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Publicado el 01 mayo 2021 por Solotulosabes @soloturelatos

Él

Aquel fin de año lo pasé en su casa. No estaba planeado, unos meses atrás no conocíamos ni nuestro aroma. Todo sucedió de manera natural, ya habíamos retozado varias veces… Pero ninguna como aquella noche de uvas y campanadas. La mansión era exuberante, paredes blancas infinitas, cuadros y lámparas por doquier, alfombras que cubrían largos pasillos, jarrones de flores dispuestos para la ocasión, que inundaban la estancia de una fragancia especial. 


Desde que entré la vi bajaba las escaleras de mármol blanco con un vestido rojo caminando de una forma delicada, su postura erguida y muy sensual. Al dejarle mi abrigo presentí que iba a ser una gran noche.

El simple hecho de rozarme con ella me puso la piel de gallina, me tomó de la espalda con suavidad mientras me presentó a todos los asistentes, sus íntimos de toda la vida.


La primera copa de champán no tardó en llegar. La música que sonaba en el salón principal invitaba a sacarla a bailar. Mientras bailábamos el hecho de tenerla entre mis brazos y rozarnos piel con piel hizo que notara varias erecciones. El no estar solos en esa fiesta, no impidió que ella dejara caer disimuladamente su mano sobre mi paquete, sintió la presión en mis pantalones. Era capaz de hacerme sudar solo con su mirada. Estaba atenta a mí en cada momento, me hizo sentir uno más entre tanto desconocido aprovechando cualquier excusa para rozarme, regalarme un beso, una caricia o una respiración cálida en el cuello.


Sentados a la mesa la conversación era fluida. Ella, a mi izquierda. Su padre, en mi punto de mira y su madre a mi derecha.


Su mano se coló por debajo del mantel acariciando mi pierna, sus uñas de porcelana roja se hundían en mi piel, casi sacándole hebras a un lino.
El padre se interesó por mi trabajo mientras mi mente desnudaba a su hija, la tiraba sobre la mesa y se lo hacía sin parar.


Me clavó las uñas hasta sentir dolor. Con sus ojos me indicó que la acompañara a la cocina, fuimos a por los postres. No pasé del quicio de la puerta, tiró de la solapa de la chaqueta y me empujó contra la nevera. El ruido tuvo que oírse desde el salón, pues se hizo un silencio sepulcral. Me tapó la boca con su mano, y lentamente se deslizó por mi cuerpo. Arrodillada se dispuso a bajarme la cremallera. Se oía perfectamente, como poco a poco, ayudada por sus dedos, bajaba del todo. Acercó su cara a mi paquete e inspiró fuertemente. Su mirada sensual me atravesó mientras retiraba el cinturón. Yo asustado no quitaba la vista de la puerta de la cocina, pero el morbo me superaba y sentía escalofríos desde la punta del dedo hasta el final de mis cabellos.


Sus manos se adueñaron de mí, sentí la humedad de su boca, de su lengua suave y caliente. Me la recorrió una y otra vez, muy lentamente. Sus uñas rojas destacaban sobre mi polla. Cuando entraba en su boca ella cerraba los ojos, pero los abría para darle pequeños besos y leves mordidas.

No pude resistir más. La agarré de los brazos, la tumbé sobre la encimera, subí su vestido, y no hubo sorpresa, no llevaba ropa interior. ¿Sin lencería roja?, – le pregunté. No me hace falta la suerte, tengo todo lo que quiero, – me respondió.
Agarré su cintura y la comencé a rozar sus nalgas con la punta de mi polla. Empecé a notar su humedad, mientras la metía lentamente hasta lo más hondo, le tomé de la barbilla arqueando su espalda. Su cabello me rozaba la cara, el olor era embriagador, llené su cuello de besos, mientras aumentaba nuestra intensidad.

Después tiré de sus hombros fuertemente y la penetraba sin parar. Sabíamos que no había mucho tiempo. Para no gritar ella mordía su labio y yo contenía mis gritos de placer. Sentía su calor y humedad de una forma muy intensa. Mientras ella me pedía más fuerza. Su cara llena de placer me acercaba cada vez más al orgasmo. Noté como sus manos se agarraban fuerte del borde de la encimera y como me apretaba la polla fuertemente con su coño. Llegamos justos al clímax y de esa fuerza desbordada pasamos a las caricias, aún con todo dentro. Oí pasos que se acercaban, la saqué rápidamente y ella se puso delante de mí.

¿Necesitan ayuda?, – dijo su madre. Está casi listo –dijo ella. Mientras yo me aguantaba los pantalones con el paquete por fuera.
Aquella noche de fin de año tuvimos el postre más delicioso.


Ella


Por fin llegó aquella cena, la última del año. Después de tanto tiempo viéndonos me apetecía que él formará parte de mi mundo y de mi entorno. Cada vez que nos encontrábamos, las ganas nos volvían locos.


Esa noche la cena era casa. Mis padres habían dispuesto todo para que no faltara de nada: comida, decoración… Todo ajustado al milímetro. Incluso habíamos llenado la casa de flores y el olor se percibía por todas partes.
Escuché el timbre. Bajé a recibirle. Ahí estaba él. De pie, en la entrada, vestido con aquel traje que solo hacía que deseara sacar la corbata y me poseyera salvajemente. Recogí su abrigo e intenté disimular mis ganas y las disfracé con cierta elegancia.

Lo saludé rozando su cuello con mis uñas. Me pareció que le gustaba. Rodeé su cuerpo con mi brazo y le presenté a los míos. No dejé de tocarle en todo momento. Sentí esa fuerza que me obliga y me empuja a tenerlo cerca.
Brindamos tiernamente. Su fuerza en la mirada me incita a perder la cabeza, es capaz de hacerme perder la cordura, la compostura y los modales en tan sólo un instante.

Mis pensamientos más calientes se vieron interrumpidos cuando me invitó a bailar sacándome de la ensoñación.  Me agarraba con una firmeza suave y comenzamos a bailar. La cercanía me permitió percibir su olor, el de su perfume, el de su ropa, el suyo. Él huele a deseo, huele a placer, huele a tortitas un domingo en la mañana, a chocolate con avellanas… También sentí su calor, que aumentaba mi temperatura.

Por momentos esas sensaciones me hicieron olvidar que no estábamos solos en la fiesta. Sentía la necesidad de tocarle, de rozarle, de besarle furtivamente. De meter mi mano entre sus piernas y notar que ese deseo era mutuo.
Cuando pasamos a cenar se sentó a mi lado y eso aumentó mis palpitaciones.

¡Es tan guapo!
Conversamos. Tiene un encanto y es que domina muy bien cualquier situación.
Cada vez que sonríe, de manera tan seductora, tengo que resistir mis ganas de tirarlo todo y devorarlo sobre la mesa. Sólo acerté a apretarle su pierna bajo el mantel.

Me miraba, cómplice de lo que estábamos haciendo. Pero seguía hablando y sonriendo. De nuevo esa sonrisa, esa mirada, capaces de volverme loca de remate.

Tenía que hacerle saber que no aguantaba más y lo vi claro. Encontré la excusa perfecta, era el momento de sacar los postres. Le apreté fuertemente la pierna y con mi mirada le indiqué el camino. Rápidamente entendió mi mensaje cuando notifiqué que iba a la cocina a por el postre. Enseguida se levantó de la mesa.

No lo pude evitar desde que pasamos el umbral de la puerta me abalancé sobre él. Necesitaba que entendiera que no podía esperar más, quería que me poseyera por completo. Sin importarme los invitados, lo empujé contra la nevera haciendo muchísimo ruido. Intentó advertirme, pero frené en seco sus palabras tapándole su boca con mi mano. Me agaché, quería probar lo mejor de su piel, así que le liberé de todo lo que nos separaba. Ya no me importaba nada más. Sólo quería sentirlo, aunque él parecía aún atento a lo que sucedía en el comedor, yo no podía dejar de pensar en comérmelo vivo. Y así hice. Una vez que se la saqué entró toda en mi boca. Nada me apetecía más en ese momento que saborearlo, dulce pero intensamente. Una y otra vez. Dentro de mi boca, fuera de ella dulcemente, mirándole como si no existiera más mundo que nosotros y lo que en ese momento me ofrecía. Poco tardó en darme la vuelta y hacerme sentir el frío de la encimera bajo mi pecho. Al subirme la falda noté su sorpresa, no llevaba ropa interior. No creo en supersticiones, llegado el momento quería facilidades de acceso. Y así se lo hice saber.

Me rozaba, solamente con la punta, cada roce me hacía perder más los estribos. Ahogaba mis gemidos como podía y él seguía con la tarea. Cada roce aumentaba la humedad dentro de mí. Con la técnica propia del buen amante que es, me la introdujo entera, haciéndome retorcer de placer, acercando su cabeza a la mía, sentí su respiración y sus besos sobre mi cuello. Mientras me lo hacía, ahí, sobre la encimera, de esa forma que sólo él sabe hacer.

De menos a más, de suave a intenso, de lento a rápido. Con la prisa justa porque los invitados esperaban su postre. Seguía embistiéndome con esa mezcla de intensidad y dulzura. Y yo cada vez más cerca del cielo, cada embestida era un peldaño más en dirección al paraíso extremo. Quería gritar, pero no podía, así que mordía mis labios para no soltar el mínimo ruido, y podía oírlo a él gruñendo suavemente. Los dos en la misma tesitura. Sólo quería más y más de él y él me respondía como buen amante con más y más de sí. Mi cuerpo se estremecía sintiéndole dentro. Mi respiración se aceleraba con la suya. Lo notaba disfrutar, y eso me excitaba aún más. Sólo pude agarrarme fuertemente de la encimera. Presionaba su pene con mi vagina.  Y acompasando ese ritmo de embestidas y respiración, llegamos a la vez a un clímax maravilloso.

Después de recobrar el aliento, y sin que él saliera de mí, me volvió a llenar el cuello, el pelo y la cara de caricias y besos. A lo lejos oímos pasos, era mi madre. Él salió rápido de mí y me incorporé para adelantarlo. Mi madre había entrado para ayudar con lo que faltaba. Y sin él terminar de enmendarse nos miramos cómplices y sonreímos señalando que todo estaba listo. Pero a mí, ya se me habían quitado las ganas de dulce.

Me había saciado con él. 

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