bailar a un norteamericano negro que no habla español. Amalia se acerca a una mesa en la que está un joven solitario de Cáceres (Adriano Domínguez), torpísimo, que no consigue ni abrir la pitillera, ni hacer que prenda su encendedor, por lo que Amalia comenta chungona “¿Y tú fumas, a pesar de todo?”. Tras el bailoteo, Lola tiene dispuesta una botella de champán, con la que hacerle gastar dinero al cliente, pero el tapón de la botella va a parar a manos de Patricia, lo que hace que el hombre repare en ella y, reconociendo lo que poco delicadamente podríamos llamar “carne fresca”, deja plantada a Lola y se va a por la nueva. Lola se encrespa y se rebela, muy mosqueada, pero el cliente no tiene ningún reparo en decirle, por dos veces, que “está muy vista”. Lidia tiene que llevarse a Lola de allí y deja solos a Patricia con el cliente. Tonio, el pianista, observa todos estos movimientos con evidente intranquilidad. Lidia sigue su relato: “La chica entusiasmó al desconocido de un modo como nunca se había visto aquí”. Por desgracia, Patricia, inexperta, bebe todo el champán que le sirven y se pone enferma. El cliente tiene que dejar que Lidia se la lleve a los lavabos. Lidia hace vomitar a Patricia, le da agua del carmen y la deja con Clotilde (Pilar Muñoz), la encargada de los lavabos. Entonces se presenta Lola, que obliga a Clotilde a marcharse y se lanza sobre Patricia para propinarle una paliza (por cierto, que la joven la recibe lanzándole un taburete, lo que es una reacción algo sorprendente, tratándose de una “dulce muchachita”). Lidia quiere dar parte al inspector de servicio, pero doña Luisa se lo impide. En cambio, manda romper la puerta de los lavabos y se detiene la pelea. Separan a las chicas. Patricia, la agredida, ha llevado la peor parte. Lola jura “por su hijo” que la matará. Doña Luisa se la lleva a su despacho y le administra un severo correctivo, haciéndola llorar de puro terror. La envía de vuelta a la sala, con el cliente. Mientras, Lidia atiende a Patricia de las lesiones sufridas (fue enfermera años atrás) que, de todos modos, no revisten gravedad. A eso de la una y media, según quiere establecer el comisario, con su interrogatorio, Patricia queda sola en su camerino, mientras Lola está con un cliente en la sala, el señor Barea, el propitario de una cerería que, hombre casado, no debería estar allí. Doña Luisa afirma que a las dos acudió a la sala para ver el número de La Chunga, que es la artista principal del local, y que entonces Lola ya no estaba en la mesa del cliente, y que no regresaría hasta que la finalización del número de la bailaora. Según sus cálculos, es tiempo suficiente para que Lola haya subido a la habitación de Patricia, para haberla apuñalado y haber vuelto a la sala. El comisario da por concluido el interrogatorio. Arévalo le comunica entonces que ha estado en la pensión de la víctima y que allí ha averiguado que se llama en realidad María Campos, lo sabe porque la joven dio instrucciones en la pensión en el sentido de que le podían llegar cartas dirigidas a tal nombre. El DNI por el que habían sabido su nombre completo era falso. También ha sabido Arévalo que la muchacha procede de Valladolid. Por la carta intervenida en la pensión, la policía se entera de que sus padres están separados. El comisario, pensando en su propia hija, hace unas consideraciones sobre lo importante que es dar buen ejemplo a la progenie. Entonces se presenta el camarero, que se dedica en connivencia con una cómplice (Carmen Bernardos) a sacar dinero a algún cliente famoso por el procedimiento de tomarle fotografías comprometidas o simplemente, de recuerdo. Le muestra al comisario una foto de Patricia con el cliente que provocó el conflicto con Lola. Resulta que el comisario le conoce perfectamente pues él mismo lo mandó a la cárcel una año antes. Ordena que se busque inmediatamente, en cualquier barra elegante (cita las del Ritz, Palace, Hilton), a Ramón Saltasilla, conocido como “El Fantasías”.
Después de la orden de captura de Ramón, el comisario Simón accede a una serie de fotografías de las tomadas por la compinche del barman en las que constata que Lola se ausentó de la sala en un momento determinado de la actuación de “La Chunga”, fijando, a través del testimonio del cliente que estaba con ella, el señor Barea, el de la cerería, la duración exacta de la ausencia de Lola, que sería igual a un fragmento concreto de la actuación de La Chunga. Así pues, decide montar una prueba empírica reconstruyendo el lapso de tiempo en que Lola estaba fuera de la vista y, presuntamente pudo cometer la agresión criminal. Pide a la Chunga que repita exactamente su actuación, realizándola al mismo ritmo habitual. Mientras, Arévalo deberá recorrer el camino y realizar las acciones que Lola habría tenido que verificar en caso de haber sido ella la agresora. Si Arévalo regresa a su mesa antes de que la bailaora concluya su número, querrá decir que Lola habría sido igualmente capaz de hacerlo, con lo que, sumada la oportunidad al móvil y los antecedentes preexistentes, eso supondría una acusación formal y su detención, ya que quedaría patente su culpabilidad. Si, por el contrario, el inspector se reincorpora a la mesa con posterioridad al final de la actuación de La Chunga, podrá establecerse la inocencia de Lola. Se ordena a todo el mundo que se coloque en la misma posición que se encontraba en el momento del show de La Chunga y se inicia la prueba. Se trata de un momento de suspenso original y bien llevado por Forqué, de los que quedan fijados en el recuerdo del espectador y que resiste dignamente la comparación con otros momentos, modélicos, debidos al genio de Alfred Hitchcock. La prueba, tras una enervante incertidumbre, se resuelve favorablemente a la inocencia de Lola, que llora emocionada.
Establecida la inocencia de Lola, llega el momento de interrogar a Ramón “El Fantasías”, que al fin ha sido localizado y librado a presencia del comisario Simón. Antes de que se le explique de qué se le acusa, Ramón confiesa la venta fraudulenta e ds leones (propiedad del circon Americano) al circo Price (un caso del que le hablan reiteradamente a Simón y que él se quita de encima, colocándoselo a un colega, el inspector Moreno). Entonces le explican lo sucedido a Patricia. Ramón jura y perjura que él nunca haría algo semejante. Para demostrar que quiere colaborar, cuenta lo que sabe, es decir, que el novio de la chica trabaja en el local, y que es el pianista Tonio.
Patricia le ha contado su historia a Ramón antes de marearse por el champán. Habían quedado en que Ramón le conseguiría un trabajo de bailarina “de puntas” (el sinvergüenza le ha dicho que su hermano es el Marqués de Cuevas).“Voy a perdonarle la vida a esa chica. Uno no es honrado, pero es un señorito”, le dice a Lidia cuando ésta vuelve asegurándole que Patricia estará bien enseguida. Tras mantener una tensa conversaión con Tonio, a Ramón le da un ataque de “buena persona” y renuncia a la chica (a la que le ha dejado la foto que le ha hecho la amiga del barman) y advierte a Tonio que debe llevársela de allí ahora que todavía está “sin estrenar”.
A través del interrogatorio practicado a Tonio, asistimos a una escena de reproches entre Patricia y el joven músico, que la llama por su nombre, María, y que le pide que abandone aquella vida, pero la chica está despechada con el muchacho, que la ha tenido mucho tiempo sin noticias suyas, tras haber sido novios y haber ido juntos actuando por los pueblos.
Tras sembrar sospechas sobre Tonio, la película nos lleva a un nuevo interrogatorio,esta vez a Perico, el barman. Resulta que oyó la discusión de los dos tórtolos desde el almacén del bar, a través del hueco del montacargas. Lidia está también allí. El barman confía a la policía que conoce a Tonio desde hace tiempo y que tenía intención de abrir un negocio con él. Está convencido de que él la mató y por eso trató de ganar tiempo ocultando información a la policía. Algo en su actitud resulta equívoco al espectador, que puede dar en pensar que el camarero tiene algún interés afectivo de más intensidad que el meramente amistoso en el pianista.
Finalmente, el doctor Velasco salva a Patricia. El comisario Enrique Simón le pide a Ramón que difunda que la chica está recuperada y que pronto podrá hablar. A continuación, el comisario escenifica una reconstrucción de los hechos, para lo que obliga a todo el mundo que vuelva a ocupar la posición que tenía en el momento de la agresión, tras ordenar a un operario (José María Rodríguez) a apagar todas las luces del local. El oportuno apagón, previo a la inminente declaración de la víctima, propicia movimientos sospechosos entra la concurrencia. Tonio se ausenta en dirección al sótano. Unos pasos de mujer calzada con tacón alto descienden unos escalones. El comisario está esperando junto a la yacente Patricia. Brilla el acero del filo que se oculta en el bastón de doña Luisa. Tonio está esperando y sujeta a la agresora. Es Lidia, que no está dispuesta a soportar que Tonio, al que recogió de la calle y retuvo junto a sí en “La ratonera de oro”, se quiera marchar con Patricia. El comisario, que la ha tendido esta trampa, la detiene. En el epílogo del film, el comisario promete a Arévalo que dará un informe malísimo de su conocimiento del cabaret para que le den un trabajo en turno de día. Por su parte, Ramón es conducido a un coche celular, no sin antes recordarle al comisario que ha resuelto el caso “con la colaboración especial de Ramón El Fantasías”. Por último, el comisario y Lola se intercambian fotos de sus hijos y los dos convienen que el del otro “es muy guapo”.
En el entorno actoral que Forqué creó en sus rodajes, Luis Peña confirmaba película a película que gozaba de la predilección del director aragonés. Alejado del heroísmo trágico y de clase que lució en “Amanecer en Puerta Oscura”, Luis Peña volvía en esta entrega de la filmografía de José María Forqué a encarnar a un tipo que se desenvolvía con soltura en ambientes frívolos y viciosos, un tipo venal, amoral y sinvergüenza que el actor había ido madurando desde su juventud y al que con la misma facilidad podía otorgarle un toque amargo (como en “Vidas cruzadas” o en “El pasado te acusa”) que un toque ligero (como en “Ella, él y sus millones”). En esta ocasión, su personaje, ese Ramón “El Fantasías” parece barnizado del humorismo (entonces todavía vigente) del primer Alfonso Paso. Su personaje suelta ocurrencias con la misma facilidad que inventa trolas o alardea de poderío (en un amplio sentido de la palabra). Y Luis Peña traslada al espectador una sensación de naturalidad pasmosa, tan cómoda como convincente, produciendo la impresión de que al calzarse el personaje, se ha puesto un viejo batín de andar por casa. Al afilado oficio de Forqué, que se aprecia en una serie de secuencias electrizantes, que consiguen insuflar vida y emoción a lo que en manos de otro director menos talentoso habría resultado una latosa sucesión de conversaciones, suma eficacia al conjunto un reparto deslumbrante, en el que los papeles menores los interpretan magníficos intérpretes, a los que Forqué conoce y aprecia desde sus propios comienzos, como Félix Dafauce, a quien dirigió en un papel excepcional en uno de los episodios de “El diablo toca la flauta”, o José María Rodríguez, un secundario que rara vez aparece acreditado en los films y que trabajo con gran asiduidad en películas de Ladislao Vajda y del propio Forqué (aparecía, sin ir más lejos, en el mismo episodio antes citado de “El diablo toca la flauta” junto a Félix Dafauce).
Digamos, a modo de curiosidad, que sólo quince días antes del estreno de “De espaldas a la puerta”, Irene López Heredia, Luis Prendes, Luis Peña y Ángel Terrón, integrantes todos ellos del reparto, habían coincidido también representado en el Teatro Español de Madrid, bajo la dirección de José Tamayo, la tradicional función del Tenorio de José Zorrilla correspondiente a 1959. Junto a ellos, actuaron otros grandes intérpretes de la compañía como Gemma Cuervo, Berta Riaza, Carlos Ballesteros y Antonio Ferrándiz (por citar a los más populares).
Luis Peña en los Teatros Nacionales. Década de los cincuenta
Ya hemos citado una de las obras que representó Luis Peña actuando en el elenco del Teatro Español, el Tenorio de José Zorrilla que dirigió José Tamayo en 1959 y que fue con la que se cerró el citado año. En la década previa a esta función, nuestro protagonista de hoy militó en las filas de las compañías nacionales para desempeñar roles más o menos relevantes en “La malquerida” (1955), “El cuervo” (1957), “Un soñador para el pueblo” (1958), y “¿Quién es Silvia?” (1959). Previas a estas colaboraciones, son las representaciones que, con la compañía de comedias que formó con su suegra, Guadalupe Muñoz Sampedro y su esposa, Luchy Soto, ofreció en los escenarios de toda España, especialmente significativas durante el periodo de cinco años, desde 1951 hasta 1956, en que no actuó para el cine. Como muestra de la frenética actividad desarrollada por la compañía, valga enumerar su repertorio de, por ejemplo, la primera mitad de 1951, cuando sucesivamente puso en escena en el teatro Reina Victoria, el juguete cómico “Eva no salió del paraíso”, de Vaszary y Laiglesia, en enero, y “¡Penalty!”, comedia de Fernández de Sevilla y Tejedor, en febrero, para pasar en el mes de marzo, al Teatro Cómico, donde representaron la obra de Antonio de Lara “Tono”, “Tita Rufa”, que desapareció del cartel celéricamente, siendo sustituída por “Los mejores años de nuestra tía”, a la que siguieron, en abril, “¡Las de aúpa!”, de Adolfo Torrado, y en mayo, “Doña Vitamina”, obra del mismo autor que rescataron dado el éxito que les había proporcionado el año anterior. Siguiendo la misma política “artística”, decidieron reponer “Jaimito se casa” de Antonio y Manuel Paso, los primeros días de junio. Todo ello, naturalmente, en funciones de tarde y noche. Como culminación de la temporada, el 21 de junio se ofreció en el Teatro Cómico un homenaje a Guadalupe Muñoz Sampedro. Tras representar “Una viuda original”, de Adrián Ortega, la compañía dio paso a relevantes figuras de la escena madrileña que ejecutaron diversos números e interpretaron fragmentos de obras en cartel en honor de la extraordinaria cómica. El primero de julio, clausuraban la temporada en el Cómico y emprendían una gira veraniega por el Norte de España.
Acostumbrado al baqueteo de tanto juguete cómico y tanta humorada cambiante, acceder a formar parte de las compañías de los teatros nacionales debió resultar, no diré que cómodo, pero sí más confortable a Luis Peña. La primera ocasión en que tal hecho se produjo, además, fue ciertamente excepcional, pues el montaje se ofreció a un público internacional en la ciudad del Sena. Dirigida por Claudio de la Torre (que fue auxiliado por Fernando Fernández de Córdoba, quien consta como “secretario de dirección”), la función especial de “La malquerida” benaventiana que representó en el teatro “Sarah Bernhardt” de París la compañía del María Guerrero el 12 de julio de 1955, formó parte de la programación del II Festival Internacional de Arte Dramático, y gozó de un reparto excepcional, encabezado por grandes figuras de la escena como Amparo Rivelles, Tina Gascó, Aurora Redondo, Amelia de la Torre, Luchy Soto y la maestra de actores, Carmen Seco, por lo que se refiere al elenco femenino, y los no menos impresionantes Enrique Diosdado, Rafael Bardem, Manuel Arbó, Miguel Ángel, el joven Rafael Romero Marchent y el propio Luis Peña, por lo que corresponde al masculino. El drama de ambiente rural original del Nóbel Jacinto Benavente, al que nos hemos tenido que referir con cierta frecuencia en este weblog (en la entrada monográfica dedicada a Jesús Tordesillas y en la, minúscula y curiosa, que hablaba de dos figurantes de la adaptación fílmica de la obra) suponía una apuesta segura de dramaturgia “establecida” muy competentemente servida.
Alfonso Sastre (Madrid, 1926) había conseguido suscitar el interés crítico con su primera obra en dos actos, “Escuadra hacia la muerte”, estrenada en 1953, y reeditarlo un año después con el estreno de “La mordaza”. En 1957 había estrenado en Barcelona su drama “El pan de todos” cuando, sin dejar concluir el año, consiguió llevar al escenario del María Guerrero la noche del 31 de octubre de 1957 su drama en dos actos “El cuervo”, un interesante y oscuro relato criminal en el que se jugaba con el concepto de la relatividad temporal. En palabras de Federico Carlos Sáinz de Robles, en esta ocasión, “Alfonso Sastre insiste en su concepción pesimista y cruda del actual mundo, deshumanizado por la crueldad y los egoísmos. Drama el suyo sin coloreido, sin evasiones lírics, compuesto como el agua fuerte para que sólo palpiten lsa notas – cierto monorritmo- de la angustia y de la desesperanza. Por su parte, Claudio de la Torre, su director, aseguró en su día, refiriéndose a “El cuervo” que “Toda ella, desde su primera frase -“Señor ¿es usted?” – hasta caer el telón sobre la última palabra –“Nochevieja”, mantenía en constante tensión, con un nervio poético, casi físico, lo que en argot teatral se llama una continua situación dramática. Sin respiro”´. Nos imaginamos a Luis Peña desenvolviéndose interpretativamente en este contexto como el proverbial pez en el agua. La historia, de “El cuervo” (referencia obligada al poema de Edgar Allan Poe, inspirador de la trama y de la atmósfera) lleva, a través de una misteriosa convocatoria que parece proceder del más allá, a reunirse a una serie de personajes por Nochevieja. Quien los convoca, que parece ser una presencia fantasmal, resulta ser finalmente una mujer (Carmen Díaz de Mendoza, cuya madre, Carmen Larrabeiti, recordemos a título de anécdota que había hecho de madre de Luis Peña en el cine) que fue asesinada y que vive su propio tiempo, mucho más lento que el de los demás personajes, por lo que puede coincidir con ellos. Ángel Picazo se encargó de dar vida al protagonista masculino, Juan, secundado por un elenco tan ajustado como excelente, con Luisa Sala, María Rus, Luis Peña y Javier Loyola dando vida a Inés, Laura, Pedro y Alfonso, respectivamente.
Estrenada el 18 de diciembre de 1958 en el Teatro Español de Madrid, y dedicada a “la luminosa memoria de Antonio Machado , que soñó una España joven”, “Un soñador para un pueblo”, obra original de Antonio Buero Vallejo que constituyó un rotundo éxito de público y crítica, se centraba en la figura de don Leopoldo de Gregorio, el marqués de Esquilache (el primer actor, Carlos Lemos) y de las circunstancias que originaron el famoso motín del pueblo de Madrid contra él durante el reinado de Carlos III (un unánimemente aclamado José Bruguera). Se trata de una obra enjundiosa que, según las críticas, supo ensamblar con maestría la compleja fusión entre Dramaturgia e Historia, haciendo que la segunda no pesara como una losa sobre la primera, sino que, sin interferir en la trama ni en el drama, se hiciera necesaria y pertinente. Luis Peña (en lo que se catalogó como una “colaboración”, subrayando el hecho de que su categoría profesional estaba por encima de la extensión de su papel) corrió a cargo del personaje del duque de Villasanta, uno de los burócratas enemigos de Esquilache, renuentes a los cambios que representaba y defensor, por tanto, del “antiguo régimen”. Osada políticamente hasta un poco más allá de lo que los estrechos límites del franquismo permitía, valiéndose para ello de la habilidad característica de Buero Vallejo para plantear problemas sociales y políticos sin resultar panfletario, “Un soñador para un pueblo” reservaba un papel magnífico para Asunción Sancho, que destacaba como “Fernandita” , una dulce representante de la manipulable plebe, la única que se pone al lado del marqués de Esquilache. En papel de mucho lucimiento, aunque de escasa extensión, hallamos a Miguel Ángel (que se había lucido junto a Luis Peña en “Embajadores en el infierno”) como “Ciego de los romances”, a Milagros Leal, como Doña María, una alcahueta, y a José Luis Sanjuán (que fue el niño que moría ahogado en “Pequeñeces”,empujado al mar por Carlos Larrañaga), que tuvo a su cargo el rol del “Embozado 2º”, uno de los representantes del pueblo levantisco. En roles de mayor presencia, destacan: José Sancho Sterling, que dio vida a Don Zenón de Somodevilla, el marqués de la Ensenada, enemigo principal del noble italiano; Fernando Guillén, como “Bernardo el calesero”, rival aventajado de Esquilache en el corazón de Fernandita, y Ana María Noé, en el rol de Pastora Paternó, la malavenida esposa del incomprendido reformista.
Tras su paso por el Teatro Español representando la aclamada obra de Buero Vallejo, Luis Peña recaló en el escenario del María Guerrero para, dirigido por Claudio de la Torre, reunirse nuevamente con Ángel Picazo y María Rus (con quienes había coincidido en las funciones de “El cuervo”) en el reparto de “¿Quién es Silvia?”, una comedia de Terence Rattigan que, según las crónicas, era “leve, falsa, pero construida con enorme talento”, la cual vertió al español Manuel Sito Alba y de la que se escribió que su estreno, celebrado el 22 de abril de 1959, “pasó sin pena ni gloria”. A propósito de las representacones de “¿Quién es Silvia?”, anotemos que, incorporándose al elenco del María Guerrero, hallamos a Carmen Bernardos y a Pedro Sempson, cuyo fallecimiento hubimos de lamentar hará pronto, un año.
Fin de la segunda parte
En agosto de 1958 falleció Manuel Soto, el suegro (y compañero de trabajo) de Luis Peña, quien, a la sazón, hacía poco tiempo que había cumplido cuarenta años, entrando así en la que suele considerarse la etapa de madurez de la vida. Poco más de un año después, el 9 de noviembre de 1959, cuando está trabajando en el Teatro Español, representado junto a los mejores actores del país la función del Tenorio de Zorrilla, y sólo un par de días antes de que se estrene la tercera de sus películas bajo las órdenes de su amigo José María Forqué, la interesantísima “De espaldas a la puerta”, Luis Peña ha de lamentar el fallecimiento de su padre y modelo vital, el también actor, Luis Peña Sánchez, con quien tantas veces habrían de confundirle en el futuro los recopiladores de datos fílmicos. Es ese un trance que decisivamente marca la vida de las personas y que, con toda seguridad, puso a nuestro protagonista enfrente de sí mismo, observándose a la mitad del camino. Profesionalmente hablando, de una parte, la imagen fílmica de Luis Peña había evolucionado, de una a la que podían encontrársele similitudes con la un segundo galán, como David Niven, a otra más cercana a la de un amargo, vitriólico y profundo Robert Ryan, de otra, en su devenir escénico había recorrido un camino que le había llevado de las astracanadas a las compañías de los teatros nacionales. En la tercera parte de esta entrada dedicada al actor, que pretende este burgo que se extienda desde 1960 hasta el fin de sus días, en 1977, trataremos de dar cuenta del devenir profesional de esos diecisiete años, en los que nuestro protagonista transitará desdichadamente por algunos subproductos infames presuntamente cómicos (rodados en coproducción con Italia), continuará con su fructífera colaboración con José María Forqué en películas muy estimables y, tras aportar su ácida amargura al seco thriller “A tiro limpio” (Francisco Pérez Dolz, 1963), culminará su carrera cinematográfica con dos intervenciones en sendos films de Carlos Saura. Será el momento, también, de completar la muestra de sus trabajos en la escena teatral y de ofrecer una semblanza de su paso por la pequeña pantalla, medio en el que destacó singularmente actuando a las órdenes de Narciso Ibáñez Serrador. Se completará entonces el arco trazado por Luis Peña, que le llevó, a través de las décadas, de la galanura a la aspereza.
PD: quiero expresar mi agradecimiento al actor y director Ricard Reguant, que me ha facilitado las imágenes de los programas que aparecen en esta entrada.
Bibliografía (libros consultados y no citados en el texto de esta segunda parte de la entrada):“El cine español en el banquillo” ( Antonio Castro, Fernando Torres, Editor, 1974). “Brumas del franquismo”, de Francesc Sánchez Barba (Universitat de Barcelona, 2007), “Y todavía sigue” (Juan Antonio Bardem, Ediciones B, 2002)
Un vestigio demodée y varias comedietas
Antes de poner punto final a la década primera de la inmediata posguerra, Luis Peña inaugura el año 1947 con un significativo título. Estrenada en el teatro “Reina Victoria” el 7 de enero, y con apariencia de ser un chiste privado, Luis Peña actúa junto a su esposa Luchy Soto en “Jaimito se casa”, pieza original de Antonio y Manuel Paso en la que corrió a cargo del protagonismo su propia suegra, la desopilante Guadalupe Muñoz Sampedro. Transcurridos apenas tres meses de su enlace matrimonial, empezar el nuevo año con la representación de “Jaimito se casa” (que se calificaba en los programas de “contratiempo nupcial”) hace presentir la existencia de un especial sentido del humor en el hogar de los Peña-Soto-Muñoz Sampedro.
Adaptación de una novela homónima de Concha Espina, como la dirigida en 1944 por Gonzalo Delgrás y también con Luis Peña en un papel principal, “Altar mayor” (con la que guarda no pocas semejanzas argumentales), es “La esfinge maragata” un claro ejemplo del tipo de temática condenado a la indiferencia del público en la misma medida que obtuvo el respaldo oficial. Dotada su producción (del propio director y de la empresa “España Actualidades”) con setecientas mil pesetas del crédito Sindical y favorecida con 2 permisos de importación y 3 permisos de doblaje, “La esfinge maragata” era un negocio razonable sin necesidad de que el público se molestara en ir a verla, cosa que hizo en muy escasa medida. Se contaba la folletinesca historia de la familia Salvadores, natural del pueblo leonés de Valdecruces, del que tradicionalmente han sido una de las más poderosas. Sin embargo, en la actualidad los Salvadores están prácticamente arruinados. Al patriarca, el tío Cristóbal, sólo se le ocurre casar a su hija Mariflor (Carmen Reyes) con el acaudalado primo Antonio. En el transcurso de un viaje en tren, la predestinada Mariflor conoce a un viajero que le hace tilín, el pintor Rogelio Terán (Luis Peña). Éste también se siente atraído por la joven y decide instalarse en Valdecruces. Allí, la intervención de una prima de Mariflor, Marinela, que se enamora también del pintor, complica las cosas hasta el punto de que llega al intento de asesinato. A Rogelio estas brusquedades lo perturban un tanto, sensible como es, y despeja el campo. Mariflor espera su regreso durante meses, pero a la falta de noticias, sucede la llegada de una totalmente inesperada: el anuncio de la próxima boda de Rogelio con otra mujer. Así las cosas, Mariflor se presta a contraer matrimonio con el primo Antonio para, cuando menos, rescatar al clan de los Salvadores de la cruel amenaza de la pobreza. El argumento previo, un lastre imposible de aligerar para directores más capaces que Antonio de Obregón, no cree este burgomaestre que lo reflotaran con su encanto ni siquiera actores tan carismáticos como la gran Julia Caba Alba (que hacía el papel de “Ramona”) ni como el vehemente Fernando Fernández de Córdoba (que interpretaba al padre Miguel), integrantes destacados del reparto. El propio Luis Peña, en un papel tan similar al que le tocó interpretar en “Altar mayor” (sólo cambiaba el pintoresco entorno en el que se desarrollaba la acción: donde allí figuraba Asturias, aquí se reflejaba la maragatería leonesa), poco podía hacer por elevar el apagado tono de la empresa.
La compañía Guadalupe Muñoz Sampedro- Luchy Soto-Luis Peña, estrenó en el teatro Reina Victoria la añeja “comedia cómica” de Adolfo Torrado “DoñaVitamina”, hace ahora medio siglo, el 5 de abril (a la sazón, festividad del Sábado de Gloria) de 1950. Se trata de un empeño (en absoluto criticable, por otra parte) de hacer reír al público apelando a recursos legítimos aunque gastados. En la misma línea de instrascendencia y con la misma falta de originalidad, el trillado “juguete cómico” original de Luis García Sicilia, “La señorita Lupita”, fue la nueva propuesta de la compañía que se estrenó en el mismo escenario el 16 de junio del mismo año. Si en “Doña Vitamina” se jugaba con los tópicos de la salud conyugal, “La señorita Lupita” relataba un conflicto entre suegra y yerno (relación que, como sabemos, los actores mantenían fuera de la ficción), en el curso del cual los personajes se fingían locos, la finca familiar corría peligro de perderse, los criados hacían de las suyas y finalmente se resolvía todo y se culminaba la trama con una boda. Pese a contar con argumentos poco memorables, cabe destacar que el objetivo de provocar la risa del respetable vióse ampliamente cumplido en ambas representaciones. Todavía, antes de concluir el año 1950, la compañía estrenará otro juguete cómico, esta vez original del también actor Adrián Ortega, la pieza “Madame Verdux”, que presentarán al público (con notable éxito popular) en el teatro Barcelona de la Ciudad Condal.
La aislada cumbre de “Surcos” o “¡Viva el cine valiente!”
Una buena parte de la existencia del film “Surcos” se debe al apoyo de José María García Escudero, quien fue nombrado Director General de Cinematografía (dependiente del recién creado Ministerio de Información y Turismo) en verano de 1951. Para entonces, la película ya estaba completa, pero no fue hasta ese momento que fue declarada “De Interés Nacional”. Distinción, muy ventajosa y lucrativa que fue, significativa y simultáneamente denegada a “Alba de América” (Juan de Orduña,1950), otorgada por José María García Escudero. Cuando, tras los obstinados recursos presentados por CIFESA, se terminó por conceder la misma categoría al acartonado film dedicado al descubrimiento del Nuevo Continente, en marzo de 1952, García Escudero ya se había visto obligado a dimitir. Para entonces, “Surcos” ya había cosechado inmejorables críticas, ya había sido presentada en el Festival de Cannes y ya había inaugurado una nueva vía, que no tendría continuidad, en el devenir del cine español.
Con puntos de contacto con el neorrealismo italiano y con el previo realismo norteamericano, “Surcos” tiene como germen un relato asainetado de Natividad Zaro que, siéndole presentado por el húngaro Felipe Gereley, interesó al cineasta de ideología falangista José Antonio Nieves Conde, quien, en comandita con Gonzalo Torrente Ballester, lo transformó en el guión que quiso llevar a la pantalla: una historia que, como señaló en su momento algún crítico, podría considerarse una continuación del clásico “La aldea maldita”, un intento por aproximarse a la realidad social de la España de 1950, alejándose de estilizadas e idealizadas realizaciones fílmicas de mero afán escapista. Tratando de reconstruir, a conveniencia del lenguaje cinematográfico, la vida real (tal como los maestros del cine americano habían mostrado que debía hacerse), los artífices de “Surcos” reconstruyeron en “Sevilla Films” una corrala del barrio de Embajadores, vistieron a los actores (elegidos entre buenos profesionales poco conocidos del gran público, con la salvedad de Luis Peña, quien constituía un caso especial) con auténticas ropas usadas, compradas en mercadillos, y, especialmente, procuraron no eludir en su argumento la crudeza de la lucha por la supervivencia en la sociedad de su tiempo. Empleando, para reforzar la eficacia del mensaje, cuantos recursos melodramáticos consideraron oportunos, José Antonio Nieves Conde, Torrente Ballester y el cuadro de actores, completaron en “Surcos” una obra mayor del cine que recogió, además del reconocimiento crítico, los premios del Círculo de Escritores Cinematográficos en sus categorías de “Mejor Película”, “Mejor Actriz Secundaria” (una jovencísima y debutante Marisa de Leza), “Mejor actor Secundario” (Félix Dafauce) y un Tercer Premio del Sindicato del Espectáculo. Estrenada en el cine Palacio de la Prensa madrileño el 12 de noviembre de 1951, “Surcos” superó el difícil escollo de la censura (con la salvedad de su final original, que luego detallaremos) gracias a la providencial y decisiva intervención de José María Garcia Escudero, un idealista del cine que, comprensiblemente, no consiguió completar un año entero al frente de la cinematografía española. Y se mantuvo cuatro semanas en el cartel del cine donde se estrenó lo que, para un film español, supone un éxito incontestable. No fue, en todo caso, un periplo plácido, el de “Surcos” por las pantallas españolas. Los sectores más rancios y reaccionarios arremetieron contra el film. La Iglesia, por ejemplo, lo calificó de “gravemente peligroso”, especialmente por la franqueza con la que se reflejaban las relaciones sexuales entre los personajes y por la impunidad con la que actuaban los malhechores. La noche del estreno de “Surcos”, en el Palacio de la Prensa, se desencadenó un “pateo” apocalíptico cuando, cercano el final del film, el villano del film triunfaba inapelable y fatalmente. Otro sector del público, más receptivo al discurso realista de la película, contrarrestó el ataque con una salva de aplausos y con un grito de “¡Viva el cine valiente!”
Arranca “Surcos”, como otros clásicos del cine, con una sucesión de planos tomados con cámara subjetiva desde una locomotora en marcha, de las vías de un tren. Así el espectador se sitúa en el epicentro de la acción, adentrándose inadvertidamente en el punto de vista de los protagonistas, los Pérez, una familia de campesinos que llega a Madrid procedente del mundo rural. Les vemos descender del vagón de tren en la estación del Norte y enseguida tienen un primer tropiezo. Un mozo que conduce un carro de maletas increpa a la madre del clan (María Francés), a la que casi atropella por ir despistada. “Discúlpela, es que es de pueblo”, explica su hijo Pepe (Francisco Arenzana). A continuación, el grupo toma el metro, por indicación del hijo que ya conoce la ciudad, y se desplazan en ese medio hasta la estación metropolitana de Lavapiés. Están buscando la casa de su pariente, la Engracia. Pepe, que pasó la mili en la capital, tal como comenta su hermano Manolo (Ricardo Lucia) hace de guía porque además es quien tiene las señas. La primera impresión de Madrid desagrada a Manuel, el patriarca (José Prada) y, en cambio, gusta a la hija menor, Tonia (Marisa de Leza). La familia llega, tras preguntar a un guardia que curiosea las cestas en las que llevan unos pollos, al domicilio de la Engracia (Carmen Sánchez), en una atestada y bulliciosa corrala de vecinos. Les abre la puerta Pili (la gran María Asquerino, por cierto, fruto como Luis Peña de un matrimonio de actores: el de Eloísa Muro y Mariano Asquerino), la hija de la dueña de la casa. Durante la cena (en la que se zampan uno de los pollos que traían), Pepe expone sus intenciones a los presentes. Considera que en la ciudad hay oportunidades para ganar dinero en cantidad y salir así de la miseria del jornal agrario y que Engracia y Pili saben cómo conseguirlo. Se trata de ser vivos, de dejar atrás el trabajo duro y mal pagado del campo y de agarrar la fortuna con decisión. Mientras están cenando llama a la puerta una muchacha, hija de una vecina, que está allí para pedirle a la señora Engracia un cuarto de alubias a cuenta, con la promesa de su madre de que lo pagará “en cuanto su marido trabaje y gane dinero”. La señora Engracia, sin levantarse de la mesa, despacha a la chica con cajas destempladas. “Dile a tu madre que se ha acabado vivir de gorra”. No está dispuesta a fiarle. Esa noche, la Engracia se arregla con la madre de los recién llegados sobre lo que le va a cobrar por el alquiler de la habitación y le sugiere que, en cuanto pueda, ponga a Tonia a servir “en lo que salga”, para ir vaciando la vivienda. La muchacha la han puesto a dormir en el cuarto de Pili. Las dos jóvenes mujeres comparten lecho y la que ha llegado del pueblo está fascinada por las medias de la otra. Tonia está ilusionada con lo que espera conseguir en la ciudad, observa, idealizándolo, aquello que constituye el entorno de Pili, sus ropas, los retratos de artistas que pueblan las paredes del cuarto... Asegura que sabe cantar y que podría ganarse la vida en el espectáculo. Pili, más madura y consciente de la realidad, trata de desanimarla enseguida y le habla con cierta dureza. “También yo sé cantar y vendo pitillos”, le explica. En el comedor duermen los tres hombres. Antes de acostarse, los dos hijos, Manolo y Pepe, se “pican” un poco a propósito del futuro laboral que les espera.
A la mañana siguiente, Pili toma en sus manos las riendas de las operaciones. En la boca del metro de Lavapiés les participa a Manuel, Pepe y Manolo que ella conoce a alguien que puede darle trabajo a Pepe, y envía al padre y al hijo menor a buscar un empleo en las oficinas del Sindicato y a Tonia a recorrer tiendas preguntando dónde necesitan una chica. Pili lleva a Pepe al bar donde para su novio, “El Mellao” (Luis Peña) con sus amigos Juan, el limpiabotas (Francisco Bernal), Carlos (José María Martín) y Enrique (José Villasante). “El Mellao” trata con brutalidad a Pili y con desprecio al recién llegado, del que se mofa ante sus amigos. “El Mellao” está en tratos con don Roque, el dueño del bar, (Félix Dafauce) para conducir una camioneta de un modelo conocido como “La rubia”. Apodado “El Chamberlán”, don Roque es un individuo poderoso que utiliza el bar como sede social y tapadera mientras negocia con material diverso procedente del hurto (le vemos hacer de perista recogiendo los relojes que le lleva un ratero a quien da vida Casimiro Hurtado), del estraperlo y el contrabando y que trata con el mismo desprecio al “Mellao” que éste ha empleado con Pili o con Pepe. Le expone secamente que si quiere conducir “La Rubia” ya sabe cuales son sus condiciones. Éstas parecen representar un obstáculo insalvable, por lo que se achanta, pero al “Mellao” se le ve enseguida la mala entraña. A espaldas de don Roque despotrica de él y, acompañado de sus amigos, deja plantado a Pepe, quien a duras penas contiene la ira cuando el limpiabotas le llama paleto, pero al no apreciar mala intención en el calificativo (el cual Juan puntualiza con una sonrisa bienintencionada) Pepe sonríe a su vez. De todos aquellos a quienes Pili le ha presentado, tan sólo con el sencillo “limpia” ha hecho buenas migas. La acción del film se traslada a continuación a las atestadas instalaciones de la “Oficina de Colocación” del Sindicato, donde se alinean largas colas de hombres buscando empleo. Entre ellos, están Manuel Pérez y Manolo Pérez, a quienes los dos desempleados que tienen detrás aguardando su turno (Félix Briones y Antonio Moreno) se dedican a tomarles el pelo a cuenta de su procedencia rural y a quejarse de que emigren a la ciudad a quitarles el trabajo. El funcionario (Juan Cazalilla) que atiende a padre e hijo, les advierte de que encontrar trabajo no será fácil para ellos ya que sólo saben de labores del campo y tales habilidades no están muy solicitadas en la capital. Con ingenuidad, Manuel pregunta si trabajará al día siguiente y asegura que necesita “emplearse enseguida”. El funcionario le dice que tenga paciencia y manda pasar al siguiente, que resulta llamarse Juan Pérez (Félix Briones) y que aclara no ser familia de los dos anteriores. Esa tarde vemos a Pili vendiendo tabaco en la calle. Pepe tropieza con ella y hablan un rato, hasta que aparece un policía y Pili, avisada por una compañera, tiene que darse a la fuga, no sin antes citarse con Pepe: “Te espero a las diez en el portal”. Esa noche tienen ocasión de continuar la conversación, charlando desde el patio de la corrala, hasta la puerta del domicilio de doña Engracia. Pili aprovecha para darle a entender a Pepe que “El Mellao” está celoso de él y que ella considera que él es más hombre que su actual novio y que no le costará nada encontrar un buen trabajo y ganar mucho dinero. Le hace saber asimismo que ella sólo se casará con alguien que “la tenga como a una reina” y también le confía que “ha pensado muchas veces en él”. Pepe, verdaderamente cándido, se apresura a asegurar que “él también”. Entonces entran en casa y se encuentran con toda la familia en torno a la mesa, que está situada en la misma entrada, porque no hay recibidor. Pepe asegura que “prácticamente, ya tiene colocación”. A la mañana siguiente, Pili le presenta al “Chamberlán” a Pepe y el primero ve en el paleto, que es un buen conductor (tiene el carnet de conducir de primera), un chófer ideal para su “Rubia”, especialmente, porque le va a poder pagar menos que a cualquier otro (incluido “El Mellao”). Tras probar la camioneta a satisfacción de don Roque, y de asegurar Pili, en conversación a solas con “El Chamberlán”, que Pepe podrá cumplir con sus exigencias ilícitas, Pepe obtiene el empleo. Después se traslada la acción al bar donde siempre está “El Mellao” con sus amigos. Aparece “El Chamberlán” y ante el requerimiento de “El Mellao” sobre el destino del volante de “La Rubia”, replica que ya ha dado el trabajo de chófer a otro candidato, a un tal Pepe, que ha venido recientemente del pueblo. Furioso, “El Mellao” promete que ajustará las cuentas al paleto y a “otra persona” (convencido de que ha sido Pili la responsable de que le hayan “birlado” la colocación), para pasar a continuación, a amenazar a don Roque con “chivarse”. Pero “El Chamberlán” es un tipo muy duro, muy seguro de sí, que ni se inmuta ante el despliegue del “Mellao”. Lo pone a raya con unos golpecitos de su paraguas en los hombros, y luego da media vuelta y se marcha silbando tranquilamente. Poco después, sin darse tiempo a templar el ánimo, “El Mellao” va en busca de Pili, a la que abofetea repetidamente y empuja violentamente en el patio de su casa, rematando la faena con un puntapié al bolso en el que lleva el género, lo que provoca que el tabaco se desparrame por el patio y la chiquillería se apodere de él como una bandada de estorninos cayendo sobre un silo de grano. Pasado un rato, llega Pepe, que de algún modo ha sido enterado de lo sucedido, a casa de doña Engracia, donde encuentra a Pili, que está siendo atendida de las heridas sufridas. “Y ahora te hará lo mismo a ti”, dice Pili. A lo que Pepe replica anunciando que va a romperle la crisma al “Mellao”. Pili y Tonia le acompañan al bar del “Chamberlán”, donde, como siempre, está el infame chulo con sus amigotes. “El Mellao”, viendo venir al pueblerino, se levanta para sacudirle, muy convencido de que “no tiene ni para empezar”, pero, de buenas a primeras, se lleva un puñetazo que lo manda al suelo. Los dos hombres pelean, son expulsados del bar, siguen enzarzados en plena calle, se organiza un tumulto y, cuando se dispone a intervenir la autoridad competente, “El Chamberlán” sale fiador de ambos, dominando la situación sin dificultad. “El Mellao”, siempre rabioso, descarga su frustración en su amigo Enrique (José Villasante), al que, desprevenido, propina un puñetazo. Don Roque, comenta muy satisfecho de su nuevo chófer: “¡Si cuando yo le echo la vista a un hombre!” Tonia, que le ha oído, exclama: “¡Así se habla!” y “El Chamberlán” repara en ella. Pili se la presenta: “Es la hermana de Pepe. Está buscando una casa para servir”. Don Roque la coloca en casa de su amante (Mary Merche), lugar el cual la joven Tonia encuentra fascinante. Esa misma noche, la muchacha deja la casa de doña Engracia y se traslada al piso de la mantenida de don Roque. Cuando desciende las escaleras, canturreando despreocupadamente mientras abandona el domicilio paterno, se cruza con Pili y Pepe, que están besándose en el rellano. A la mañana siguiente, a don Manuel su mujer le está preparando una cesta con chucherías y cigarrillos para que los venda en la calle. Le dice apresuradamente los precios. Por su parte, Manolo acompaña a Pepe para ayudarle a cargar la camioneta y luego queda a su suerte. Prueba a descargar sacos de patatas, pero encuentra el trabajo excesivamente duro. Entonces ve un anuncio de un colmado donde necesitan un chico de los recados. Se presenta al amo (Ramón Elías) diciendo de corrido: “Tengo veinte años y sé de cuentas y soy de fiar” . Le dan el trabajo.
A la familia Pérez no acaban de salirle del todo bien las cosas en la ciudad. Únicamente prosperan aquellos que se apartan del camino recto. El padre, Manuel, fracasa como vendedor ambulante de chucherías porque, enternecido por un niño que mira los dulces con ojos suplicantes, pero que no tiene dinero, le regala un caramelo. A éste siguen otros tres, a los que, tras hacerse un poco de rogar, no puede negarles otros tantos dulces. Después, la noticia de que un vendedor de chucherías regala el género se extiende rápidamente y en muy poco tiempo, una muchedumbre de rapazuelos rodea al viejo, exigiéndole las golosinas. Este jaleo atrae a un guardia, que al comprobar que don Manuel carece de permiso para vender en la vía pública, le retira la mercancía y le advierte de que si hay una próxima vez, eso le costará una multa. Este percance le costará a don Manuel una reprimenda severísima de su mujer, que lamenta la pérdida de los cincuenta duros invertidos en el género. No le va mejor a Manolo en su puesto de mozo de colmado. El desdichado, llevando un reparto, se distrae un momento mirando un teatrillo de guiñol y a Rosario (Montse Carulla), la chica que lo regenta con su padre, cuando atraviesa unas atracciones. Un mozo desarrapado aprovecha para robarle un par de paquetes de su canasta. Manolo, advertido por Rosario, sale en persecución del golfillo, con tan mala fortuna que, en el tumulto, lo confunde con otro, con el que se pelea. La mercancía se pierde en la refriega y Manolo pierde su empleo. Cuando regresa a casa, las duras palabras de su madre y el desprecio de su hermano mayor lo cubren de vergüenza y abandona el domicilio familiar entre lágrimas, desoyendo las voces de su padre, el único comprensivo, que sale a buscarlo, en medio de la noche. Por su parte, Tonia ha tenido que despedirse de la casa de la amante de don Roque por haberle roto unas medias, que se puso sin su permiso. “El Chamberlán”, en cualquier caso, recoge a la muchacha bajo su protección, y no descuida contarle a su madre que se ocupará de ella, de que tome lecciones de canto y baile, porque tiene facultades para ello. Quien parece prosperar más es Pepe, que se dedica a faenas nocturnas por cuenta del omnipresente “Chamberlán”. En compañía de Juan, Carlos y Enrique, roba cargas de camiones en plena carretera y las pone en manos de su jefe sirviéndose de “La Rubia”. Pepe gana bastante dinero y eso le permite hacerse a la idea de que es el cabeza de familia. Ocupa la alcoba de Pili, con la que pretende hacer vida marital. Su padre, don Manuel, no consiente tal desvergüenza y le administra una sarta de bofetadas. Pepe, aunque ha estado irrespetuoso con su padre, no quiere llevar el incidente a extremos irreconciliables y se resigna a esperar para encontrar un lugar para la convivencia con Pili. Pero ésta es impaciente, quiere disfrutar de una buena posición e insta a Pepe a que espabile y consiga más lucrativos negocios con “El Chamberlán”. También sugiere a Pepe que podrían instalarse en el piso superior del garaje donde se recoge “La Rubia”. Los reiterados golpes a la autoridad moral del patriarca de los Pérez, minada por la intransigencia de su mujer, parecen resolverse con la llegada de una carta de la “oficina de colocación”. Hay un empleo (“¡de hombre!”, como dice él) para don Manuel. Es un puesto de peón, en una fundición. Un agrio capataz (José Sepúlveda, tal como dijimos en su día) le recibe y le da un mono de trabajo. Pero la faena es demasiado dura y don Manuel no aguanta ni media jornada. Su hijo menor, Manuel, vive en la indigencia, en plena calle. En el colmo del patetismo, cuando está en la cola del rancho de un cuartel, descubre que unos pilluelos le han robado la camisa que había dejado a secar en el solar donde pernocta. Persiguiendo su camisa, que los rapaces usaban como bandera, Manolo pierde su ración de rancho, pues cuando regresa al punto de reparto, los reclutas le anuncian que “se acabó lo que se daba”. Camina sin rumbo (aunque, eso sí, con camisa) hasta que va a parar precisamente frente al humilde hogar de Rosario, que vive con su padre, lugar idóneo para desmayarse de debilidad, porque Rosario lo recoge y le da de comer. Manolo encuentra en la modesta vivienda de los titiriteros el calor y el ánimo que no había hallado hasta entonces en ningún punto de la ciudad. Se queda a vivir con ellos y les ayuda en su espectáculo de títeres, ganando de ese modo el primer dinero desde que llegó a la capital. Mientras, Tonia continua bajo la protección del “Chamberlán”, que le hace regalos para que esté guapa en su próximo debut en un escenario. Esto despierta la envidia de Pili, que siempre ávida, se queja a Pepe de su situación económica y le insta para que vaya a ver al “Chamberlán” para exigirle dinero a cuenta de que es el hermano mayor de la Tonia. Poco antes de que Pepe entre en el despacho de su jefe, sale de él “El Mellao”, que sigue trabajando para don Roque, proporcionándole los “soplos” de por dónde pasarán los camiones que se pueden robar. Le acaba de “chivar” un cargamento muy lucrativo y “El Chamberlán” le ofrece al “Mellao” que se encargue él del asunto, si quiere, pero éste lo rechaza alegando que tiene demasiado riesgo y que prefiere que se la juegue “el palurdo ese”. Cuando Pepe habla con don Roque a propósito de su hermana, el gángster no se inmuta lo más mínimo. Se hace perfecto cargo de la situación y hasta adivina que si Pepe está allí es instigado por la Pili. Asegura que a él las mujeres “le importan un pito” y su hermana Tonia, “un rábano”. Llega la noche del debut de Tonia en el teatro de “La Latina”, en una función de actuaciones de aficionados llamada “Fiesta en el barrio”, con alguna estrella invitada, como Marujita Díaz, que canta una canción interpretándose a sí misma. Asisten al espectáculo, por un lado, Pepe acompañado de Pili y de su madre, la Engracia, y por otro, Manolo y Rosario con don Manuel, al que han sacado de casa cuando se han presentado en ella para que Manolo pueda devolverle a su madre el dinero que tuvo que pagarle al tendero por el género que echó a perder cuando trabajaba de repartidor. La madre de Tonia, que la ha acompañado en la sala de maquillaje, la cual comparte con otras chicas igualmente acompañadas de sus madres, se queda entre bastidores porque le dicen que las madres traen mala suerte si se quedan junto al escenario. Quien sí ocupa tan privilegiado lugar es “El Chamberlán”, que no pierde detalle de la actuación de Tonia. Presentada por Felipe Peña, Tonia empieza bien, pero en el patio de butacas hay un trío de gamberros reventadores (entre los que distinguimos al gran actor de doblaje José Guardiola, quien debutaba ante las cámaras en este film) que interrumpen su canción repetidamente, hasta conseguir ponerla nerviosa y hacerle prorrumpir en llanto. “El Chamberlán”, comprensivo, le presta a la muchacha su hombro y se la lleva consigo. Cuando la introduce en su coche, hace un pequeño aparte para pagarles lo convenido a los reventadores. De esta manera, don Roque ha conseguido su objetivo, la Tonia pasa a ser de su propiedad y esa noche ya no vuelve a su casa. Don Manuel, que ve llegar a su mujer con el abrigo de su hija y sin saber su paradero, la llama “¡víbora!” y le sacude varias bofetadas. Don Manuel sale en busca de Tonia, acompañado de Manolo y Rosario, pero en “La Latina” no saben nada de ella, ni siquiera quién pueda ser. En cualquier caso, unos días más tarde, descubrimos a la muchacha instalada en el piso en el que antes estaba la señorita a la que sirvió, la anterior mantenida de don Roque. Viste una bata con plumas muy similar y hasta escucha el mismo disco. Suena el timbre de la puerta, Tonia va a abrir y al otro lado del umbral encuentra a su padre, hecho una furia justiciera. El padre administra unos cuantos sopapos a la hija y le obliga a vestirse con sus ropas y a volver a casa. El honor de los Pérez debe quedar restablecido y Pepe acude al despacho de don Roque para exigirle que se case con Tonia so pena de, en caso contrario, recibir su merecido. Tal pretensión no conmueve en lo más mínimo al duro corazón del “Chamberlán”, que desafía a Pepe a que cumpla sus amenazas, ofreciéndole un abrecartas. Con gran facilidad, don Roque zarandea a Pepe y lo saca de su despacho, no sin antes participarle que está despedido y que deberá desalojar el garaje “mañana mismo”. Cuando se entera de esto, Pili no acepta de buen grado la nueva situación y reniega de Pepe, asegurando que volverá con “El Mellao”. Pepe, desesperado, le asegura que van a tener dinero. Aquella misma es la noche en la que tenían previsto un “golpe” de gran magnitud, y como no está despedido hasta el día siguiente, se propone hacerlo y quedarse con la mercancía. Deberá actuar solo, pues sus habituales compinches se niegan a acompañarle esta vez (Juan, que estaría mejor dispuesto, recibe un aviso del “Mellao” de que esa noche le conviene “acostarse temprano”). Así, solo, Pepe asalta uno de los camiones y consigue hacerse con un saco, pero cuando accede al segundo vehículo se encuentra en él con un vigilante con el que sostiene una feroz lucha y, cuando trata de huir, recibe un disparo. Pili, que está esperándole en el garaje, recibe la visita de “El Mellao”, que le dice que ha ido allí para llevársela, que pierde el tiempo aguardando a Pepe porque él ha dado el chivatazo y está seguro de que a esas horas, Pepe ya debe haber sido abatido por los vigilantes del convoy que ha ido a esquilmar. Pili se resiste a abandonar a Pepe y asegura que es “más hombre” que “El Mellao”. En esas, suena el claxon de “La Rubia”. Pepe llega herido, circunstancia que aprovecha “El Mellao” para ajustarle las cuentas. Pepe apenas puede oponer resistencia y “El Mellao” le incrusta una llave inglesa en el cráneo, con un violento golpe. Pili, que presencia la agresión, sale huyendo y “El Mellao”, corre en pos suyo. Llega entonces don Roque, ante quien Pepe todavía consigue implorar auxilio con sus últimas fuerzas, pero “El Chamberlán” es inflexible. Le dice al agonizante: “Ya te advertí a su debido tiempo que si se torcían las cosas yo no quería saber nada del asunto”, tras lo cual lo coge por la pelliza y lo arrastra hasta el interior del remolque de “La Rubia” y luego lo arroja por un viaducto al paso de un tren. La nube de vapor de la locomotora se traga la mefistofélica figura del Chamberlán, que, cosa inaudita en una película española, queda impune de sus numerosos delitos. Asistimos finalmente al entierro de Pepe, servido con un elegante “traveling”. Don Manuel concluye, besando el puñado de tierra que va a cubrir a su hijo para siempre, que “hay que volver”. Su esposa y Tonia aducen que regresar al pueblo les da vergüenza, a lo que el viejo insiste: “Pues con vergüenza, hay que volver”. En el final original del film, que suprimió la censura, la vuelta al pueblo de los Pérez, quedaba anulada con la llegada de otra familia, prácticamente idéntica, que en la estación de ferrocarril se cruzaba con ellos. Se trasladaba así al espectador que el traumático trasvase del agro a la urbe que habíamos visto en el film no podía considerarse como un problema particular, sino endémico, de dimensión social y no individual. Tal idea debió considerarse “altamente peligrosa” para la mentalidad oficial y quedó restringido el conflicto a lo concerniente a la desventurada familia Pérez. Por si esto fuera poco, el final tal como fue originalmente concebido, mostraba a Tonia apeándose en el último momento del tren, prefiriendo una vida abocada a la prostitución en la ciudad que la honesta pero modestísima existencia de vuelta en el medio rural. Demasiado demoledor para la España de 1951.
Luis Peña está inmenso en su desagradabilísimo papel. “El Mellao” es chulo, envidioso, cobarde, ruin, cínico, irascible, violento, soberbio, rencoroso, ventajista... Maltrata a Pili “porque es lo fetén”, pese a “tenerle ley”, y no malgasta con ella un gramo de ternura. Le roba el tabaco y le habla con profundo desprecio. Luis Peña, que venía de cultivar una imagen de galán (heroico unas veces, ligero otras, problemático algunas), se descolgaba aquí con una composición excelente de villano de medio pelo. Perfectamente integrado en el submundo particular del súper-villano a quien dio vida magistralmente Félix Dafauce, el titánico “Chamberlán”, “El Mellao” de Luis Peña, que pelea con su desmañado pero muy dinámico estilo, agitándose todo él en forma muy característica, reproduce un tipo real, lo que Nieves Conde calificó en su día como “capitoste chuleta de Embajadores”.
Del lado recto de La Ley en “La mestiza”
Según manifestara José Antonio Nieves Conde en varias ocasiones, su película “Surcos” tuvo la dudosa virtud de provocar dificultades para volver a trabajar a quienes en ella participaron, empezando por él mismo. En el caso de Luis Peña, que completó una magnífica actuación en el film, resulta llamativo, en todo caso, que no volviera a actuar para las cámaras hasta un lustro después, dedicándose, durante ese periodo, al teatro. Su regreso al cine lo supuso “La mestiza”. Presentada en el III Festival de Cine Español de Almería, el cual se celebró entre los días 18 y 21 de enero de 1956, al lado de títulos como “Suspenso en comunismo” (Eduardo Manzanos), “La fierecilla domada” (Antonio Román) o “La vida es maravillosa” (Pedro Lazaga), el ignoto film “La mestiza” se estrenó casi inmediatamente, el 24 de enero del mismo año, en los cines Niza y Aristos de Barcelona como película de complemento del éxito del momento, “La condesa descalza”, de Joseph L. Mankiewicz. Para su estreno en Madrid, “La mestiza” hubo de esperar hasta nueve meses, pues no se proyectó en las pantallas de los cines Albéniz y Alexandra hasta al 15 de octubre de aquel mismo 1956. Dirigida por el poco relevante José Ochoa, se trata de una película protagonizada por Silvia Morgan, que encarna el doble papel de Laura y Diana, dos bailarinas mestizas y hermanas gemelas que trabajan en una sala de fiestas de Tánger, las cuales forman el trío artístico “Caribe” con un tal Joe, también mestizo. Al local en el que actúan acude asiduamente Alex Wagner (el alemán rolf Wanka) misterioso individuo entregado a actividades poco lícitas, quien queda prendado de los encantos de Laura, por lo que impulsivamente, le pide en matrimonio. Laura accede obedeciendo al mismo impulso y ambos se desplazan a París, donde se casan. Al término de la luna de miel, y de regreso a Tánger, Laura sorprende una conversación de su reciente cónyuge con unos amigotes, en el curso de la cual, acallando sus comentarios burlones de tintes racistas, asegura que lo suyo con Laura es sólo un capricho que deshará pronto. La mujer, despechada, abandonará a su marido para ir a dar a los brazos de Joe, que está enamorado de ella y que aprovechará el despecho de Laura para pedirle que abandone a su marido y se vaya con él. Laura, por mucho que esté desengañada en relación a la solidez del cariño de su esposo, no por ello está dispuesta a echarse a los brazos de Joe, que no le gusta nada, por lo que le obsequia con unas calabazas de tamaño natural. Joe, poco receptivo a las contrariedades, monta en cólera y estrangula a Laura. Para ocultar su crimen, arroja el cuerpo de Laura a las procelosas aguas del mar. A continuación, Joe inicia una campaña con Diana, para atraérsela hacia la causa de arruinar a Álex, contra el que guarda un profundo rencor. Conocedor de los turbios manejos del europeo, Joe pone a Diana sobre la pista de unos documentos incriminatorios para Álex. Cuando la muchacha está tratando de apoderarse de tales documentos en el despacho de su ex cuñado, es sorprendida por él y, en la conversación subsiguiente que mantienen, el viudo comprende que sólo Joe ha podido poner fin a la vida de Laura. Se produce al fin el enfrentamiento a muerte entre Álex y Joe y cuando éste estaba a punot de resolverse a favor del segundo, el inspector Ahmed (Luis Peña, por esta vez, alineado con los defensores de la ley y no con los delincuentes), que seguía la pista de los manejos de Álex y de la desaparición de Laura, interviene para salvarle la vida y detener a Joe. Finalmente, Álex y Diana quedan juntos, resultando ella el repuesto perfecto a la pérdida de su fallecida hermana. El precedente improbable argumento, debido a la imaginación del gijonés Faustino González Aller (habitual colaborador de Javier Setó en lo que se refiere al cine, y autor teatral distinguido con el premio Lope de Vega en 1950 que falleció en Madrid en 1983), contó para su despliegue en imágenes con la fotografía del gran Godofredo Pacheco, y componiendo su reparto encontramos figuras tan familiares como las de Xan das Bolas, José Calvo, Rafael Bardem o la de Matilde Muñoz Sampedro.
Bajo la influencia de Forqué: "Embajadores en el infierno"
José María Forqué Galindo (Zaragoza, 1923-Madrid, 1995), uno de los más versátiles y hábiles directores que ha dado el cine español, estudió arquitectura en su juventud, simultaneando tal preparación con el teatro universitario y con la realización de varios cortometrajes. Finalmente, se decidió por este último campo. Inmerso en determinado ambiente tertuliano intelectual madrileño, se inició en la dirección de un primer largometraje del brazo de Pedro Lazaga, con quien dirigió el film “María Morena” en 1951. Antes de firmar otro largometraje formando sociedad con otro director (lo que sucedería en 1955, y con José Antonio Nieves Conde para estrenar “La legión del silencio”), realizó en solitario las comedias (de tinte fantástico una, y barnizada de suave costumbrismo, la segunda) “El diablo toca la flauta” (1953) y “Un día perdido” (1954). Posteriormente, alcanza dos éxitos consecutivos con “Embajadores en el infierno” (1956) (que iba a rodar inicialmente José Luis Sáenz de Heredia) y “Amanecer en Puerta Oscura” (1957). En ambos films tuvo un papel relevante Luis Peña. Y en proyectos ulteriores, Luis Peña volvería reiteradamente a colaborar con el director zaragozano, hasta totalizar ocho títulos, sumando a los dos previamente citados los de “De espaldas a la puerta”(1959), “091, policía al habla” (1960), “Tengo 17 años” (1964), “Dame un poco de amoooor” (1968), “Estudio amueblado, 2p” (1969) y “Madrid , Costa Fleming” (1975), último film que contó con la participación conjunta de actor y director.
Ya tratada en este weblog (algo extensamente con ocasión de la entrada dedicada a Mario Berriatúa, y más escuetamente cuando hicimos lo propio a propósito de Valeriano Andrés), la producción “Rodas SA” basada en la novela de Teodoro Palacios Cueto y Torcuato Luca de Tena (autor del guión del film), “Embajadores en el infierno” fue estrenada con éxito apoteósico (José María Forqué fue literalmente sacado a hombros, a la conclusión de la proyección) el 17 de septiembre de 1956 en el Palacio de la Música madrileño, local en el que se mantuvo 35 días en lo alto del cartel. Rodada en Burguete (Navarra), con el asesoramiento técnico militar del comandante Luis Martín de Pozuelo, y el de ambientación de Ángel Salamanca, la película dirigida por Forqué recreaba la difícil supervivencia de un grupo de soldados españoles de la División Azul en los campos de trabajo soviéticos. La acción se inicia el 10 de febrero de 1943, cerca de Leningrado. Se abre el film con un grupo de españoles prisioneros de la última batalla acaecida en el Frente Ruso. Una voz en off introductoria califica a Rusia de “país cruel, extraño y desconocido”, el inhóspito lugar en el que nuestros compatriotas deberán tratar de adaptarse, con la finalidad de superar la terrible prueba de la privación de libertad en tierra extraña. Tras 8 días de viaje a pie, llegan al primer campo de concentración. El jefe del campo (José Franco, caracterizado con una nariz falsa) no quiere recibirlos. Dice que no tiene sitio ni comida para más. Pero el oficial que los transporta (José Villasante) tiene orden de dejarlos allí. El jefe pregunta si trae algún oficial entre los prisioneros. Le contestan que sí, que cuatro: el capitán Abrados (Antonio Vilar), el teniente Durán (Rubén Rojo), el teniente Rodrigo (Mario Berriatúa), y el teniente Albar (Luis Peña). El jefe del campo se lleva los cuatro oficiales a su despacho y trata de convencerles de que colaboren, que trabajen con ellos, que se afilien al partido...pues es consciente de que si ellos consienten la tropa les seguirá. Posteriormente, el jefe reúne a todos los prisioneros para tomarles declaración. Los primeros en declarar, Antonio Blas Naranjo (Jacinto Martín) y Miguel Rubio (Pedro Beltrán), ofuscados por el pánico, tratan de negar cualquier animosidad contra sus captores. Aseguran no tener religión, ni partido político. Uno asegura que está allí por error, pues sólo quería viajar para ver mundo y le metieron en un cajón con destino a Rusia, ¡a la guerra!. El otro dice ser masón... Ante tal vergonzosa actitud, el capitán Abrados da un paso al frente y se declara católico y anti-comunista. Su valentía contagia a los demás. Le vitorean unos, como el soldado Andrés Rodríguez (Mario Morales) y le secundan otros, como el soldado Miguel García (encarnado por Miguel Ángel), quien afirma ser “católico, apostólico y romano”, todos se entusiasman manifestando su convicción anti-comunista. Así, el jefe del campo vuelve a llevarse aparte a los oficiales y, como castigo, los recluye en una gélida celda aislada. Antes de entrar, el teniente Albar, que va el último de los cuatro, parece tener intención de pactar con el comandante ruso, pero se arrepiente y pasa junto a los otros. Según relata la voz en off del capitán Abrados, “A lo largo de aquel primer año, diez veces más nos encerraron en aquella celda”. Después, la misma voz nos informa de que la dureza de las condiciones de vida en el cautiverio, semejante a la de la esclavitud. Forzados a trabajar en los bosques, talando árboles y en las minas, extrayendo carbón para las centrales térmicas, los prisioneros españoles son sometidos a un hambre atroz, y en el transcurso de menos de un año, el número de trescientos se ve reducido en 46 bajas. En tan terribles condiciones, es lógico suponer que flaquearán algunas fuerzas. Así, el soldado a quien da vida Miguel Ángel protagoniza una pataleta ante el capitán Ricardo Abrados, alegando, muy cabalmente, que tiene hambre y que por no renunciar a sus principios, se está muriendo de inanición, por la cual cosa, estaría dispuesto a negociar con sus captores. El capitán Abrados, inflexible, le manda callar, a lo que el teniente Albar, más comprensivo con las debilidades humanas, observa que allí, en medio de Rusia, no hay nadie a quien traicionar y que bien podían transigir un poco, como hacen los prisioneros de otras nacionalidades. Llegan entonces unos prisioneros muy ufanos porque han comido y les han proporcionado botas nuevas (Jacinto Martín, Ricardo Lucia y Pedro Beltrán, entre otros). Han firmado un papel para conseguir tales atenciones, sin importarles poco ni mucho lo que firmaban. El capitán Abrados hace leer al teniente Albar el contenido del documento. Resulta ser una declaración en la que admiten estar siendo muy bien tratados por los rusos, que trabajan poco y son muy bien alimentados, y que hasta disponen de duchas con agua caliente. Ante tal infamia, el capitán Abrados recoge la falaz declaración y, tras romperla, va a entregársela al jefe del campo. Éste no se inquieta demasiado ante la rebeldía del oficial español y asegura que todos los caballos terminan por ser domados más tarde o más temprano. Le pide entonces al teniente Durán, que acompañaba a Abrados, que se quede un momento con él a solas, y, tras cerciorarse de que es cierto que el teniente tiene en España una hija de ocho años que no sabe siquiera si su padre vive o está muerto, le promete a Durán que podrá hablar con ella a través de la radio, y que para conseguirlo tan sólo deberá acceder a leer un comunicado que él le facilitará. Pero Durán, que sigue las directrices patrióticas de su capitán, se niega en redondo. El jefe del campo comprende que aquellos oficiales son una mala influencia para su tropa y, poniendo la excusa de una enfermedad contagiosa, traslada a Abrados, Durán, Rodrigo y Albar, a otro destino, apartándoles del resto de los prisioneros. Les despiden, muy apenados, sus subordinados (entre los que distinguimos, además de a los anteriomente citados, a José Luis Heredia), que piensan que quedan desamparados y perdidos, sin sus oficiales. En el nuevo campamento al que son trasladados, los cuatro oficiales encuentran viejos conocidos, a los que Abrados reconoce y llama por sus nombres, los capitanes Valdivia (Manuel Dicenta) y Astúa (Pedro Fenollar). Después de saludarse todos, Valdivia les presenta a Silvestre (Javier Armet), un italiano “de primer orden”, que será “compañero de camastro” del capitán Abrados, y el capitán León (Héctor Bianchotti) se presentará a sí mismo. Al poco de inspeccionar su nuevo alojamiento y de enterarse de que allí los rusos pretenden hacer trabajar a los oficiales (pese a prohibirlo la Convención de Ginebra –como se explicaba reiteradamente en “El puente sobre el Río Kwai”), el capitán Abrados es convocado por el oficial al mando del centro de reclusión, el coronel Nobikov (Ricardo Canales, magníficamente caracterizado). La entrevista no dura mucho y en ella queda de manifiesto que el capitán español no ha cambiado de actitud por el traslado. Surge una fricción con un general alemán (Rolf Wanka), igualmente prisionero, que sí ha cedido a las exigencias rusas, despojándose de sus insignias y aceptando trabajar y que pide a los españoles que no avergüencen a los demás manteniéndose firmes. Abrados manifiesta no sentirse obligado a tener consideración con alguien que se considera un exmilitar y se gana, de paso, el respeto de un oficial alemán (Reiner Penker) que se cuadra ante él. Llega al campo una orden especial por la cual es imperativo que los oficiales trabajen y son todos convocados en el patio para que empiecen las tareas, pero Abrados se rebela manifestando que la ley está de su parte. Los demás oficiales españoles le secundan (distinguimos entre ellos a Ángel Aranda, que da vida al soldado italiano Giovanni), por lo que Nobikov les hace pasar a su despacho. Allí Abrados se mantiene en sus trece y le dice a su captor que sólo el ministro de Asuntos Exteriores ruso podría revocar el acuerdo firmado por la Unión Soviética acatando la Convención de Ginebra. Nobikov cree estar hablando con un loco. Así las cosas, llega el final de la guerra. Sin embargo, eso no supondrá el fin del cautiverio de los voluntarios españoles. Tras la Victoria Aliada, a los prisioneros españoles les someten a ocho meses de reclusión en celdas de castigo. La voz en off de Abrados destila ironía al referirse al mundo de los vencedores como un mundo de “libertad”. Le queda, empero, el consuelo de haberse ganado, con su gallarda actitud, inquebrantable, el respeto para su país de los restantes prisioneros, representantes de otros ocho países distintos.
La actitud calderoniana e hidalga de los españoles les está llevando a no pocas privaciones en su cautiverio soviético. Tal estado de cosas choca con la naturaleza, menos espartana y más hedonista, del capitán Albar quien harto de carecer de los más elementales placeres, se pasa al enemigo, abrazando el comunismo, lo que le proporciona, en primer lugar, una noche de pasión con una “mujer estupenda” y después, el repudio de sus antiguos compañeros oficiales y hasta un bofetón de parte del teniente Rodrigo. Tras este incidente, se suceden los episodios en “Embajadores en el infierno”. Asistimos a un proceso militar contra los oficiales españoles, en el que el coronel Chorne (Antonio Prieto) se encarga de la acusación y en el que el teniente Albar será un testigo denunciante (desacreditado por sus propios actos). A este procedimiento, que sirve básicamente para que Abrados haga una de sus encendidas proclamas,sigue una huelga de hambre de los prisioneros españoles, que, torpedeada por el comandante al mando del nuevo campo (Valeriano Andrés), que trata de hacer creer a la tropa que sus oficiales les han traicionado y han vuelto a comer, siega la vida del capitán Astúa. Después de no conseguir obligarles a comer, los pérfidos comunistas ponen a los díscolos y valerosos españoles bajo las órdenes directas del teniente Albar. “Desde ahora, él es su jefe” , les dice el coronel Yuri (el excelente actor de doblaje Félix Acaso). Albar asegura haber accedido a aquel puesto precisamente para tratar de mejorar la situación de los prisioneros españoles, sus antiguos camaradas, y les ofrece su mano y su amistad, pero todos le rechazan. Después, intenta conseguir que la tropa firme su renuncia a la nacionalidad española a favor de la soviética, consiguiendo convencer únicamente al soldado Antonio Blas Naranjo (Jacinto Martín). Cuando llega la orden de repatriación, haciendo uso de un extraño sentido del humor, el alto mando adjudica a Albar la misión de controlar el embarque de los españoles repatriados. El ahora ciudadano soviético teniente Albar debe tender el puente que permitirá a sus excompañeros volver a la lejana España. En forma patética, Antonio Blas trata de abordar el buque, pero es rechazado porque, como el mismo Albar le dice, él no puede estar en la lista, pues presentó la renuncia a la ciudadanía española. Ahora es un soviético más como él mismo. Al ver zarpar el barco, Albar no puede soportar más el punzante dolor que le produce haber elegido quedarse en tierra extraña y se quita la vida descerrajándose un tiro. Antes ha visto marcharse a oficiales y soldados, desde el valiente y terco capitán Abrados, hasta el soldado Miguel García (Miguel Ángel) o a Manuel Heredia Expósito (Ricardo Lucia).
En un elenco tan exuberante (repleto de actores procedentes de los Teatros Nacionales), Luis Peña tiene a su cargo uno de los papeles de más responsabilidad, más cargado de dramatismo. Es el suyo el drama del hombre moderno, sin convicciones ni principios, a merced de sus debilidades. Forqué, muy satisfecho del rendimiento de Luis Peña, le confiará en años venideros otros roles en los que lucirse y que reúnen un perfil psicológico que contiene no pocos puntos de contacto con el del “débil” capitán Albar.
Odioso gamberro provinciano en “Calle Mayor”
El rodaje de “Calle Mayor” fue accidentado, del modo en que en la España franquista resultaban accidentadas las empresas: su director fue encarcelado. Pasó Juan Antonio Bardem quince días encerrado en los calabozos de la Brigada Político Social. Fue interrogado y finalmente puesto en libertad al no tener ningún cargo que imputarle y como efecto de las presiones internacionales que ejercieron, de un lado, los productores franceses (con Serge Silberman a la cabeza), y de otro, artistas tan reconocidos como el mismo Charles Chaplin, firmante de un telegrama dirigido a las autoridades franquistas exigiendo la puesta en libertad de Bardem. Durante ese periodo, Manuel Goyanes vendió la mitad de su participación en el film a Cesáreo González, que se iba a encargar únicamente de la distribución de la película bajo el sello de Suevia Films. También se intentó que el rodaje no se detuviera por un detalle tan nimio como que el director y guionista del film estuviera entre rejas. Pero la estrella de la película, la norteamericana Betsy Blair, tras conseguir un permiso para ver a Bardem en su celda, aleccionada por éste, se negó a rodar un solo plano a las órdenes de ningún sustituto.
“Calle Mayor”, uno de los films de más reconocido prestigio en la filmografía de Juan Antonio Bardem (y, por ende, en la española en general), se rodó en los estudios Chamartín, para sus secuencias de interiores, y, en la primera etapa de las dos que compusieron su periodo de filmación, en las calles de Palencia para los planos medios y los alrededores de Cuenca para sus planos generales. Tras el parón motivado por la detención de Bardem (que tuvo lugar en febrero de 1956, dentro de las detenciones discrecionales acaecidas con ocasión de los sucesivos disturbios nacidos tras unas concentraciones falangistas conmemorando el aniversario de la muerte de Matías Montero, por un lado, y las posteriores revueltas estudiantiles en la Universidad de Madrid), “Calle Mayor” se completó filmándose el resto de las escenas de exteriores en Logroño. Con la película terminada, la primera impresión no satisfizo a su productor español, Manuel Goyanes, que afirmó haber visto “la película más aburrida de su vida”, ni tampoco demasiado al también productor Ricardo Muñoz Suay, que opinó que “la música era mala”. Sin embargo, Serge Silberman creyó en la película y consiguió que se presentara al festival de Venecia, certamen donde, en cambio, los representantes oficiales de la cinematografía española habían alegado que no podía acudir el film por no estar acabado (afirmación estrictamente mendaz). Con una casi total sustitución de la música original de Isidro B. Maiztegui por una nueva partitura debida a la inspiración de Joseph Kosma, la película obtuvo una acogida muy favorable en el festival de la ciudad de los canales y no obtuvo el León de Oro porque aquel año, precisamente, el jurado propugnaba otorgar un premio rotundo. Las deliberaciones, que habían terminado por limitar las candidatas al premio a la Mejor Película a dos títulos: “El arpa birmana”, de Kon Ichikawa, y “Calle Mayor”, se resolvieron en una votación que arrojó un resultado demasiado ajustado para los presupuestos que manejaba el jurado. Se pretendía que la película vencedora lo fuera por un margen de al menos dos votos y, en cambio, “Calle Mayor” sólo ganó el escrutinio por un voto (seis a cinco). El León de Oro quedó desierto aquella edición del Festival de Venecia y “Calle Mayor” fue premiada “sólo” con el premio Especial de la crítica, que compartió “ex aequo” con “Gervaise”, de René Clement. Betsy Blair, cuyo trabajo en el film impresionó al jurado, no podía optar al premio por estar doblada, en la versión original, al castellano.
Los títulos de crédito de “Calle Mayor” son algo cicateros con don Carlos Arniches. Se limitan a recoger que la película está “inspirada en una farsa de...”, sin especificar el título de la misma. En opinión de este burgomaestre, sería más justo admitir que “Calle Mayor” es una adaptación libre de “La señorita de Trévelez” porque lo añadido por Bardem no deja de ser una suerte de “comentario” a la trama urdida por el maestro del sainete. Dicho de otro modo, “La señorita de Trévelez” no sirvió de inspiración para que Bardem creara “Calle Mayor”, sino que “Calle Mayor” nunca habría existido de no haber escrito antes Arniches su conmovedora tragicomedia. “La señorita de Trévelez”, como obra, no necesita a “Calle Mayor”, esta película, en cambio, necesita la preexistencia de la comedia que, estrenada en 1916, prueba, con su vigencia imperecedera, ser un verdadero clásico, que ya fue llevado al cine por Edgar Neville en 1936 (con María Gámez en el papel protagonista, la misma que hizo de una envejecida Salomé en “El nacimiento de Salomé”, película que protagonizó Luis Peña en 1938, y que, como veremos, volverá a contar con un papel relevante en “Calle Mayor”, como madre de Isabel, la protagonista).
“Calle Mayor”, que se estrenó en Barcelona, en el cine Windsor, el 5 de diciembre de 1956 (permaneciendo en cartel 22 días) y en Madrid, en el cine Gran Vía, el 7 de enero de 1957 (manteniéndose en proyección 28 días), arranca con una seria advertencia en el sentido de que no debe de ningún modo identificarse lo narrado en la película con un país concreto, evitando así que pueda parecer una crítica a España, precaución que, pese a su evidencia, debía eludirse a toda costa, para permitir que el film llegara a ver la luz.
Se nos muestra en “Calle Mayor” la cotidiana existencia de un grupo de personajes en una pequeña capital de provincias. Federico Rivas (el galo Yves Massard, que habla con la voz de Fernando Rey) está de visita de fin de semana en la ciudad. Ha ido a ver a un pensador llamado don Tomás (René Blancard, que actúa con la voz prestada por Teófilo Martínez) para pedirle que escriba para su revista “Ideas”. Federico es amigo de Juan (José Suarez), al que conoce de la infancia en Madrid y que se encuentra afincado en esa población empleado en un banco. Mientras don Tomás y Federico conversan en la biblioteca del Círculo Recreativo local, Juan y sus amigos se impacientan en el piso superior, donde suelen reunirse en torno a una mesa y unos tacos de billar. El filósofo ha sido reciente víctima de un macabro bromazo (con ataúd incluído) que le han gastado los amigotes de Juan. Al hilo del relato de esta circunstancia, ofrece a Federico una descripción de las constantes características de la vida en la ciudad donde habita. Se refiere al aburrimiento provinciano que domina el pulso ciudadano en los siguientes términos: “Hay tres cosas que son el diapasón de esta ciudad: las campanas de la catedral, los seminaristas por la alameda en el crepúsculo yendo de tres en tres, y el paseo por la calle Mayor” . Finalmente, los amigotes se llevan a Federico. Camino del bar “Miami”, donde suelen pasar muchas horas libando brebajes alcohólicos, vamos conociendo a los amigos de Juan, mientras se dan a conocer a Federico. Por un lado, está José María, “Pepe, El Calvo”, que es abogado (Francisco Goda, que actúa con la voz de Antolín García, quien también se encarga de la voz del narrador) que le cuenta a Federico que la tienda del padre de Luis (Luis Peña), “La elegancia inglesa” es la mejor tienda de confección, pero que les van mal los negocios. Luego le explica que el banco en el que trabaja Juan se está adueñando de todo el pueblo. También está Luciano (Manuel Alexandre), que dirige una periódico de ámbito local “muy aburrido” y con resonancias agrícolas. Al restante miembro del grupo se refieren habitualmente como “El médico” (José Calvo) y sólo sabemos de él que está casado (lo mismo que “Pepe, el Calvo”) y que tiene varios hijos. Todavía por la calle, se encuentran con doña Victoria, la señora de Pérez Ramos (el jefe de Juan), que viene de la novena y va acompañada de su amiga Isabel Castro (Betsy Blair), hija del difunto don Blas, un coronel de caballería. Doña Victoria da charla e impacienta a Juan y a sus amigos. Al fin, entran en el “Miami” y Luis toma la palabra para decir que a Federico, que se va al día siguiente de vuelta a Madrid, hay que hacerle una buena despedida. El programa de actos consiste en: “Primero, nos tomamos aquí unas copas, luego, a cenar al mesón, y luego al “Café Nuevo” y después... “¡Después, al barrio Viejo!”, concluye, con picardía “Pepe el Calvo”. En un aparte, Juan pone al corriente a Federico, que le ha preguntado, de cómo son las relaciones sentimentales en la ciudad. Le explica que allí no es posible “salir” con chicas, que o se tiene novia para casarse o se tiene “un plan”. Pero que esto último es muy difícil porque como todo se sabe, las chicas se andan con mucho cuidado, porque luego sólo iban a poder “pescar” a algún forastero. Esa noche, en el Barrio Viejo, van al “Café Moderno”de la Pepita (Lila Kedrova). Allí, mientras “Pepe el Calvo” y el médico juegan a las cartas, Luciano (Manuel Alexandre) y Luis, que ha bailado como una peonza con la dueña del local, se comportan como unos bestias. Se estropea la pianola y Luciano la emprende a patadas con ella. Cuando doña Pepita se inclina para arreglar el aparato, Luis le sacude un palmetazo en el trasero. Luciano está especialmente patoso, hasta que insiste en que quiere irse a casa. En el Café Bar Moderno, de Pepita (que es, en realidad, un prostíbulo) hay una de las pupilas, Tonia (Dora Doll, doblada por María Ángeles Herranz), que está enamorada de Juan. “Pepe el Calvo” se queda jugando a las cartas con otros parroquianos, los demás se van, no sin antes quedar para la mañana siguiente, después de misa. Federico no se divierte y espera al grupo fuera, en la puerta. Caminando por las calles silenciosas, a la una y media de la madrugada, Luciano da aullidos, Luis canta con estilo aflamencado... Cuando pasan por un tiovivo, se suben, se bajan enseguida y juegan al fútbol con una lata... Juan y Federico, que se van por otro camino y se despiden de los otros. Juan parece percibir el mudo reproche de su amigo, el intelectual, y parece incomodarse por sus compañeros de francachela. El domingo, tomando el vermut con Federico, Juan ve pasar a la gente de la ciudad a través de la cristalera del bar “Miami”. Le va contando a su amigo quien es cada cual. Cuando pasa Isabel le comenta a Federico: “Tiene razón Luis, está muy vista. Esa se queda soltera”, dictamina. Cuando pasa Luis, acompañado de una chica, Juan le explica a Federico: “Es una prima suya. Le quieren pescar. Es buen partido”. A primera hora de la tarde de ese domingo, Federico toma el tren y se va. Juan ha ido a despedirle y, cuando el tren se aleja, se topa con Isabel. La saluda y charlan mientras caminan juntos. Isabel le explica que ella va a la estación a menudo, sin ningún motivo concreto. Luego hablan de cine, de las películas que más le gustan a Isabel, que son de trama sentimental y americanas. Juan se muestra cortés y agradable e Isabel le menciona a sus amigas, las Solís (a las que Juan califica impulsivamente como “loros”), y luego comenta que le quedan muy pocas amigas que no se hayan casado y que ella, muy probablemente, se quedará soltera, lo que lamenta, principalmente, porque le gustan mucho los niños. Llegan a la ciudad y siguen charlando, paseando por la Calle Mayor. Allí, Isabel le pregunta a Juan por su vida, si le gusta vivir en una pensión (en la “Gran Pensión Castilla”, le aclara Juan). Resulta que Isabel conoce a la dueña, doña Obdulia (Josefina Serratosa), por ser viuda de militar, como su madre. Juan le ofrece ir a tomar algo, pero Isabel rechaza la invitación por considerarla una mera galantería y alega que es muy tarde. Desde el piso superior del Círculo Recreativo, donde juegan al billar, los observan los amigos de Juan, que se ríen a costa de Isabel. Los comentarios sobre ella llevan a “Pepe el Calvo” a idear una broma, consistente en que Juan aliente esperanzas de matrimonio a Isabel. Luego se la comunican a Juan, el cual se resiste un poco al principio, pero ante las explicaciones de que es el candidato ideal, por estar soltero y por ser de fuera del pueblo, y ante las acusaciones de ser un “rajao”, da su conformidad. Todos ríen anticipadamente a cuenta del éxito del bromazo y Luis se despide de Juan con un “¡Besitos a Isabel!”
El lunes por la mañana, Isabel está en su casa, con Chacha (Matilde Muñoz Sampedro), que trata de animarla para buscar marido, en lugar de acompañar a su madre a la iglesia y ocuparse de beaterías. Le dice también que su madre y ella la vieron pasear acompañada de un hombre. Isabel le asegura que no hay nada entre ellos. Luego, su madre (María Gámez) también le habla del misterioso hombre con quien la vio por la Calle Mayor, e Isabel le dice que sólo sabe que se llama Juan, que es forastero y que trabaja en un banco. La madre se siente algo decepcionada, pues tiene la fantasiosa idea de casar a su hija con un marqués. Madre e hija se meten en la catedral a rezar y Juan entra tras ellas. Sin mediar palabras, sólo con su actitud, Juan da a entender a Isabel que está allí interesado por ella e Isabel, en cuanto toma conciencia de ello, se ilumina toda irradiando felicidad. A la salida de la iglesia, ante las preguntas de Isabel, que le hace notar a Juan que ha faltado al trabajo para hablar con ella, él le contesta que es muy importante para él que salgan juntos. Quedan en ir al cine esa tarde, a ver una película americana de estreno.
Pasan los días y Juan empieza a huir a sus amigos, abrumado por la magnitud de la complicación en que se está convirtiendo su fingido romance. Mientras, Isabel cada vez está más ilusionada y enamorada. En la soledad de su habitación, repite el nombre de Juan. Mientras, cuando consiguen echarle la vista encima, y ante las dudas de Juan, que se ahoga en escrúpulos, sus amigos le “pican” sin misericordia, consiguiendo su objetivo. Juan se lanza a fondo, a declararse a Isabel. Lo cual hace durante una procesión. Como el ruido de los tambores y trompetas ahoga sus palabras, Juan tiene que alzar la voz, con tan mala fortuna que, cuando la música se interrumpe, todas las beatas que concurren a la procesión le oyen cómo le grita a Isabel: “Te quiero y quiero casarme contigo”. Le pide el sí a Isabel y ésta accede encantadísima. Una anciana (Julia Delgado Caro), tras preguntarle si es de la congregación, echa a Juan de la procesión, el cual se aleja pero no sin arrancarle a Isabel la promesa de que acudirá a una cita en la Calle Mayor, en cuanto termine con la procesión. Esa noche, en el Café de Pepita, Juan le pregunta a Tonia qué piensa de lo que está haciendo. Tonia le dice que le ha decepcionado, le hace notar que Isabel lo va a pasar mal. Juan le dice que no, que no le va a pasar nada. Tonia le llama sinvergüenza, le hace un gesto de rechazo, pero pasan la noche juntos. Al día siguiente, la madre de Isabel y la Chacha empiezan una novena, agradecidas de que la chica haya encontrado novio. Isabel y Juan salen de paseo. Las amigas de Isabel vuelven a saludarla, las conocidas también. Todas la felicitan, aunque, como le hace notar Juan, siempre hacen el comentario justo para herirla. El noviazgo va aumentado en intensidad. Isabel está muy enamorada y le pide a Juan que le diga que le quiere mientras le llena de besos. Juan se muestra visiblemente incómodo, pero la chica no lo nota. Mientras, “Pepe el Calvo” está pensando ya en el remate de la broma. Comentándolo con sus amigotes, decide que en el próximo baile anual del Círculo Recreativo (del que Luis es vocal de festejos) se anunciará oficialmente la boda y entonces, se encargarán de “tirar de la manta”.
Juan, por la noche, se refugia en Tonia. Le comunica sus inquietudes. Tonia le dice que le diga la verdad a Isabel. Al día siguiente, hasta van a ver un piso en construcción. Juan cada vez sufre más. Pide ayuda a su amigo Federico, el escritor, que se presenta en la ciudad, acudiendo a su llamada de auxilio. Esa noche, los amigos de Juan le explican la solución que han encontrado. En el momento del anuncio de la boda en el baile anual del Círculo, intervendrá Pepe “El Calvo” y denunciará que Juan mantiene un noviazgo previo de tres años de duración con una chica de Logroño, prima suya. Federico, que está presente, les insulta.
A la mañana siguiente, Federico habla con don Tomás y llega a la conclusión de que en el caso que ocupa a su amigo Juan está el signo del verdadero pulso de su país. Y también que hay que perder el miedo a la verdad. Que todos los males de Juan, defecto extrapolable al conjunto de la sociedad, es el miedo a la verdad. El deseo de vivir tranquilo, que impele a eludir la realidad y a abrazar la mentira. Juan trata de decirle la verdad a Isabel, pero en lugar de eso, le asegura, mirándola a los ojos, que le quiere. Esa noche, en una tasca, hablando con Federico, Juan demuestra que está desesperado. Piensa en huir de la ciudad o hasta incluso en el suicidio.
Por último, es Federico quien le dice la verdad a Isabel. Le propone que se vaya con él a Madrid. Isabel llega hasta la taquilla para sacar un billete, pero ante la pregunta del empleado (Manuel Guitián) de “a dónde” quiere ir, Isabel no consigue responder. Federico trata de hacerla reaccionar “¡Tiene que vivir, Isabel!”, pero Isabel no toma el tren. Se queda, caminando por la Calle Mayor , pasando ante los ojos de sus crueles y cobardes agresores que están refugiados en su cubil, en torno al verde tapiz del billar, hasta su casa, donde permanecerá, mirando inexpresiva al exterior tras los cristales de su ventana, sobre los que golpean las gotas de una fina llovizna.
Son muchos los méritos de “Calle Mayor”, y quizá el mayor de ellos sea el de permitir a Betsy Blair (Elizabeth Winifred Boger, New Jersey, 11/12/1923, Londres, 13/03/2009) exhibir su rara y fascinante sensibilidad, que ya había cautivado a Bardem (y a medio mundo) en un papel muy similar en “Marty” (1955), la reciente y oscarizada película de Delbert Mann que protagonizó Ernest Borgnine en el papel titular. Betsy Blair, próxima entonces a divorciarse de su esposo, el bailarín, cantante, actor y director Gene Kelly, y a verse inscrita en la temida “Lista Negra” maccarthyana constituye en “Calle Mayor” un suculento festín para el espectador ávido de emociones puras y sin adulterar. La patética epopeya de Isabel Castro en el asfixiante ambiente de su provinciano confinamiento subyuga al espectador, en gran medida, gracias a su talento interpretativo, muy bien expuesto, por supuesto, por un Bardem más inspirado de lo habitual, y por la voz insuperable de la actriz que la dobló, Elsa Fábregas (Elsa Fábregas Munill, Buenos Aires, Argentina, 1921, Barcelona, diciembre 2008). En la misma línea de excelencia, tanto Luis Peña, como Manuel Alexandre, José Calvo y Alfonso Goda, dan vida de manera más que convincente al grupo de señoritos crueles, estúpidos y canallescos que forman los amigos de Juan (extraordinario, por cierto, José Suarez, inmejorable en su condición de “protagonista puro” en la mejor tradición del cine americano). Luis Peña, en particular, que no por nada está destacado su nombre en el reparto, junto al de los actores que dan vida a los papeles principales, despliega una amplia gama de recursos. Es el que ríe más repulsivamente, enseñando una dentadura presta a desgarrar, con el arma de la burla, tierna carne inocente. También le vemos bailar enérgica y convulsivamente, cantar por aires aflamencados, y encresparse, teniendo que ser sujetado, cuando es insultado por Federico.
De “Madrugada” a “La frontera del miedo”, pasando por "Amanecer en Puerta Oscura"
“Madrugada”, film dirigido por Antonio Román que adaptaba al cine la obra homónima de Antonio Buero Vallejo, ya compareció en este weblog con ocasión de la entrada dedicada a Manuel Díaz González. Destacamos en su día que nuestro protagonista de entonces repetía para la cámara cinematográfica el mismo papel que ya había representado en escena, el de Dámaso, como también hizo su compañero Antonio Prieto, que sobre el escenario había sido su hermano Lorenzo. Luis Peña, en cambio, como la mayor parte del reparto, incorporaba su personaje por primera vez, directamente para el cine, sustituyendo a Gabriel Llopart, que era quien, en el teatro Alcázar de Madrid, había estrenado la obra un 9 de diciembre de 1953 asumiendo la personalidad de Leandro, el hijo de Lorenzo. La trama de “Madrugada”, que reprodujimos aquí en su día, nos limitaremos ahora a recordar que es la correspondiente, como denuncia el título, al transcurso de una noche en el domicilio del pintor Mauricio Torres, que acaba de fallecer. Amalia (Zully Moreno), su reciente esposa y amante de los últimos años, que ha estado a su lado hasta el último momento, guarda en sí la insoportable angustia de haber visto en la mirada de Mauricio un oscuro reproche. Convencida de que alguien ha envenenado a su amado con una sucia mentira sobre ella, convocará urgentemente a toda la familia del artista escondiendo el hecho de que ha expirado y de que ella es su viuda legítima. Una vez en su presencia, les explicará que Mauricio está agonizando y que sólo se reanimará para testar a su favor si se le administra una inyección, y que lo hará si no confiesa allí mismo quien la haya calumniado. La familia, en todo semejante a una colección de buitres de distintos pelajes, llegará, por medio de Lorenzo, el hermano de Mauricio, a proponerse, con la complicidad de Dámaso (el otro hermano), provocar la muerte del pintor. Finalmente, Amalia y su amor por Mauricio resultarán plenamente triunfantes. El papel de Luis Peña, como Leandro, el hijo del hermano mayor de Mauricio, un escritorzuelo que se gana la vida en trabajos de poca altura, tiene la complejidad psicológica que al actor le resulta cómoda de representar. Su Leandro está sinceramente enamorado de Amalia, pero su alma está dominada por la envidia que siente hacia Mauricio. Esta constante humillación que percibe y que le atraviesa el corazón como un dardo candente le imposibilitan para amar con nobleza y le hacen desesperadamente desdichado. Luis Peña, especialmente dotado para lidiar con esta clase de debilidades del espíritu, se mueve como pez en el agua en este terreno dramático. En papeles también destacados, actúan en “Madrugada” actores que, como veremos más adelante, en otro epígrafe de esta entrada, comparten escenario con Luis Peña en los Teatros Nacionales de aquellos años, tales como Carmen Díaz de Mendoza, en el papel de Paula, una enamorada sin esperanzas de Mauricio, el mismo Antonio Prieto o Javier Loyola (que entonces se acreditaba como “De Loyola”) que hace un periodista. Repitiendo, como Antonio Prieto y Manuel Díaz González, el papel que ya había interpretado en el escenario, encontramos a María Isabel Pallarés (que ganó por su interpretación de la codiciosa y amargada Leonor, la mujer de Lorenzo, el premio del Sindicato Nacional del Espectáculo a la mejor actriz secundaria), mientras que María Francés (como la abnegada sirvienta Sabina) sustituyó a Margarita Robles. En roles de menor extensión podemos mencionar a José Luis López Vázquez (en el papel episódico de un periodista, que comparte escena con Javier Loyola), a la joven Mara Cruz (como Mónica, la hija de Dámaso y Leonor), a Santiago Rivero (en el papel de un funcionarial directivo del Círculo) y a Dolores Villaespesa, que hace el auxiliar papel de la enfermera, que sobre las tablas había interpretado Pilar Muñoz.
Si de “Embajadores en el infierno” y de “Madrugada” habíamos hablado algo en “Lady Filstrup”, aún en mayor medida lo hemos hecho sobre “Amanecer en puerta oscura”. El sensacional “drama de bandolerismo” nacido de la creatividad combinada de José María Forqué y Alfonso Sastre ha sido motivo de comentario aquí con ocasión de las entradas dedicadas a Valeriano Andrés, primero, y a José Sepúlveda y a Fernando Cebrián, después. A lo dicho entonces (especialmente en la entrada citada en segundo lugar) poco cabe añadir ahora, salvo destacar la participación de Luis Peña y la importancia de su papel en el conjunto del film, premiado, como ya destacamos en su día, con el Oso de Plata a la Mejor Película del Festival de Berlín en su edición de 1957. Se cuenta en “Amanecer en Puerta Oscura” el caso de Andrés Ruiz (Luis Peña), un trabajador en unas minas a cielo abierto de explotación extranjera en suelo andaluz, que sale en defensa de un compañero (Fernando Cebrián) mal tratado por un capataz, con el resultado de que el brutal vigilante fallece en el enfrentamiento. No estando dispuesto a aceptar el castigo que se avecina, Andrés se rebela y exige la presencia del ingeniero de la mina, Pedro Guzmán (Alberto Farnese), amigo suyo, para que sea garante de su seguridad. La intervención de Carter, el patrón de la mina (Santiago Rivero) provoca que las cosas se compliquen todavía más y los dos amigos, con otro cadáver a sus espaldas, se ven obligados a emprender la huida y a internarse en la Sierra. Allí ingresan en los dominios del bandolero Juan Cuenca (Paco Rabal). Juntos afrontarán el acoso de la justicia y de los viejos enemigos del bandido mientras tratan de seguir con sus vidas. Tras la boda, casi clandestina, que oficia el sacerdote a quien da vida magníficamente José Marco Davó, de Pedro con su novia, María (Luisella Boni) y otras peripecias, los tres fugitivos son apresados, tras fracasar por culpa de una traición en un intento de abandonar el país vía marítima. En un emocionante final, Andrés, Pedro y Juan, se someten a la voluntad de la imagen de Jesús el Rico, una costumbre tradicional instaurada por Carlos III que se celebra el Jueves Santo, según la cual, la imagen, que tiene un brazo articulado, da la libertad a un reo al que elige señalándole. Frente a los inocentes Andrés o Pedro, el Cristo concede la libertad al redimido bandido.
Para Luis Peña fue esta una película con una significación especial, pues le valió alzarse con el Premio del Sindicato Nacional del Espectáculo al Mejor Actor de Reparto de 1957 por su interpretación del rebelde Andrés Ruiz, un obrero que se ve empujado a luchar por defender sus derechos y los de sus compañeros, y que se verá obligado a pagar un alto precio por ello, perdiendo la felicidad que tenía con su mujer, Rosario (la siempre encantadora Isabel de Pomés) y su pequeño hijo, Andresito. El mismo galardón, pero en la categoría de Actor Principal, fue a manos de Paco Rabal, que también recogió el correspondiente de los Premios concedidos por el Círculo de Escritores Cinematográficos.
Es “Quiéreme con música” una muestra de la muy peculiar manera de entender la diversión que tenía el estajanovista Ignacio F. Iquino, una especie de comedia musical con canciones y bailes integrados en la acción, de forma harto exótica para los usos habituales en el cine patrio, más propenso a justificar cada gorgorito que sale de las gargantas de sus estrellas de la canción con alguna excusa argumental. En “Quiéreme con Música”, dejando al margen el hecho de que la protagonista sea una vedette de revista, los personajes cantan y bailan sin pedir permiso ni poner excusas, y todo el film tiene un sano aire de divertimento desinhibido. Probablemente, en su naturaleza de mixtura, inherente al hecho de tratarse de una coproducción con la República Federal de Alemania, radique la explicación de la impresión de rareza que produce el film. A la tenacidad en la persecución de la comercialidad que Iquino buscó mediante dos o tres fórmulas, aplicando en el caso presente la de sumar un juguete cómico “de enredo” (parcela en la que encajaba el Luis Peña del repertorio Muñoz Sampedro-Soto-Peña) con números musicales preferentemente bailables, se sumó el elemento “extraño” germano.
Estrenada el 8 de mayo de 1957 (muy adecuadamente) en el Palacio de la Música, “¡Quiéreme con música!” contó con un guión original de Francisco Prada, Manuel Bengoa, Ignacio F. Iquino y el germano Fritz Böttger. En él se daba cuenta del descomunal plantón que Amadeo Ochoa (Luis Peña) propinaba a una guapa vedette, Berta (Rosa Carmina), el día fijado para su boda, pues estaba, a la hora prevista, casándose con Dolorcitas (Hanita Hallan), una mujer completamente diferente, que le ha conquistado porque, en un arrebato amoroso, le dijo que sería feliz “zurciéndole los calcetines”. El personaje de Luis Peña es descrito, antes de aparecer en pantalla, por una amiga de Berta como alguien que “Lo reúne todo: es guapo, buen tipo y tiene mucho dinero”. Pero el caudal del que dispone Amadeo depende de su buena armonía con su millonaria tía Edith, por lo que cuando recibe una llamada suya, en el transcurso de su boda con Dolorcitas, anunciándole su proxima llegada, paraliza la luna de miel. Dolorcitas, que es tan hacendosa que hasta ha entrado en la cocina del hotel donde se celebra el banquete nupcial para rectificar el punto de sal del consomé, acepta resignada la demora en la consumación matrimonial, pues Amadeo teme que una boda sin consentimiento previo de su tía podría costarle ser desheredado. Mientras, Berta masca su venganza. Famosa como es, debe afrontar el acoso de los periodistas, que hurgan en su herida. Que una mujer reconocida por su belleza haya sido tan brutalmente despreciada, provoca preguntas tan directas como “¿Va a seguir de vedette o se va a retirar a un convento?” Los despiadados periodistas ensartan a Berta, todavía vestida con su traje nupcial, sentada al pie de la escalinata que conduce a la entrada de la iglesia donde debía contraer matrimonio, con preguntas. Uno de ellos, el más descarado, sugiere que les invite a zamparse el banquete, ya que supone que debe estar pagado. Un tercer reportero pregunta morboso: “¿Qué vas a hacer para vengarte? ¿Qué piensas hacer con el novio, si le encuentras?”¿Qué piensas hacer si te encuentras con el novio?” La frágil situación en que Amadeo se ha metido, le brinda a Berta la oportunidad de tomar venganza. Adelantándose a la tía Edith, a la que Amadeo espera recibir solo, para irle preparando, Berta se presentará inopinadamente, suplantando a Dolorcitas y ocupando a los ojos de la ricachona pariente el lugar de la esposa de Amadeo. En el frenético enredo en el que Amadeo se ve envuelto, un elemento distorsionador excepcional lo constituye la madre de Berta (Guadalupe Muñoz Sampedro, que refuerza con su presencia la impresión de que esta película debía tener mucho que ver con el género de comedias que representaba en escena con su yerno, Luis Peña) y, en cambio, tan sólo cuenta con el apoyo de su amigo gorrón, José Luis, al que da vida el “vienés” Gustavo Re.
José Luis Dibildos, guionista antes que reconocido e influyente productor, y Pedro Lazaga empezaron a colaborar juntos muy pronto, muy jóvenes, ya desde uno de los primeros largometrajes que, como director único, firmaría Lazaga. Aliados, por lo común, con argumentistas de comedia tales como Alfonso Paso, Noel Clarasó o Jesús Franco, Dibildos y Lazaga formaron un tándem creativo tan prolífico como definitorio de un estilo de cine que ha quedado para la posteridad como característico de una época, la mitad final de la década de los cincuenta. Algo oscurecido por el peso popular de las comedias que firmaron, otro género de películas, digamos, más serias, es también digno de reconocimiento y estudio, cual es el caso de “Hombre acosado” (1950), “La fiel infantería” (1961) o, la que nos interesa hoy, por contar con protagonismo de Luis Peña, “La frontera del miedo”.
Estrenada el 16 de junio de 1958 en la sala madrileña Palacio de la Música, “La frontera del miedo” ya fue mencionada aquí con motivo de la entrada dedicada al malogrado Fernando Cebrián . Se trata de un film precursor, en gran medida, de la moda del subgénero de “cine de catástrofes”. Según un guión original de José Luis Dibildos basado en un hecho real (un aterrizaje forzoso de un avión en la serranía soriana, que sumió a sus pasajeros en una situación límite de supervivencia en condiciones extremas), el film, fotografiado por Salvador Torres Garriga y filmado en los barceloneses estudios Orphea, arranca con un atraco perpetrado por Ramón Velasco (Luis Peña) a una bombonería, el cual sirve de prólogo. La parte principal de la acción da inicio a las once de la noche de una Nochebuena, momento en que una serie de pasajeros suben a un avión para emprender un vuelo Atenas-Barcelona-Madrid. En el aparato se dan cita, además de la tripulación (entre la que destaca la presencia de una azafata a quien da vida Elvira Quintillá), el atracador antes citado, el cual se ha hecho acompañar por una antigua novia suya, Mercedes Peña (Analía Gadé); el actual prometido de la guapísima Mercedes, Pablo Beltrán (Rubén Rojo, protagonista de otro guión anterior de Dibildos, el de “Sierra maldita”) quien, creyéndose engañado por su novia, la ha seguido y planea su venganza; una estrella de cine, Celia Dubois (Marisa de Leza), su mánager (Rafael Alonso), el prestigioso cirujano Esteban Cruz (José María Rodero, que ya había trabajado con (y convencido a) Pedro Lazaga en “La patrulla”); el sacerdote padre Ignacio (Arturo Fernández, que sería poco después protagonista de otro film de Lazaga, “La fiel infantería” ), y el griego Papagos (Antonio Ozores), entre otros. Sobrevolando las tierras de Soria, el avión sufre una avería y debe aterrizar de manera forzosa. A las heridas consecuencia de la maniobra, entre las que destacan por su gravedad las sufridas por el representante artístico que debe sufrir la amputación de un brazo, los viajeros deben añadir la penalidad de un frío intensísimo, la incertidumbre de una subsistencia precaria y las tensiones acumuladas que estallan en enfrentamientos entre Ramón y Pablo. Informados de la triangular relación pasada establecida entre Mercedes y los dos rivales por medio de oportunos “flash-backs”, los espectadores asisten atentos a una distraída película dramática, en la línea de la coetánea “Todos somos necesarios” (José Antonio Nieves Conde, 1956), en la que se deslizan, de paso, consideraciones críticas sobre la mentira del oropel del mundo del cine (emparentadas, quizá, con la visión ofrecida por “La gran mentira”, film de Rafael Gil de 1956). Así, como sucedía en el film de Nieves Conde, es decisiva la intervención de un cirujano en condiciones extremas. Si allí el médico interpretado por Alberto Closas debía vencer sus escrúpulos morales, debidos a su decepción vital, aquí, Esteban Cruz debe sobreponerse al dolor de sus propias heridas para poder operar con éxito a Mercedes y extraerle la bala disparada en la refriega entre Pablo y Ramón. El padre Ignacio oficiará el sacramento del matrimonio “in articulo mortis” que unirá a Mercedes y Pablo mientras Ramón se perderá en la negra y helada noche soriana.
Dos películas con Gino Cervi
Gino Cervi había sido una gran estrella del cine italiano en la década de los años 30. Hijo del crítico teatral Antonio Cervi, que falleció en 1923, Gino Cervi debutó en la escena en 1924 y se mantuvo en primera línea tanto en teatro como en el cine hasta después del final de la Segunda Guerra Mundial. En los años cincuenta, su prestigio intacto reverdeció en popularidad al incorporarse al medio televisivo, donde incorporó el personaje del comisario Maigret. Entre 1957 y 1958, Luis Peña trabajó en dos películas, sendas coproducciones con Italia (país con el que mantenía cierta relación desde 1938, cuando filmó “El nacimiento de Salomé”), con Gino Cervi como protagonista. La primera en estrenarse, concretamente, el 2 de enero de 1958, producida por el hijo del actor italiano, Antonio, y dirigida por el experimentado cineasta Riccardo Freda, fue “Un hombre en la red”; la segunda, que se estrenaría el 16 de junio del mismo año, también en el cine Avenida, como la anterior, la dirigió otro transalpino, Lionello de Felice, y se tituló “El pasado te acusa”.
Da comienzo “Un hombre en la red” con un arranque típico de las películas del género negro. De esos que sirven para que el espectador sepa que “la cosa va en serio”. Alguien hace una maleta, se despide de su mujer, y luego es brutalmente asesinado en plena calle. El método empleado, bastante original, por lo escasamente sofisticado, consiste en que un operario que aparentemente trabaja en una obra pública, le propina a la víctima un golpe por la espalda en el occipucio. A continuación, aparece el inspector Medina (Félix Dafauce) dando los detalles a su superior, el jefe de la policía de Tánger (Mario Moreno). El asesinado era Rushkin, un ucraniano al que se le relacionaba con el tráfico de drogas. Y mientras que el jefe de la policía conecta el crimen con otros recientemente perpetrados, formando parte de las acciones de una organización criminal, el inspector Medina sostiene otra opinión, considerando los distintos delitos como hechos aislados. En todo caso, el jefe de policía ordena que se inicie una investigación a fondo.
El film pasa después a una secuencia de tono de comedia rosa cuya acción transcurre en la playa, en la que el apuesto John Millwood (Edmund Purdom, el célebre coprotagonista de “Sinuhé, el egipcio”, a quien dobla Roberto Martín) conoce a la joven Mary Borelasky (la francesa Généviève Page) y a su padre, el acaudalado profesor Borelasky (Gino Cervi, doblado por Claudio Rodríguez). Enseguida inicia el flirteo, con resultados no del todo desalentadores. Con la excusa de devolverle unas gafas que ha olvidado su padre en la playa, John se presenta en la mansión de los Borelasky, que llevan unos meses en Tánger, presentándose al lacayo que le franquea la entrada con el nombre de un conocido de la familia que ha oído mencionar a Mary. Introduciéndose en la reunión que se está celebrando en el salón de los Borelasky, John conoce allí al inspector Medina, que comenta estar seguro de haberle visto la noche antes en el curso de la investigación que está realizando para resolver el crimen de Rushkin. Millwood lo niega, asegurando que la noche anterior, como todas, estaba en el night club “Sherezade”, y se dedica a hacerle la corte a Mary. Antes de despedirse, John le pide a Mary que vaya a verle al “Sherezade”. La noche siguiente, Mary, acompañada de su padre, está en el citado local nocturno. Son obsequiados por el dueño del local, el señor Bortier (Luis Peña, que actúa con la voz prestada por Juan Antonio Gálvez), detalle del que es informado por el barman Blake (Antonio Molino Rojo), acodado en la barra. John se acerca a la mesa de los Borelasky y charla un poco con ellos. Luego vuelve a su puesto en la barra, donde es requerido por Bortier para que pague lo que adeuda, un total de doscientos dólares. John es un vividor que está sin blanca, como tiene que admitir ante su acreedor (al que paga con el último cheque de su talonario) y ante su amiga Lola (Amparo Rivelles, que figura en el reparto en régimen de “colaboración especial”, como el propio Luis Peña, y está doblada por María Romero), una chica de alterne medio empleada y medio amante de Bortier que se siente atraída por Millwood. Las amistosas relaciones que se establecen entre todos los personajes del film van cambiando de aspecto conforme avanza la acción. John desarrolla sus pesquisas durante la noche a la par que se adentra en su relación con Mary y se interesa por las actividades de su padre, centradas en pagar grandes sumas de dinero a los pescadores de la zona a cambio de que le provean de peces raros, que son su obsesión. A Lola le dice que quiere entrar en el “gang” de Bortier y le pide que le ayude a hacerlo. Viendo que las cosas se pueden complicar mucho, y como Borelasky ya le ha dicho que no está dispuesto a pemitirle que siga adelante con su hija, John le dice a Mary que la ha estado asediando únicamente por el dinero de su padre, que él está acostumbrado a vivir de las mujeres. Una historia semejante le cuenta al inspector Medina cuando éste, tras practicar un registro en su habitación del Hotel Minzah, encuentra una agenda con el nombre tachado de Rushkin. En el curso de sus investigaciones, Millwood descubre que en el almacén de Bortier se descargan camiones que transportan botellas llenas de droga. Utiliza esa información para que el traficante no sólo le perdone su deuda sino que además lo admita en su organización criminal ocupando el puesto que dejó vacante el difunto Rushkin. Bortier le reprocha que le pagara con un cheque sin fondos, a lo que Milwood contesta risueño y, hecha su propuesta, abandona el despacho de Bortier. Una vez en su hotel, Millwood escucha una cinta magnetofónica que le ha pasado el barman Blake en el interior de un libro hueco. Son las instrucciones de sus superiores para que continúe su operación de reunir pruebas para desmontar la organización que trafica con droga desde Tánger. Resulta que Millwood es en realidad un agente del FBI que trabaja para la Interpol. Estupefacción general entre el público. Cuando John vuelve al “Sherezade”, Blake ya no está en la barra del local y Bortier le está esperando en su despacho. Le comunica que está admitido en el seno de su organización criminal y que le va a mostrar el funcionamiento al instante. Hace que le acompañe al almacén. Allí tienen retenido a Blake, al que torturan brutalmente porque le han descubierto en sus labores de grabación de las conversaciones privadas de su jefe. Un sicario que siempre va pegado a Bortier y que no dice palabra, pero que, a cambio, está lleno de tics (el murciano José Guardiola, que, como Félix Dafauce, se reúne con Luis Peña desde el rodaje de “Surcos”, film en el que debutó ante las cámaras), dominado por una vena sádica estridente, aplica un infiernillo eléctrico al rojo vivo sobre el pecho de Blake. Bortier le da a Millwood su primera misión: acabar con Blake. El mismo prisionero implora que Millwood lo despache, incapaz de sufrir más, pero muere sin necesidad de que el agente infiltrado lleve a cabo tan desagradable petición. Entonces Bortier ordena a su nuevo esbirro que se deshaga del cadáver. A continuación llama al inspector Medina para que detenga a Millwood bajo la acusación del asesinato de Blake. Se produce entonces una persecución autmovilística que se resuelve con el coche de Millwood despeñándose por un barranco sobre el proceloso mar. Se publica la noticia de su muerte para desesperación de Mary, pero Millwood está vivo y oculto en casa de Lola. Allí llega Bortier, quien, tras husmear por los rincones de su apartamente, le dice a su amante a tiempo parcial que ha vendido el “Sherezade” y que se va de Tánger de manera inminente, proponiéndole que se marche con él. Más tarde John surge del asiento trasero del coche de Mary, dándole un susto morrocotudo de manera imprudente, pues la chica va conduciendo. Detenidos en un recodo del camino, John le explica a su amada que su padre (que no es su padre en realidad, sino que la adoptó a los cinco años) no es quien dice ser, sino el peligroso gángster norteamericano Nick Dovelli, que lleva varios años desaparecido y al que el FBI le sigue la pista. Cuando Mary vuelve a casa y ante la pretensión de su padre de abandonar Tánger con ella al día siguiente, la muchacha le espeta todo lo que sabe a propósito de su verdadera identidad. Dovelli, que es muy listo, adivina enseguida que Millwood está vivo y que ha sido él quien le ha informado de todo. Esa noche su banda va a embarcar un gran alijo de drogas, el definitivo (que piensan sacar de Tánger en un barco cargado de cajas de pescados rellenos de estupefacientes), por lo que se imponen medidas drásticas. Antes, cuando John ha llegado al domicilio de Lola, la ha encontrado cadáver, y de los rincones del apartamento han surgido los sicarios de Botier, que le capturan. Así las cosas, con John Millwood prisionero e inconscente y el alijo a punto para salir de Tánger, llega la orden de liquidar al policía, de lo que queda encargado el inspector Medina. Pero cuando el traidor polizonte llega al lugar de confinamiento del agente secreto del FBI, éste ya se ha deshecho del esbirro que lo vigilaba, que ha sido muy imprudente, y se ha dado a la fuga. Medina, que cuando se irrita demuestra tener muy poco tacto, se pone a patear en el suelo al torpe guardián quien, haciendo gala de una muy escasa paciencia, saca un revólver y disparándolo contra Medina, lo mata. Mientras, John Millwood ha llegado a la mansión de los Borelasky, que está semi-vacía. Sorprendido por Dovelli, es encañonado por él. Mary se interpone en la línea de tiro,abrazándose a su enamorado y Dovelli, tras un par de advertencias, dispara su arma. Simultáneamente, el jefe de la policía surge providencialmente por una trampilla y dispara a su vez sobre Dovelli, matándole. Mary no puede evitar arrojarse sobre su cuerpo inerte y gritar desconsolada: “¡Papá, papá!” Pero el disgusto dura poco. Al final de la película vemos cómo Mary y John toman juntos un avión de Iberia que se los lleva a una nueva vida, feliz.
Luis Peña, que en estos sus años de primera madurez parece estar especializándose cada vez más en los papeles de delincuente, asume a la perfección el rol del jefe intermedio de una banda de traficantes de droga. Se muestra seguro de sí, frío y despiadado, como cabe esperar de un maleante avezado. Casi despreciativo con el personaje femenino con el que se le empareja (que no permite a la pobre Amparo Rivelles dar síntomas de su indudable grandeza), guarda sus mejores y más venenosos modales para su oponente, el protagonista masculino. Su personaje, por rigores quizá del montaje definitivo, no cuenta con un final digno de la relevancia que había tenido en el conjunto del film, pues aunque se supone que será detenido, se nos priva de la visión de su prendimiento. En conjunto, “Un hombre en la red” es una película estimable y muy distraída. Dotada de una cuidada fotografía, que proporciona una atmósfera dramática idónea para la trama criminal, no desaprovecha del todo las posibilidades románticas de la pareja protagonista, concediéndoles alguna importancia más de la habitual en el género. Destaquemos, por último, que unas gotas de erotismo, a cargo de la carnal bailarina que actúa en el “Sherezade”, sirven para aderezar el buen sabor general de “Un hombre en la red”, título que cabe considerar integrante de la corriente precursora de la serie Bond.
A Luz Márquez, la debutante muchacha de “Embajadores en el infierno” (cuyo papel en su otro film de 1956 –“Manolo guardia urbano”- ya le valió un premio del Círculo de Escritores Cinematográficos y cuya carrera está apunto de eclosionar en 1958, año en el que participará, desempeñando papeles destacados, en la friolera de ocho largometrajes) volverá a encontrársela Luis Peña en “El pasado te acusa”, formando la pareja protagonista con Alberto Closas (actor recuperado para el cine español sólo un par de años antes, cuando, arribado procedente de Argentina, había interpretado el papel principal de “Muerte de un ciclista”).
Producida en 1957, “El pasado te acusa” se presentó al público el 16 de junio de 1958, el mismo día, en efecto, que se estrenó “La frontera del miedo”, con lo que Luis Peña duplicó su presencia en la cartelera de manera simultánea. Logrando mantenerse catorce días en su local de estreno, “El pasado te acusa” contó con Luis Marquina como director general de su producción. Así mismo, el director de “Alta costura” aparece acreditado como autor de la versión española del guión que firmaron Lionello de Felice (director asimismo del film), Ernesto Guida y Vittorio Nino Novarese.
Se inicia la acción de “El pasado te acusa” con la llegada vía marítima (el film se rodó en Lloret de Mar, Costa Brava, Girona) de los recién casados Jeannette (Luz Márquez) y Diego (Alberto Closas) a un castillo que ha alquilado el segundo para pasar junto a la primera lo que les queda de su luna de miel. La pareja procede de Montecarlo, donde ha disfrutado la primera parte del viaje de novios y esperan (es una ilusión que hace expresa Jeannette) encontrar más intimidad en su nuevo destino. Por su diálogo sabemos de inmediato que él es pobre y ella muy rica, y que ambos han convenido que vivirán exclusivamente de lo que él gane. A su llegada al castillo se encuentran con que no están solos. Un grupo de amigos del novio les están esperando con la sana intención de hacerles compañía y de no permitirles que se aburran. Se trata de una caterva de bohemios poco recomendables, ociosos y frívolos, amigos de gastar bromas pesadas y de vivir del cuento. Su recibimiento, con las luces apagadas y con uno de ellos, simulando ser un cadáver tendido en el suelo, ya marca la pauta de cual será su comportamiento. La “trouppe” la forman una antigua novia de Diego, Laura (una escultural Lina Rosales), el escritor Gaspar (Rafael Durán), la excéntrica y entrada en años Cristina (María García Alonso), su sobrina Paulita (Mara Cruz), su amante, un campeón de waterpolo, mucho más joven que ella, llamado Miguel (José Marco). Hechas las presentaciones, hace una fenomenal aparición Andrés (Luis Peña), un pintor alcoholizado que, desde lo alto del piso superior, les da un repaso a todos sus amigos, con especial rencor hacia Diego, por ser la suya la traición más grave, pero no descuidando acusar a Gaspar de haber plagiado su único libro de éxito y advertirle de que posee una copia manuscrita del original que prueba su delito. Tampoco olvida señalar el ridículo papel de Cristina, ni, por supuesto, los reproches hacia Laura a la que veladamente acusa de haberle sido infiel. Los presentes consiguen poner fin a la catártica “performance” del borracho pintor, encargándose Laura de enviarle con firmeza y suavidad a dormir la mona, y hasta le excusan ante la recién incorporada al grupo, achacando a que su trabajo pictórico no va a su satisfacción, lo que lo pone de mal humor. Poco después, Jeannette y Diego se retiran a su habitación, donde al poco la mujer intercepta una nota anónima que alguien ha dejado destinada a que Diego la lea. Se trata de una misteriosa cita nocturna que el destinatario se encarga de rechazar y de restarle importancia, sugiriendo que se trata de otra “bromita” de sus amigos. Jeannette acepta la explicación no del todo convencida y la pareja se acuesta a dormir. Esa noche, Jeannette se despierta y se encuentra sola en la habitación. Acude, naturalmente, al lugar fijado para la cita que le habían propuesto a su marido y allí encuentra el cuerpo inerte de Andrés, que parece muerto. Regresa a toda prisa a su habitación y poco después aparece Diego portando una bandeja provista de suculentas porciones de pollo frío, pues se había despertado hambriento en medio de la madrugada. Así las cosas, puede decirse que ambos se han levantado en busca de fiambres, pero a Jeannette el macabro hallazgo no le ha abierto el apetito, sino que la ha llenado de pavor. Diego atiende a las explicaciones de su joven esposa como si de atender a las fantasías de una niña asustadiza se tratara, y acompaña a regañadientes a Jeannette (entre mordisqueos a un muslo de pollo) al pabellón donde dice haber hallado un cuerpo sin vida. Naturalmente, cuando llegan al lugar de los hechos, no encuentran nada. El espectador, más afortunado, sí que ha podido ver a Gaspar deslizarse por las sombras llevando consigo un libro misterioso (supuestamente, el original incriminador de su plagio), y a la joven Paulita diciéndole a alguien que se oculte para no ser visto por los pasillos del castillo. A la mañana siguiente, en el transcurso de una excursión a la playa, el atlético Miguel, mientras practica submarinismo, encuentra el cuerpo sumergido de Andrés en el fondo del Mediterráneo. Esta vez no cabe dudar, todos pueden constatar que Andrés ha estirado la pata. Entra en escena entonces un comisario de policía (el italiano Gino Cervi, que actúa doblado por nuestro viejo amigo Francisco Sánchez ) quien se encarga de la investigación. Se trata de un polizonte del tipo flemático y cachazudo, de ademanes calmosos, que se da aire con un abanico (costumbre que, curiosamente, también exhibía el personaje de Cervi en “Un hombre en la red”, lo que nos hace pensar que quizá la compartían con el propio actor) y no se altera por nada mientras interroga a la servidumbre y cumple con los procedimientos habituales. Pide a todos los presentes que permanezcan en el castillo, pues intuye que el culpable está entre ellos. Hace preguntas y más preguntas y pronto permite al espectador ir sospechando alternativamente de todos los invitados. Hablando con el médico local (Alfonso Vidal), con Antonio, el encargado de la finca (Carlos Tejada) y con Teresa, la criada (María Isabel Pallarés), el comisario va haciéndose una composición de lugar sobre los motivos que impulsaron al asesino a asesinar al pintor, pero sigue sin poder establecer una hipótesis sobre la identidad del mismo. Diego, el recién casado con una joven e ingenua esposa rica, que tuvo una relación con la esposa del fallecido Andrés, la cual ésta no parece dispuesta del todo a dar por terminada, se presenta al espectador como el candidato principal, en clara referencia al marido sospechoso del clásico hitchcockiano “Sospecha”, que Cary Grant dejó para la eternidad en 1941. En el transcurso del proceso de investigación policial, tanto Jeannette como Laura sufren sendos atentados criminales (la segunda, en el mar abierto y la primera, más modestamente, en la bañera), lo que mantiene distraído al espectador, así como el episodio de celos y de confianza traicionada que Cristina escenifica ante su sobrina Paulita, a la que pilla “in fraganti” con su amante, el deportista Miguel. Cuando las sospechas más hirientes están golpeando sin piedad el tierno corazón de Jeannette, llega al fin la solución del caso. El astuto comisario monta un espectáculo en complicidad con Jeannette por el cual hace creer a todos que ésta ha muerto. Tal como están las cosas, eso provoca que Laura acuse a Diego de haber asesinado a su esposa y afirma que el motivo es que ella conocía la autoría del crimen de Andrés, que no era otra que la de él mismo. Cuando Laura ha desgranado su sarta de mentiras ante testigos (todos los habitantes de la casa y el propio comisario), Jeannette aparece dramáticamente, dejando al descubierto que Laura, que la ha utilizado creyéndola un infalible testigo convenientemente mudo, es la culpable del asesinato del pintor. Toma entonces la palabra el flemático comisario y explica que fue Laura quien, la noche de autos, al ver llegar a Andrés en lugar de Diego a la cita amorosa que había planeado, y al burlarse éste del despecho de ella, en venganza por el daño que de ella había recibido, tomó en sus manos una pesada muestra de una colección de fósiles expuesta en el pabellón donde se encontraban y la estampó en el hueso occipital del alcoholizado pintor, con la consecuencia de que a éste se le acaban de golpe las ganas de reírse y cae redondo al suelo. Fue entonces cuando llegó Jeannette y Laura hubo de ocultarse a sus ojos. Más tarde, con resolución tan imponente como sus generosas curvas, y sin perder un momento, Laura arrastra primero, y empuja con el piececito después, a su yerto cónyuge haciéndole caer al fondo del mar, matarile, desde lo alto de una pasarela abierta sobre el abismo salado. Resuelto el misterioso asesinato, recayendo sobre la culpable todo el peso de la ley, nada impedirá ya en lo sucesivo a Jeannette y Diego, disfrutar de su ansiada felicidad conyugal.
Es “El pasado te acusa” una película bastante tópica, pero distraída, con buenos momentos de lograda atmósfera de suspenso y misterio, razonables dosis de intriga policíaca y hasta algo de sensualidad (a cargo de la generosa Lina Rosales, para los caballeros, y del fornido José Marco para las damas). En cuanto a nuestro protagonista de hoy, digamos que pese a no extenderse a lo largo de muchos minutos, la actuación de Luis Peña deja huella en el espectador. Se luce en su histriónico papel, bordando, como tenía por costumbre, su representación del borracho amargado. Echa mano del patetismo cuando (al principio del film, tras su discurso desde la balconada) le pregunta dramáticamente a su infiel esposa: “¿Me reconoces? ¿Aún puedes reconocerme?”, aludiendo a su ruina física y moral. En la escena reconstruida del crimen figuran apagados por la música los diálogos que, a todas luces, se suprimieron finalmente del montaje original, quizá por evitar términos demasiado expresos que no pasarían la censura, o quizá porque fue una decisión de última hora hacer que la escena la contara el comisario (quien, naturalmente, no podía conocer las frases exactas de la disputa previa al porrazo fatal). Sea cual fuere el motivo, el efecto resultante es contraproducente y desluce bastante la resolución del caso.
Inmersión en el “Universo del Tío Jess”
Producida al parecer en 1959 y estrenada, según unas fuentes imprecisas, en algún lugar en 1963 y, con toda seguridad, en Sevilla, en el cine San Fernando los últimos días de agosto de 1965, “Llegaron los franceses” fue dirigida por el argentino León Klimovsky (León Klimovsky Dulfán, Buenos Aires, 1906- Madrid, 1996), según argumento y guión del muy prolífico y casi incontinente Jesús Franco. Se trata de un film prácticamente ignoto, al que a su difusa fecha de estreno se suma, para completar un retrato borroso, la indefinición de su fotografía, para unas fuentes, en blanco y negro y, para otras, en color. Lo que parece indiscutible es que se rodó en formato cinemascope y que el tema era la Guerra de la Independencia. El film da comienzo en la localidad navarra de Lecumberri, donde el viejo Damián recuerda el año 1808 y cómo entonces él y sus cuatro hijos, una familia de titiriteros fueron capaces de hacer frente al ejército invasor galo, destacando especialmente el valor de una de sus hijas (Elisa Montés) al hacer volar un polvorín de las tropas napoleónicas. Las diversas peripecias guerrilleras de los saltimbanquis, que les llevan incluso a dar la orden de ataque contra los temibles dominadores de Europa, constituyen el grueso del desconocido film, que según IMDB fue una coproducción con Francia e Italia (cosa que dudamos mucho), mientras que para la Guía de Cine de Carlos Aguilar o para el catálogo de Cine Español de Luis Gasca, la producción, que asumió “Auster Films SA” (un nombre que apenas se molesta en ocultar la precariedad de medios que caracterizaba a la empresa), fue exclusivamente española (estimación por la que nos inclinamos decididamente). En el reparto, encontramos a viejos amigos de este weblog, como Valeriano Andrés, que se suman al gran Ismael Merlo, Isana Medel, Paloma Valdés, y al propio Luis Peña.
Igualmente producida bajo el significativo sello de “Auster Films SA”, rodada en muy cercanas fechas, y contando en su reparto, nuevamente, con Isana Medel y Luis Peña, “Tenemos 18 años” se constituyó en el primer largometraje de la extensísima filmografía de Jesús Franco. Iniciadora de una línea que explorará reiteradamente en su carrera ulterior, “Tenemos 18 años” inaugura una serie de películas, incluida dentro de la fecunda trayectoria de Jesús Franco, que tienen la particularidad de estar protagonizadas por una pareja femenina, como lo fueron “Labios rojos” (1961), “Bésame, monstruo” o“El caso de las dos bellezas” (ambas de 1967).
De ser correcta la información que brinda la web del ministerio de Cultura (cosa que, en absoluto tiene por qué verificarse), el estreno de “Tenemos 18 años” se demoró siete largos años. Producida a finales de 1959, esta película, que contó con dirección, guión y música (incluyendo la ejecución al piano de sus propias composiciones) de la misma persona, su genuino creador, Jesús Franco, no llegó a estrenarse en Madrid hasta el 20 de febrero de 1967, en los cines Ibiza y San Remo. Comedia fresca y desinhibida, participativa de las corrientes transgresoras imperantes allende los Pirineos, “Tenemos 18 años” se beneficiaba de un humorismo de buena ley nacido del ingenio de Antonio Ozores, que escribió (empleando, probablemente, grandes dosis de improvisación) los diálogos adicionales del film, y del entusiasmo vigorizante que rezumaba el joven director (y que ya no le abandonaría en lo sucesivo, si bien que con resultados cada vez peores).
De manera análoga al modo en que los padres, nublado su discernimiento por el cariño, son incapaces de ver defectos en sus hijos, disculpan sus faltas y acrecientan sus discutibles méritos, así los directores son a menudo los menos indicados para enjuiciar su obra. Harto comprensivos con las carencias que sus frutos fílmicos puedan revelar, los directores confunden a menudo sus primitivas intenciones con los logros que, finalmente, el público alcanza a ver proyectados en las pantallas de los cines. Sólo así puede entenderse que, para referirse a “Tenemos 18 años”, su primer largometraje, Jesús Franco, en entrevista concedida a Jordi Costa para el libro “Cine Fantástico y de terror español 1900-1983” (Compilación de textos y entrevistas coordinada por Carlos Aguilar editada por la Semana de Cine Fantástico y de Terror de San Sebastián, 1999) haga referencia a los maestros Murnau, James Whale o a Tod Browning, para continuar aseverando que : “Por un lado, yo me sentía socialmente obligado a quitar el cartón piedra y la frase hecha en todo lo que yo hiciera. (...) Por otro, quería irme por los Cerros de Úbeda; o sea, tender hacia el expresionismo y el género gótico (...) Cuando hice esa película cogí, por un lado, elementos que eran una burla del cine encorsetado histórico español (...) y, por otro, referencias culturales que habían calado mucho en la juventud de entonces, como el mito de James Dean y el Actor’s Studio (...) Quería hacer burla y homenaje a esas dos cosas, pero, a la vez, había la triste realidad que todos los españoles vivíamos en aquel momento, algunos conscientemente y otros inconscientemente. (...) Entonces, hay un momento en la película en que estas fantasmadas , estas historias imaginarias de las dos chicas, se convierten en realidad y ellas tiene que afrontar la realidad. Y eso es lo que le gustó menos al Ministerio. Eso hizo que casi prohibieran “Tenemos 18 años”. Hay en la película un realismo que no es a la italiana: el realismo que me interesaba era el que iba directamente al relato, sin adornos” No ponemos en duda la veracidad de las declaraciones en cuanto a las intenciones originales de Jesús Franco, y confrontándolas con la película hemos de convenir que lo que en principio parece ser simplemente una película simpática y desenfadada llega a producir un efecto final, merced al giro en el tono de su último tramo, más que notable, de algo así como una toma de conciencia, pasando el espectador de la risa ingenua a la amarga visión de la realidad. Por otro lado, cierto es que en “Tenemos 18 años” se encuentran presentes elementos tomados prestados del género de terror gótico, pero lo están tan sólo a nivel paródico y difícilmente cabe destacarlos como definitorios de la naturaleza esencial del film.
Lejanamente emparentada con “Se vende un tranvía”,con la que comparte año de producción y la participación de sus directores, Juan Estelrich, y Luis García Berlanga (productor asociado en el film de Jesús Franco), además de la actuación en ambas de María Luisa Ponte y de la intervención de los Estudios Moro, responsables de los animados títulos de crédito (habían producido el mediometraje de Estelrich-Berlanga), “Tenemos 18 años” nos presenta a María José López Gómez-Urquiola (Isana Medel) y a Pili (Terele Pávez, tan irresistiblemente natural como siempre), dos primas de la misma edad que viven en casa de la primera (los padres de Pili, según se nos informa, murieron en la guerra), compartiendo habitación. María José es más soñadora y romántica que Pili, y hace las veces de narradora del film. Pili es descreída y más mundana. Le gusta la música rock y su actitud hacia los chicos es más desdeñosa. Las dos estudian Filosofía y Letras en la facultad y se aburren al unísono en las clases que da, hablando en camelo, un hilarante Aníbal Vela, al estilo que instaurará años más tarde Antonio Ozores. María José y Pili tienen una actitud divergente hacia todo, incluidos los chicos. A Beltrán, al que la primera considera “mono”, la segunda lo ve cejijunto (Javier García) y a Castro al que la segunda ve “interesante y parecido a Kirk Douglas” (un existencialista incorporado por un jovencísimo Pablo Sanz), la primera lo ve como un cenizo. En lo que coinciden las dos es en la inquina hacia la insufrible Piluca (Licia Calderón), que acepta las atenciones a diestro y siniestro que le prodigan los chicos, contestándoles a todos, con el mismo tono y la misma sonrisa meliflua: “me lo dices o me lo cuentas”. Otro elemento que sufren por igual es a su primo Mariano (Antonio Ozores, divertidísimo) un consumado sablista que les saca dinero y tabaco con las historias más disparatadas. Los padres de maría José (María Luisa Ponte y Antonio Giménez Escribano), discuten a menudo por causa de los celos de la mujer, que suelen ser aplacados por el marido con algún obsequio. Coincidiendo con las vacaciones de Navidad, el matrimonio emprende un viaje, producto de la mala conciencia del cónyuge masculino. La ocasión se ofrece a las dos primas de disfrutar de una quincena de libertad. Asesoradas por Mariano, que les vende un coche de principios de siglo y un lote de artículos que incluye un búho que hace pasar por un loro, María José y Pili (que, para la ocasión, trata de aprender a conducir, con efectos devastadores) emprenden un viaje por carretera que las lleva por tierras andaluzas (la película se rodó en Despeñaperros, Coto de Doñana, río Guadalquivir y Sanlúcar de Barrameda). El periplo se les presenta trufado de asombrosas aventuras y prodigiosas apariciones, siendo la primera de ellas, la de una anciana (el propio Antonio Ozores, toscamente caracterizado) que le echa una mano cuando, de manera disparatada, trata de reparar una avería que ha sufrido su vetusto vehículo. Más tarde, cambiando la narración, de boca de María José a la de Pili, se da cuenta de un nuevo tropiezo, con un frescales (nuevamente, Antonio Ozores) que les roba el coche y todas sus pertenencias. Hacen una nueva jornada, navegando por el Guadalquivir en un barco fluvial hasta Sanlúcar de Barrameda, donde la casualidad les lleva a reencontrarse con su destartalado utilitario. Poco después, caracterizado como un gángster de Chicago de carnaval, irrumpe Luis Peña en la película. Nada más aparecer, encañona a las dos protagonistas y sacude un par de bofetadas a María José. Al momento, cuando obliga a las chicas a que le lleven en su coche, es a Pili a quien obsequia con un par de tortas. Después se jacta de que pronto estará en Lisboa, con el botín de su robo, que lleva en un maletín, y a salvo de la policía española. Les cuenta a las chicas que atracó un banco, que fue detenido por ello y que se ha escapado de la cárcel sin haber revelado el paradero del dinero obtenido en el atraco, que ahora porta consigo. En un momento en el que el gángster exige que detenga el auto, María José agarra su maletín y sale corriendo. Tras golpear a Pili, el atracador sale detrás de María José y la persigue disparándole a lo largo de la playa. Los tiros llegan a oídos de un guardia civil que abate al malhechor de certero disparo. La participación de Luis Peña, cuyo nombre figura el primero en el reparto (los de Terele Pávez e Isana Medel los pronuncian sus “avatares” animados) concluye así abruptamente. Tras el fugaz episodio gangsteril, la acción de “Tenemos 18 años” vuelve momentáneamente al momento actual, para que María José y Pili, que están transcribiendo sus pasadas vacaciones, asistan a una siesta en el curso de la cual “acercan posiciones” con sus queridos Beltrán y Castro (quien, en una declaración verdaderamente original le oímos decirle a Pili: “Te confieso una cosa. ¡¡Tú eres la persona que me da menos asco!!” ). Tras una aceptable borrachera, las dos primas convienen en continuar la narración de sus vacaciones al alimón, es entonces cuando cuentan el episodio que les lleva a pasar la Nochevieja en el castillo de Lord Marian, quien les cuenta su espantosa historia. Se trata de un cortometraje autónomo incluido dentro del film principal en el que Antonio Ozores incorpora el papel de Lord Marian, un aristócrata marcado desde su niñez (asesina a su abuelo de un disparo de revólver) por un ansia homicida. Sumido en desazonada soledad, el joven Lord Marian conoce un día a la cupletista Polly Patterson (la triste y recientemente fallecida, Carmen Lozano), a la que pretende. La voluptuosa mujer aprovecha para sacarle todo el dinero que puede al enfermizo lord Marian, hasta que, quedando éste sin fondos, por depender aún de sus padres, lo abandona. Cruelmente despechado, el aristócrata cede a su inclinación y mata a la cupletista. Pasan los años sin saberse nada de él, hasta que reaparece, cincuenta años después, volviendo a matar, en un harén de Trípoli, a una mujer que tiene la misma apariencia que Polly Patterson. La historia se repite, cada cincuenta años, primero en el lago de Ontario, en la persona de una india, después en el Senegal y, otro medio siglo después, en Nueva York. Allí, la inminente víctima se defiende, arrojando un frasco de vitriolo al rostro del homicida. Concluyendo su historia, el viejo que ha acogido a María José y Pili revela, como era de esperar, que él mismo es Lord Marian y atraviesa, con la cuchilla oculta en su bastón, a María José. Pili, en cambio, consigue salvarse, al lanzarle agua a la cara. El episodio se cierra así, bruscamente, volviendo a la habitación de las dos protagonistas, donde están escribiendo, todavía ebrias, el folletinesco relato.
Pasa después “Tenemos 18 años” a su tramo final, en el que María José y Pili se han reintegrado a la disciplina de la facultad y a los tostones de Aníbal Vela. Consolidan su relación con Beltrán y Castro, respectivamente, y también siguen soportando los sablazos de Mariano. Resta aún el último giro del film, un último segmento en el que, como describía su director en las declaraciones recogidas más arriba, las soñadoras e inconscientes protagonistas, se dan de bruces con la realidad.
Hablando con Beltrán, que ha notado en ella un cambio tras su periplo andaluz, María José confiesa que la historia del atracador no pasó realmente como quedó recogido en sus impresiones del viaje. Cuenta que el 5 de enero, ya sin un céntimo, estando en el Coto de Doñana, al despertarse, Pili y ella encontraron a un pobre hombre inconsciente, tirado ante su tienda. Cuando el desconocido, de aspecto demacrado, recobra el sentido, las amenaza con su pistola y les pide que le lleven en su coche, pero se desmaya y cae sin sentido otra vez. María José y Pili, resistiéndose a su primer impulso de marcharse, se quedan con el presunto malhechor, al que prestan auxilio. Cuando se recobra, el desconocido se comporta con brusquedad, pero sin malicia, pues se disculpa por su hosco comportamiento. Les pide a las muchachas que le ayuden a alcanzar la frontera con Portugal. Mientras le conducen hacia su destino, aprovechando que su pasajero se ha quedado dormido, le cogen el maletín y encuentran en él muchos fajos de billetes y un periódico que trae noticia de que un preso del penal del puerto, autor de un atraco a un banco de Sevilla, se ha escapado. Despierta entonces el atracador y apunta con su pistola a las chicas, a las que se presenta como Luis Fernández Castro, de 37 años, casado y ladrón. Cuando considera que ya está bastante cerca de su destino, manda parar el coche, desciende de él y les da las gracias a las jóvenes, a las que pide perdón por todo. Cuando comienza a alejarse, María José le sugiere que espere a la noche. Luis le pregunta “¿Es que quieres ayudarme? ¿Por qué?” “No sé -contesta la chica- Me da pena” Su solicitud conmueve al atracador, que afirma: “En cinco años, nadie había sentido compasión por mí” . Ante la sugerencia de María José de que se entregue, Luis le explica que es tarde para eso, que no puede cambiar. Entonces, Luis Peña ejecuta un majestuoso solo interpretativo y desgrana un largo monólogo, sin apoyaturas escénicas, apenas sin gestos, apoyándose en una voz que suena sinceramente dolorida en medio de un camino, azotado por la brisa. Rememora Luis (el personaje) su infancia durante la Guerra Civil, su convivencia cotidiana con los bombardeos, con la muerte (preludiando, de manera extraordinaria, el monólogo que el mismo actor interpretará diez años después en “La prima Angélica”). De cómo, tras la guerra, sus padres se separaron y él se buscó la vida como pudo. De cómo, cada nuevo tumbo le lleva a caer más profundamente en la delincuencia y que la primera detención terminó para siempre con sus esperanzas. Luis ya no aspira a la felicidad, sino “tan sólo a un poco de aire fresco y una silla para sentarse”. Luis se despide de las chicas, a las que ha dejado algún dinero en el coche, sabedor de que están sin blanca, y desaparece en la distancia, engullido por un campo de cereales. Cuando todavía no han partido del lugar, María José y Pili oyen voces dando el alto, seguidas de varios disparos. Saben que Luis ha muerto y vemos a María José que llora. Terminado su relato, María José atiende a la moraleja que le brinda Beltrán, a propósito del proceso de maduración que está viviendo, y luego lanza al aire las cuartillas en las que había relatado, preñadas de fantasías, las peripecias de sus vacaciones, calificándolas de “cosas de niños”.
Sinvergüenza y "trolero"
“De espaldas a la puerta. Crimen en la Ratonera de Oro” es el título de una producción Halcón Films que inicialmente estaba previsto que dirigiera Ladislao Vajda (con cuyo título anterior, ”Séptima página”, comparte no pocos elementos) pero que el cineasta magiar cedió a José María Forqué. Basada en un relato de Luis de los Arcos, Forqué solicitó la colaboración del prolífico Alfonso Paso para dar forma al guión definitivo, una historia de corte policíaco ambientada en el entorno cerrado de un cabaret, con generosas pinceladas de humor costumbrista y de actuaciones frívolas por un lado, y de toques e suspense, misterio y algo de melodrama, por otro. Estrenada el 12 de noviembre de 1959 en el madrileño cine Coliseum y exactamente dos meses más tarde en una sala de Barcelona, “De espaldas a la puerta” representa un vigoroso ejercicio estilístico por parte de un José María Forqué en alza, que necesitaba resarcirse del reciente fracaso de su anterior film, “La noche y el alba”. Repleta de excelentes actuaciones de una amplia galería de actores, en la que se combinaba, por ejemplo, la veteranía de los Irene López Heredia o José Marco Davó, con la madurez de Luis Prendes y con la frescura de Emma Penella o José Luis López Vázquez, o de los novísimas María Luisa Merlo y José María Vilches, añadiéndole el toque exótico de Amelia Bence, actriz argentina con la experiencia acumulada de una ya larga filmografía en su país (había debutado en 1938), especializada, por lo común, en papeles de “mala”, y que había estado en España por vez primera en 1950, de viaje de novios con Alberto Closas, de quien era entonces su segunda esposa y que, para la fecha de estreno de “De espaldas a la puerta”, había sido sucedida en el puesto nada menos que dos veces y que lo sería todavía hasta otras dos veces más (Alberto Closas totalizó, como Enrique VIII, seis esposas).
Se inicia “De espaldas a la puerta. Crimen en la Ratonera de Oro” con la ejecución de un número de baile a cargo del femenino cuerpo de baile del local. Tras las no muy gráciles (aunque sí atractivas) evoluciones de las chicas, se produce un anuncio por parte de la presentadora del espectáculo. La policía está en el local investigando un crimen que se acaba de cometer. Ninguno de los presentes podrá salir del cabaret en las horas siguientes, mientras la policía no disponga otra cosa y todos deberán colaborar con sus investigaciones. Se tiene la convicción de que el culpable debe encontrarse aún en el edifcio. Se está procediendo a interrogar a una sospechosa. “Lola Rubí”, dice llamarse el personaje de Emma Penella en “De espaldas a la puerta”. Pero cuando el agente interpretado por Victor Fuentes (acreditado como Victorico Fuentes) insiste matizando: “Tu nombre”, contesta que “Dolores García Rodríguez”. Pesa sobre ella, que tiene una ficha policial por antecedentes de violencia y de la que se sabe que atacó a la víctima ante testigos, la más fuerte sospecha como autora del crimen cometido en “La ratonera de oro”. El policía a cargo del caso, el comisario Enrique Simón (Luis Prendes), es auxiliado por dos inspectores y un agente (Emilio Fernández). Su mano derecha es el inspector Emilio Arévalo (José Luis López Vázquez), quien lleva tres años haciendo servicios “de cabaret” y que está harto de esa vida nocturna (“de once de la noche a seis de la mañana”), que es hombre de familia “casado y sin hijos, claro”. El comisario, que es la primera vez que tiene que investigar en aquel ambiente, hace un trato con él: “usted no me habla sin que yo le pregunte y yo le consigo un destino mejor”. La víctima, que, según su DNI se llama Patricia Sastre Ibáñez, es una joven de diecinueve años natural de Badajoz, que precisamente se ha incorporado a la plantilla del cabaret esa misma noche. Se encuentra muy débil, atendida por un médico, el doctor Ponce (Félix Dafauce) (que estaba como público en la sala, con su esposa, celebrando su decimo quinto aniversario de bodas), cuando le interroga el comisario. La víctima apenas puede contestar, tiene que hacerlo con movimientos de los párpados y sólo consigue hacerle saber al policía que no pudo ver a su agresor porque en el momento del ataque estaba vistiéndose, en el camerino, de espaldas a la puerta. Unos gritos femeninos procedentes de los camerinos alarman a los policías. En el suelo, una tijeras manchadas con algo que parece sangre. Alguien las había dejado en un bolsillo de la bata de Princesa, una de las bailarinas. Conocemos entonces a la impresionante propietaria del local, Doña Luisa (Irene López Heredia, una vieja gloria del teatro español que tenía reciente un éxito personal protagonizando una versión escénica de “La Celestina” y de la que algo dijimos en este weblog).
Mientras se inician las pesquisas, en la sala, el camarero Perico (Carlos Mendy) aconseja a Tonio, el pianista (José María Vilches) que no diga que conocía a la chica. El joven músico está muy afectado. Una de las chicas, la mano derecha de doña Luisa, Lidia (la argentina Amelia Bence) trata de hacer que se serene. Mientras, el comisario Simón es instruido porel inspector Arévalo sobrelas características de las chicas del cabaret. “Dicen que son bailarinas, pero se dedican a alternar con los clientes. Son gentuza”, asegura en confianza. Entonces el comisario extrae de su cartera una foto.Se trata de su hija, de la misma edad que la víctima, quien acude a una academia de baile porque quiere ser bailarina. La “plancha” de Arévalo es morrocotuda.
Poco después, arriba, en su despacho, doña Luisa asegura al comisario Simón que su negocio es decente y que la irascible Lola es casi su secretaria. Le habla al inspector de su pasado como estrella del cuplé. Mientras él se distrae observando el peculiar bastón de la señora (que contiene una larga y afilada hoja). “Quién encerró a Lola?”, le pregunta don Enrique. – “Andrés, el maître”, contesta la vieja dama. Interrogada por el comisario, Doña Luisa da paso, con su relato, a lo ocurrido en la tarde previa al intento de homicidio. Retrocedemos al momento en que Patricia (Elisa Loti) llega a la “Ratonera de oro”. Las chicas están ensayando un baile que Doña Luisa interrumpe por considerarlo poco adecuado para resaltar los encantos de las bailarinas. Ordena a la coreógrafa, con muy autoritario tono, que sea cambiado, y se haga más movido. Recibe entonces a Patricia, que llega con aire asustado. La acompaña a su camerino y le asegura que ella es como una madre para todas sus empleadas, aventura que la recién llegada será muy feliz entre ellas y le advierte de que sólo debe evitar un peligro, el de enamorarse. La propietaria del cabaret descubre en el equipaje de su nueva pupila un gato de peluche. Le pregunta a la chica si sería capaz de romperlo, al ver que lo mira con cierta ansiedad. “¿Por qué?”, pregunta Patricia. “Si te encaprichas así de un muñeco de trapo y alambres, ¿qué no harás por uno de carne y hueso?” Luego le presenta a sus compañeras de cuarto: Amanda (María del Valle), Angelita (joven a la que no he sabido identificar), Lucky (María Luisa Merlo, que debuta en el cine en este film, luciendo una figura espléndida y su nariz original) y Princesa (una jovencísima Ágata Lys). Habla muy bien de todas ellas y les pide que protejan a la nueva. Por último, le dice a Patricia que a las nueve debe presentarse al pianista, que le probará la voz (“No es que tengas que cantar, pero si lo hicieras, siempre estaría bien”). El interrogario del comisario lo interrumpe el inspector a quien da vida Sergio Mendizábal, para avisar que ha llegado Velasco, el médico forense (Ángel Terrón), el cual coincide en su dictamen con las apreciaciones del médico que ha atendido a Patricia sobre la causa de la herida, la hora del ataque y las características del mismo. También sobre el hecho de que no se puede trasladar a la víctima y que hay que intervenirla urgentemente. Pasa a continuación el comisario a interrogar a Lidia, que continúa el relato de lo sucedido esa noche, los hechos que desembocaron en el incidente violento entre Lola y Patricia, cuando la primera ataca a la segunda porque, según ella, la recién llegada le ha quitado un cliente que se había “trabajado”. Cuenta Lidia que a eso de las once y media de la noche, irrumpe en “La ratonera de oro” un hombre desconocido en el local sobre el que se sospecha su falta de solvencia, pero que disipa tales dudas alardeando de dinero fresco. Se trata de Ramón (Luis Peña), que se comporta con chulería e invita, para empezar, a seis güisquis a las chicas que ocupan la barra del cabaret. Bromea con las muchachas y de buen principio Lola toma el mando de las operaciones, ocupando una posición de preeminencia, especialmente, cuando ve el fajo de billetes que maneja el cliente, el cual asegura trabajar en televisión y estar buscando chicas para que bailen “Las bodas de Luis Alonso” en un nuevo programa patrocinado por “Harinas Alonso”. Se ve enseguida que el tipo es un caradura, muy desenvuelto y bastante ocurrente. Por ejemplo, cuando Lola suelta una gracia no demasiado afortunada, Ramón le espeta: “¿Sabes qué hacen en Alcorcón con los ingeniosos? Les obligan a fijar allí su residencia”. Lola y el cliente bailan. También Lucky, que saca a bailar a un norteamericano negro que no habla español. Amalia se acerca a una mesa en la que está un joven solitario de Cáceres (Adriano Domínguez), torpísimo, que no consigue ni abrir la pitillera, ni hacer que prenda su encendedor, por lo que Amalia comenta chungona “¿Y tú fumas, a pesar de todo?”. Tras el bailoteo, Lola tiene dispuesta una botella de champán, con la que hacerle gastar dinero al cliente, pero el tapón de la botella va a parar a manos de Patricia, lo que hace que el hombre repare en ella y, reconociendo lo que poco delicadamente podríamos llamar “carne fresca”, deja plantada a Lola y se va a por la nueva. Lola se encrespa y se rebela, muy mosqueada, pero el cliente no tiene ningún reparo en decirle, por dos veces, que “está muy vista”. Lidia tiene que llevarse a Lola de allí y deja solos a Patricia con el cliente. Tonio, el pianista, observa todos estos movimientos con evidente intranquilidad. Lidia sigue su relato: “La chica entusiasmó al desconocido de un modo como nunca se había visto aquí”. Por desgracia, Patricia, inexperta, bebe todo el champán que le sirven y se pone enferma. El cliente tiene que dejar que Lidia se la lleve a los lavabos. Lidia hace vomitar a Patricia, le da agua del carmen y la deja con Clotilde (Pilar Muñoz), la encargada de los lavabos. Entonces se presenta Lola, que obliga a Clotilde a marcharse y se lanza sobre Patricia para propinarle una paliza (por cierto, que la joven la recibe lanzándole un taburete, lo que es una reacción algo sorprendente, tratándose de una “dulce muchachita”). Lidia quiere dar parte al inspector de servicio, pero doña Luisa se lo impide. En cambio, manda romper la puerta de los lavabos y se detiene la pelea. Separan a las chicas. Patricia, la agredida, ha llevado la peor parte. Lola jura “por su hijo” que la matará. Doña Luisa se la lleva a su despacho y le administra un severo correctivo, haciéndola llorar de puro terror. La envía de vuelta a la sala, con el cliente. Mientras, Lidia atiende a Patricia de las lesiones sufridas (fue enfermera años atrás) que, de todos modos, no revisten gravedad. A eso de la una y media, según quiere establecer el comisario, con su interrogatorio, Patricia queda sola en su camerino, mientras Lola está con un cliente en la sala, el señor Barea, el propitario de una cerería que, hombre casado, no debería estar allí. Doña Luisa afirma que a las dos acudió a la sala para ver el número de La Chunga, que es la artista principal del local, y que entonces Lola ya no estaba en la mesa del cliente, y que no regresaría hasta que la finalización del número de la bailaora. Según sus cálculos, es tiempo suficiente para que Lola haya subido a la habitación de Patricia, para haberla apuñalado y haber vuelto a la sala. El comisario da por concluido el interrogatorio. Arévalo le comunica entonces que ha estado en la pensión de la víctima y que allí ha averiguado que se llama en realidad María Campos, lo sabe porque la joven dio instrucciones en la pensión en el sentido de que le podían llegar cartas dirigidas a tal nombre. El DNI por el que habían sabido su nombre completo era falso. También ha sabido Arévalo que la muchacha procede de Valladolid. Por la carta intervenida en la pensión, la policía se entera de que sus padres están separados. El comisario, pensando en su propia hija, hace unas consideraciones sobre lo importante que es dar buen ejemplo a la progenie. Entonces se presenta el camarero, que se dedica en connivencia con una cómplice (Carmen Bernardos) a sacar dinero a algún cliente famoso por el procedimiento de tomarle fotografías comprometidas o simplemente, de recuerdo. Le muestra al comisario una foto de Patricia con el cliente que provocó el conflicto con Lola. Resulta que el comisario le conoce perfectamente pues él mismo lo mandó a la cárcel una año antes. Ordena que se busque inmediatamente, en cualquier barra elegante (cita las del Ritz, Palace, Hilton), a Ramón Saltasilla, conocido como “El Fantasías”.
Después de la orden de captura de Ramón, el comisario Simón accede a una serie de fotografías de las tomadas por la compinche del barman en las que constata que Lola se ausentó de la sala en un momento determinado de la actuación de “La Chunga”, fijando, a través del testimonio del cliente que estaba con ella, el señor Barea, el de la cerería, la duración exacta de la ausencia de Lola, que sería igual a un fragmento concreto de la actuación de La Chunga. Así pues, decide montar una prueba empírica reconstruyendo el lapso de tiempo en que Lola estaba fuera de la vista y, presuntamente pudo cometer la agresión criminal. Pide a la Chunga que repita exactamente su actuación, realizándola al mismo ritmo habitual. Mientras, Arévalo deberá recorrer el camino y realizar las acciones que Lola habría tenido que verificar en caso de haber sido ella la agresora. Si Arévalo regresa a su mesa antes de que la bailaora concluya su número, querrá decir que Lola habría sido igualmente capaz de hacerlo, con lo que, sumada la oportunidad al móvil y los antecedentes preexistentes, eso supondría una acusación formal y su detención, ya que quedaría patente su culpabilidad. Si, por el contrario, el inspector se reincorpora a la mesa con posterioridad al final de la actuación de La Chunga, podrá establecerse la inocencia de Lola. Se ordena a todo el mundo que se coloque en la misma posición que se encontraba en el momento del show de La Chunga y se inicia la prueba. Se trata de un momento de suspenso original y bien llevado por Forqué, de los que quedan fijados en el recuerdo del espectador y que resiste dignamente la comparación con otros momentos, modélicos, debidos al genio de Alfred Hitchcock. La prueba, tras una enervante incertidumbre, se resuelve favorablemente a la inocencia de Lola, que llora emocionada.
Establecida la inocencia de Lola, llega el momento de interrogar a Ramón “El Fantasías”, que al fin ha sido localizado y librado a presencia del comisario Simón. Antes de que se le explique de qué se le acusa, Ramón confiesa la venta fraudulenta e ds leones (propiedad del circon Americano) al circo Price (un caso del que le hablan reiteradamente a Simón y que él se quita de encima, colocándoselo a un colega, el inspector Moreno). Entonces le explican lo sucedido a Patricia. Ramón jura y perjura que él nunca haría algo semejante. Para demostrar que quiere colaborar, cuenta lo que sabe, es decir, que el novio de la chica trabaja en el local, y que es el pianista Tonio.
Patricia le ha contado su historia a Ramón antes de marearse por el champán. Habían quedado en que Ramón le conseguiría un trabajo de bailarina “de puntas” (el sinvergüenza le ha dicho que su hermano es el Marqués de Cuevas).“Voy a perdonarle la vida a esa chica. Uno no es honrado, pero es un señorito”, le dice a Lidia cuando ésta vuelve asegurándole que Patricia estará bien enseguida. Tras mantener una tensa conversaión con Tonio, a Ramón le da un ataque de “buena persona” y renuncia a la chica (a la que le ha dejado la foto que le ha hecho la amiga del barman) y advierte a Tonio que debe llevársela de allí ahora que todavía está “sin estrenar”.
A través del interrogatorio practicado a Tonio, asistimos a una escena de reproches entre Patricia y el joven músico, que la llama por su nombre, María, y que le pide que abandone aquella vida, pero la chica está despechada con el muchacho, que la ha tenido mucho tiempo sin noticias suyas, tras haber sido novios y haber ido juntos actuando por los pueblos.
Tras sembrar sospechas sobre Tonio, la película nos lleva a un nuevo interrogatorio,esta vez a Perico, el barman. Resulta que oyó la discusión de los dos tórtolos desde el almacén del bar, a través del hueco del montacargas. Lidia está también allí. El barman confía a la policía que conoce a Tonio desde hace tiempo y que tenía intención de abrir un negocio con él. Está convencido de que él la mató y por eso trató de ganar tiempo ocultando información a la policía. Algo en su actitud resulta equívoco al espectador, que puede dar en pensar que el camarero tiene algún interés afectivo de más intensidad que el meramente amistoso en el pianista.
Finalmente, el doctor Velasco salva a Patricia. El comisario Enrique Simón le pide a Ramón que difunda que la chica está recuperada y que pronto podrá hablar. A continuación, el comisario escenifica una reconstrucción de los hechos, para lo que obliga a todo el mundo que vuelva a ocupar la posición que tenía en el momento de la agresión, tras ordenar a un operario (José María Rodríguez) a apagar todas las luces del local. El oportuno apagón, previo a la inminente declaración de la víctima, propicia movimientos sospechosos entra la concurrencia. Tonio se ausenta en dirección al sótano. Unos pasos de mujer calzada con tacón alto descienden unos escalones. El comisario está esperando junto a la yacente Patricia. Brilla el acero del filo que se oculta en el bastón de doña Luisa. Tonio está esperando y sujeta a la agresora. Es Lidia, que no está dispuesta a soportar que Tonio, al que recogió de la calle y retuvo junto a sí en “La ratonera de oro”, se quiera marchar con Patricia. El comisario, que la ha tendido esta trampa, la detiene. En el epílogo del film, el comisario promete a Arévalo que dará un informe malísimo de su conocimiento del cabaret para que le den un trabajo en turno de día. Por su parte, Ramón es conducido a un coche celular, no sin antes recordarle al comisario que ha resuelto el caso “con la colaboración especial de Ramón El Fantasías”. Por último, el comisario y Lola se intercambian fotos de sus hijos y los dos convienen que el del otro “es muy guapo”.
En el entorno actoral que Forqué creó en sus rodajes, Luis Peña confirmaba película a película que gozaba de la predilección del director aragonés. Alejado del heroísmo trágico y de clase que lució en “Amanecer en Puerta Oscura”, Luis Peña volvía en esta entrega de la filmografía de José María Forqué a encarnar a un tipo que se desenvolvía con soltura en ambientes frívolos y viciosos, un tipo venal, amoral y sinvergüenza que el actor había ido madurando desde su juventud y al que con la misma facilidad podía otorgarle un toque amargo (como en “Vidas cruzadas” o en “El pasado te acusa”) que un toque ligero (como en “Ella, él y sus millones”). En esta ocasión, su personaje, ese Ramón “El Fantasías” parece barnizado del humorismo (entonces todavía vigente) del primer Alfonso Paso. Su personaje suelta ocurrencias con la misma facilidad que inventa trolas o alardea de poderío (en un amplio sentido de la palabra). Y Luis Peña traslada al espectador una sensación de naturalidad pasmosa, tan cómoda como convincente, produciendo la impresión de que al calzarse el personaje, se ha puesto un viejo batín de andar por casa. Al afilado oficio de Forqué, que se aprecia en una serie de secuencias electrizantes, que consiguen insuflar vida y emoción a lo que en manos de otro director menos talentoso habría resultado una latosa sucesión de conversaciones, suma eficacia al conjunto un reparto deslumbrante, en el que los papeles menores los interpretan magníficos intérpretes, a los que Forqué conoce y aprecia desde sus propios comienzos, como Félix Dafauce, a quien dirigió en un papel excepcional en uno de los episodios de “El diablo toca la flauta”, o José María Rodríguez, un secundario que rara vez aparece acreditado en los films y que trabajo con gran asiduidad en películas de Ladislao Vajda y del propio Forqué (aparecía, sin ir más lejos, en el mismo episodio antes citado de “El diablo toca la flauta” junto a Félix Dafauce).
Digamos, a modo de curiosidad, que sólo quince días antes del estreno de “De espaldas a la puerta”, Irene López Heredia, Luis Prendes, Luis Peña y Ángel Terrón, integrantes todos ellos del reparto, habían coincidido también representado en el Teatro Español de Madrid, bajo la dirección de José Tamayo, la tradicional función del Tenorio de José Zorrilla correspondiente a 1959. Junto a ellos, actuaron otros grandes intérpretes de la compañía como Gemma Cuervo, Berta Riaza, Carlos Ballesteros y Antonio Ferrándiz (por citar a los más populares).
Luis Peña en los Teatros Nacionales. Década de los cincuenta
Ya hemos citado una de las obras que representó Luis Peña actuando en el elenco del Teatro Español, el Tenorio de José Zorrilla que dirigió José Tamayo en 1959 y que fue con la que se cerró el citado año. En la década previa a esta función, nuestro protagonista de hoy militó en las filas de las compañías nacionales para desempeñar roles más o menos relevantes en “La malquerida” (1955), “El cuervo” (1957), “Un soñador para el pueblo” (1958), y “¿Quién es Silvia?” (1959). Previas a estas colaboraciones, son las representaciones que, con la compañía de comedias que formó con su suegra, Guadalupe Muñoz Sampedro y su esposa, Luchy Soto, ofreció en los escenarios de toda España, especialmente significativas durante el periodo de cinco años, desde 1951 hasta 1956, en que no actuó para el cine. Como muestra de la frenética actividad desarrollada por la compañía, valga enumerar su repertorio de, por ejemplo, la primera mitad de 1951, cuando sucesivamente puso en escena en el teatro Reina Victoria, el juguete cómico “Eva no salió del paraíso”, de Vaszary y Laiglesia, en enero, y “¡Penalty!”, comedia de Fernández de Sevilla y Tejedor, en febrero, para pasar en el mes de marzo, al Teatro Cómico, donde representaron la obra de Antonio de Lara “Tono”, “Tita Rufa”, que desapareció del cartel celéricamente, siendo sustituída por “Los mejores años de nuestra tía”, a la que siguieron, en abril, “¡Las de aúpa!”, de Adolfo Torrado, y en mayo, “Doña Vitamina”, obra del mismo autor que rescataron dado el éxito que les había proporcionado el año anterior. Siguiendo la misma política “artística”, decidieron reponer “Jaimito se casa” de Antonio y Manuel Paso, los primeros días de junio. Todo ello, naturalmente, en funciones de tarde y noche. Como culminación de la temporada, el 21 de junio se ofreció en el Teatro Cómico un homenaje a Guadalupe Muñoz Sampedro. Tras representar “Una viuda original”, de Adrián Ortega, la compañía dio paso a relevantes figuras de la escena madrileña que ejecutaron diversos números e interpretaron fragmentos de obras en cartel en honor de la extraordinaria cómica. El primero de julio, clausuraban la temporada en el Cómico y emprendían una gira veraniega por el Norte de España.
Acostumbrado al baqueteo de tanto juguete cómico y tanta humorada cambiante, acceder a formar parte de las compañías de los teatros nacionales debió resultar, no diré que cómodo, pero sí más confortable a Luis Peña. La primera ocasión en que tal hecho se produjo, además, fue ciertamente excepcional, pues el montaje se ofreció a un público internacional en la ciudad del Sena. Dirigida por Claudio de la Torre (que fue auxiliado por Fernando Fernández de Córdoba, quien consta como “secretario de dirección”), la función especial de “La malquerida” benaventiana que representó en el teatro “Sarah Bernhardt” de París la compañía del María Guerrero el 12 de julio de 1955, formó parte de la programación del II Festival Internacional de Arte Dramático, y gozó de un reparto excepcional, encabezado por grandes figuras de la escena como Amparo Rivelles, Tina Gascó, Aurora Redondo, Amelia de la Torre, Luchy Soto y la maestra de actores, Carmen Seco, por lo que se refiere al elenco femenino, y los no menos impresionantes Enrique Diosdado, Rafael Bardem, Manuel Arbó, Miguel Ángel, el joven Rafael Romero Marchent y el propio Luis Peña, por lo que corresponde al masculino. El drama de ambiente rural original del Nóbel Jacinto Benavente, al que nos hemos tenido que referir con cierta frecuencia en este weblog (en la entrada monográfica dedicada a Jesús Tordesillas y en la, minúscula y curiosa, que hablaba de dos figurantes de la adaptación fílmica de la obra) suponía una apuesta segura de dramaturgia “establecida” muy competentemente servida.
Alfonso Sastre (Madrid, 1926) había conseguido suscitar el interés crítico con su primera obra en dos actos, “Escuadra hacia la muerte”, estrenada en 1953, y reeditarlo un año después con el estreno de “La mordaza”. En 1957 había estrenado en Barcelona su drama “El pan de todos” cuando, sin dejar concluir el año, consiguió llevar al escenario del María Guerrero la noche del 31 de octubre de 1957 su drama en dos actos “El cuervo”, un interesante y oscuro relato criminal en el que se jugaba con el concepto de la relatividad temporal. En palabras de Federico Carlos Sáinz de Robles, en esta ocasión, “Alfonso Sastre insiste en su concepción pesimista y cruda del actual mundo, deshumanizado por la crueldad y los egoísmos. Drama el suyo sin coloreido, sin evasiones lírics, compuesto como el agua fuerte para que sólo palpiten lsa notas – cierto monorritmo- de la angustia y de la desesperanza. Por su parte, Claudio de la Torre, su director, aseguró en su día, refiriéndose a “El cuervo” que “Toda ella, desde su primera frase -“Señor ¿es usted?” – hasta caer el telón sobre la última palabra –“Nochevieja”, mantenía en constante tensión, con un nervio poético, casi físico, lo que en argot teatral se llama una continua situación dramática. Sin respiro”´. Nos imaginamos a Luis Peña desenvolviéndose interpretativamente en este contexto como el proverbial pez en el agua. La historia, de “El cuervo” (referencia obligada al poema de Edgar Allan Poe, inspirador de la trama y de la atmósfera) lleva, a través de una misteriosa convocatoria que parece proceder del más allá, a reunirse a una serie de personajes por Nochevieja. Quien los convoca, que parece ser una presencia fantasmal, resulta ser finalmente una mujer (Carmen Díaz de Mendoza, cuya madre, Carmen Larrabeiti, recordemos a título de anécdota que había hecho de madre de Luis Peña en el cine) que fue asesinada y que vive su propio tiempo, mucho más lento que el de los demás personajes, por lo que puede coincidir con ellos. Ángel Picazo se encargó de dar vida al protagonista masculino, Juan, secundado por un elenco tan ajustado como excelente, con Luisa Sala, María Rus, Luis Peña y Javier Loyola dando vida a Inés, Laura, Pedro y Alfonso, respectivamente.
Estrenada el 18 de diciembre de 1958 en el Teatro Español de Madrid, y dedicada a “la luminosa memoria de Antonio Machado , que soñó una España joven”, “Un soñador para un pueblo”, obra original de Antonio Buero Vallejo que constituyó un rotundo éxito de público y crítica, se centraba en la figura de don Leopoldo de Gregorio, el marqués de Esquilache (el primer actor, Carlos Lemos) y de las circunstancias que originaron el famoso motín del pueblo de Madrid contra él durante el reinado de Carlos III (un unánimemente aclamado José Bruguera). Se trata de una obra enjundiosa que, según las críticas, supo ensamblar con maestría la compleja fusión entre Dramaturgia e Historia, haciendo que la segunda no pesara como una losa sobre la primera, sino que, sin interferir en la trama ni en el drama, se hiciera necesaria y pertinente. Luis Peña (en lo que se catalogó como una “colaboración”, subrayando el hecho de que su categoría profesional estaba por encima de la extensión de su papel) corrió a cargo del personaje del duque de Villasanta, uno de los burócratas enemigos de Esquilache, renuentes a los cambios que representaba y defensor, por tanto, del “antiguo régimen”. Osada políticamente hasta un poco más allá de lo que los estrechos límites del franquismo permitía, valiéndose para ello de la habilidad característica de Buero Vallejo para plantear problemas sociales y políticos sin resultar panfletario, “Un soñador para un pueblo” reservaba un papel magnífico para Asunción Sancho, que destacaba como “Fernandita” , una dulce representante de la manipulable plebe, la única que se pone al lado del marqués de Esquilache. En papel de mucho lucimiento, aunque de escasa extensión, hallamos a Miguel Ángel (que se había lucido junto a Luis Peña en “Embajadores en el infierno”) como “Ciego de los romances”, a Milagros Leal, como Doña María, una alcahueta, y a José Luis Sanjuán (que fue el niño que moría ahogado en “Pequeñeces”,empujado al mar por Carlos Larrañaga), que tuvo a su cargo el rol del “Embozado 2º”, uno de los representantes del pueblo levantisco. En roles de mayor presencia, destacan: José Sancho Sterling, que dio vida a Don Zenón de Somodevilla, el marqués de la Ensenada, enemigo principal del noble italiano; Fernando Guillén, como “Bernardo el calesero”, rival aventajado de Esquilache en el corazón de Fernandita, y Ana María Noé, en el rol de Pastora Paternó, la malavenida esposa del incomprendido reformista.
Tras su paso por el Teatro Español representando la aclamada obra de Buero Vallejo, Luis Peña recaló en el escenario del María Guerrero para, dirigido por Claudio de la Torre, reunirse nuevamente con Ángel Picazo y María Rus (con quienes había coincidido en las funciones de “El cuervo”) en el reparto de “¿Quién es Silvia?”, una comedia de Terence Rattigan que, según las crónicas, era “leve, falsa, pero construida con enorme talento”, la cual vertió al español Manuel Sito Alba y de la que se escribió que su estreno, celebrado el 22 de abril de 1959, “pasó sin pena ni gloria”. A propósito de las representacones de “¿Quién es Silvia?”, anotemos que, incorporándose al elenco del María Guerrero, hallamos a Carmen Bernardos y a Pedro Sempson, cuyo fallecimiento hubimos de lamentar hará pronto, un año.
Fin de la segunda parte
En agosto de 1958 falleció Manuel Soto, el suegro (y compañero de trabajo) de Luis Peña, quien, a la sazón, hacía poco tiempo que había cumplido cuarenta años, entrando así en la que suele considerarse la etapa de madurez de la vida. Poco más de un año después, el 9 de noviembre de 1959, cuando está trabajando en el Teatro Español, representado junto a los mejores actores del país la función del Tenorio de Zorrilla, y sólo un par de días antes de que se estrene la tercera de sus películas bajo las órdenes de su amigo José María Forqué, la interesantísima “De espaldas a la puerta”, Luis Peña ha de lamentar el fallecimiento de su padre y modelo vital, el también actor, Luis Peña Sánchez, con quien tantas veces habrían de confundirle en el futuro los recopiladores de datos fílmicos. Es ese un trance que decisivamente marca la vida de las personas y que, con toda seguridad, puso a nuestro protagonista enfrente de sí mismo, observándose a la mitad del camino. Profesionalmente hablando, de una parte, la imagen fílmica de Luis Peña había evolucionado, de una a la que podían encontrársele similitudes con la un segundo galán, como David Niven, a otra más cercana a la de un amargo, vitriólico y profundo Robert Ryan, de otra, en su devenir escénico había recorrido un camino que le había llevado de las astracanadas a las compañías de los teatros nacionales. En la tercera parte de esta entrada dedicada al actor, que pretende este burgo que se extienda desde 1960 hasta el fin de sus días, en 1977, trataremos de dar cuenta del devenir profesional de esos diecisiete años, en los que nuestro protagonista transitará desdichadamente por algunos subproductos infames presuntamente cómicos (rodados en coproducción con Italia), continuará con su fructífera colaboración con José María Forqué en películas muy estimables y, tras aportar su ácida amargura al seco thriller “A tiro limpio” (Francisco Pérez Dolz, 1963), culminará su carrera cinematográfica con dos intervenciones en sendos films de Carlos Saura. Será el momento, también, de completar la muestra de sus trabajos en la escena teatral y de ofrecer una semblanza de su paso por la pequeña pantalla, medio en el que destacó singularmente actuando a las órdenes de Narciso Ibáñez Serrador. Se completará entonces el arco trazado por Luis Peña, que le llevó, a través de las décadas, de la galanura a la aspereza.
PD: quiero expresar mi agradecimiento al actor y director Ricard Reguant, que me ha facilitado las imágenes de los programas que aparecen en esta entrada.
Bibliografía (libros consultados y no citados en el texto de esta segunda parte de la entrada):“El cine español en el banquillo” ( Antonio Castro, Fernando Torres, Editor, 1974). “Brumas del franquismo”, de Francesc Sánchez Barba (Universitat de Barcelona, 2007), “Y todavía sigue” (Juan Antonio Bardem, Ediciones B, 2002)
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