A finales del siglo XIX, El Corte Inglés era una pequeña tienda, ubicada en el centro de Madrid, dedicada a la sastrería y la confección. En los años treinta del siglo pasado, un avezado empresario de origen asturiano, Pepín Fernández, vio negocio en la zona y decidió comprar la manzana para instalar allí una nueva modalidad de gran almacén: la llamaría Galerías Preciados. Acabada la Guerra Civil, Ramón Areces, que como Pepín Fernández se había formado en el negocio en La Habana a la sombra de César Rodríguez, apostó por ampliar la sede de El Corte Inglés, en la que recaló por disensiones con el fundador de Galerías. Rodríguez se convertiría en el presidente de la sociedad mientras en Areces recayó la tarea del desarrollo estratégico de la misma. Los años posteriores supusieron un notable ejercicio de competencia empresarial entre El Corte Inglés y Galerías Preciados, con ambiciosos planes de expansión, algo que desembocaría en la suspensión de pagos de esta última a mediados de los noventa, siendo finalmente adquirida por la primera al precio de 180 millones de euros.
El Corte Inglés ha sido durante décadas la segunda empresa familiar de España, tras el Banco Santander. Con casi 90.000 empleados y una cifra de negocio superior a los 15.000 millones de euros, ha pasado por ser uno de los trasatlánticos de la economía española. Sin embargo, las luces rojas se han encendido en los últimos tiempos. La semana pasada, sin ir más lejos, Dimas Gimeno, sucesor en la presidencia de su tío Isidoro Álvarez -sobrino de Areces y fallecido en 2014-, se desvinculaba definitivamente de la sociedad tras seis años de duros conflictos en el seno de su consejo de administración y en la fundación. En 2018 ya fue descabalgado de la cabeza del emporio por sus primas, las hijas de Álvarez.
Al cierre o reestructuración de unos 25 establecimientos, tras la crisis pandémica y la constatación de que la apertura de algunos de estos fue producto de una estrategia tan errónea como ruinosa, se une el descontento que se percibe en muchos de sus trabajadores. El de El Tiro, en Murcia, es un vivo ejemplo de ello. En el de Cartagena, por su parte, se anunció que sufriría modificaciones para adaptarlo a la nueva situación. Como reto por delante, la sociedad ha de recolocar a unos 8.000 empleados de todos esos centros en otros establecimientos de la geografía nacional.
Las señales de alarma en una entidad del calibre del Corty evidencian el momento que vive la economía del país. Con unos drásticos datos en la reducción del consumo, unas campañas, la navideña y la de rebajas de invierno, calificadas de desastrosas sin paliativos, la recuperación no se atisba ni siquiera a medio plazo. Se habla de una facturación del 30% y de unas ventas que no superan el 50%. Que cunda el pánico entre la plantilla de un gigante como este es altamente preocupante. Decía Bertold Brecht que las crisis se desataban cuando lo viejo no acababa de morir y lo nuevo no acababa de nacer. A lo mejor es eso lo que le ha ocurrido un poco a El Corte Inglés, por aquello que dicen que suele pasar una vez que las terceras generaciones toman el timón del negocio que fundaron los abuelos y apuntalaron sus padres. Aunque aquí, casi siempre, se haya pasado el testigo de tío a sobrino.