Revista Cultura y Ocio
Lulio es meridianamente claro: los musulmanes no pueden concebir la gloria sempiterna espiritual, esto es, el paraíso de los cristianos, por la misma razón por la que no conciben al Dios infinito ad intra ni al Dios encarnado. Por tanto, el paraíso del islam, colmado de recompensas terrenas y placeres mundanos o puramente bestiales, es el summum moral y escatológico al que puede aspirar su teología, y no una mera ocurrencia de Mahoma.
Un Dios que sólo manifiesta su bondad, grandeza, poder, intelecto, voluntad, virtud, verdad, gloria, perfección, justicia y misericordia de un modo finito en la creación del universo sólo es susceptible de elevar al hombre mediante la sobreabundancia de prerrogativas y deleites materiales finitos. No cabe al musulmán esperar que las almas tiendan a bienes intangibles infinitos como la bondad en sí, la grandeza en sí, el poder en sí, etc., ya que ni cree en la existencia de tales entidades extramundanas, que en el cristianismo son representadas mediante la Trinidad, ni confía en que el hombre, que es finito y ha surgido de la nada, pueda aspirar a la infinidad y al bien absoluto; aspiración que el cristiano cifra en la encarnación de Dios.
De esta deficiencia teológica Lulio extrae importantes lacras morales. La primera es que, dado que el musulmán prefiere lo inferior a lo superior, es menos prudente que el cristiano. La segunda es que, puesto que sus incentivos para resistir a las pasiones son finitos, su fortaleza es inferior a la del cristiano, que los tiene infinitos. La tercera es que la inteligencia y la voluntad de quienes fijan sus fines en lo bajo y mutable son también más bajos y mutables que las de quienes hacen lo contrario y por ello son más temperantes. La cuarta es que, careciendo de un mediador con el que hacerse propicios a Dios, los musulmanes son juez y parte en su propia causa, por lo que son tendentes a la irracionalidad, el exceso y la injusticia.