Otro cuento para ustedes.
Es inevitable, algunas veces, terminar usando los nombres de la gente que nos rodea. Esta vez, le tocó a Gonzalo; veamos cómo le fue...
Luz violeta
Gonzalo no pudo resistirse. Simplemente, no pudo. La caja estaba ahí, esperando ser abierta, deseándolo, pidiéndolo, clamándolo… y Gonzalo respondió.
Resultó ser una caja-joyero, lleno de pendientes y pulseras y collares que a Gonzalo no le interesaron. Con el ceño fruncido, le dio un golpe a la tapa para cerrarla.
Miró a su alrededor enfurruñado, ¿qué se suponía que debía hacer hasta que volviera su madre con su hermano? Tal vez debería haberlos acompañado al médico. Tal vez aquello hubiera sido menos aburrido que quedarse solo en la casa. Ni siquiera había resultado interesante esa extraña caja que mamá guardaba con tanto esmero, la que creía esconder debajo de la cama.
Gonzalo la miró enojado, esa caja de… Le llevó unos segundos comprender lo que estaba mirando: la caja estaba abierta.
«Pero si yo la cerré» pensó Gonzalo. «Debe de estar floja la tapa, tal vez rebotó.»
Estiró el brazo para cerrarla otra vez, pero estaba trabada. Hizo más fuerza, y nada. Probó con las dos manos, la tapa seguía inmóvil. Gonzalo se animó, recobrando algo de su interés y buscó si había algo allí trabando la dichosa tapa, pero no encontró nada. Revolvió un poco más y un destello violeta llamó su atención.
Un pequeño dije colgando de una finísima cadena de plata. Lo observó colgando de su dedo, no recordaba habérselo visto nunca a su madre. El dije parecía titilar, Gonzalo lo balanceó para ver los reflejos que despedía. A veces eran lilas, otras parecían azules, había algo realmente relajante en aquellas luces. Gonzalo no parecía poder apartar sus ojos de ellas.
La habitación comenzó a teñirse de lila, el dije se movía solo, acompasado por la respiración de Gonzalo. Hasta que se dio cuenta que ya no lo veía más, ni tampoco la cadena. Ni siquiera la caja estaba allí. Estaba bañado por una luz violeta, que dibujaba extraños rostros en las paredes. Rostros tristes, angustiados y extrañamente familiares.
Los sonidos a su alrededor se diluían y no oyó el regreso de su madre, ni siquiera con el golpe que dio la puerta.
—¡Gonzalo! ¡Ya llegamos!
La mujer miró rápidamente en el comedor mientras llevaba a su hijo menor al cuarto que compartía con Gonzalo, pero éste no estaba allí. Lo buscó en la cocina, llamó a la puerta del baño, sin repuesta. Fue hasta su propia pieza y allí estaba Gonzalo. Arrodillado frente a la caja abierta; con el dije aun colgando de su dedo, balanceándose.
La mujer corrió hacia él y le arrancó el colgante. Los ojos de Gonzalo siguieron fijos, el semblante rígido. En los ojos, destellos de violeta.
—¡Gonzalo! ¡Gonzalo! —lo llamó la mujer sacudiéndolo—. ¡Despierta, por favor! ¡Gonzalo!
Pero el muchacho no reaccionó. La luz violeta danzaba en sus ojos.
—¡Gonzalo! ¡Por favor, por favor! ¡Otra vez no! —lloró la mujer—. No también él, por favor, no también él.
Miró el dije que todavía tenía en la mano. Lo odiaba. Se lo arrancó de la mano con una mueca, siempre era difícil despegárselo. Ponerlo en la caja fue una tortura, como arrancar parte de su corazón y dejarlo latiendo allí adentro. Pero nadie más que ella debía verlo, nadie, nadie.
Cerró la caja con rabia, presionando con fuerza la tapa. Recordó el día que había encontrado a su pequeña Mariana con el dije, cuando Gonzalo era solo un bebé…
—¿Qué es eso, mami?
Ella se dio vuelta, su hijo menor estaba en la puerta.
—¿Qué hay en la caja, mami?