Voy a ser directo y recomendaré dos grandes discos, con el mismo sonido y en la misma frecuencia. Es que hay algo en el cerebro y las manos de Jeff Lynne que le permite apoderarse de canciones propias y ajenas, para revestirlas de un sonido límpido y grandilocuente, ese sonido redondo que enamora los oídos al instante y colma el buen gusto.
Por ello, Jeff es considerado uno de los grandes productores de música pop en los últimos ¿30? años y su currículum lo avala: su trabajo fue requerido por gente como Brian Wilson, Paul McCartney, Tom Petty, George Harrison y más acá en el tiempo Regina Spektor, para aportar su oreja infalible y, en muchos casos, alguna ayudita en la composición de canciones (descontamos su recordada participación como productor de las Anthology beatles y en el supergrupo Traveling Wilburys).
Pero vamos al punto. Entre los tantos discos de los que JL participó -como productor en algunos temas y co-autor en varios-, se encuentra la última perla que grabó Roy Orbison, Mystery girl (1989). Mi conocimiento de Roy, hasta descubrir a los Traveling Wilburys, se basaba en una simple oración: aquél cantor que de chiquitos todos conocíamos por Pretty woman pero después no teníamos idea de quién era (?). Y resultó que Roy era una voz grandiosa, de esas gargantas privilegiadas, que llegan a lo profundo y dicen la verdad hasta en los silencios.
Bob Dylan lo describe mejor en sus Crónicas; él los sabrá convencer de que escuchen Mystery girl, una maravilla:
“Orbison trascendía todos los géneros: folk, country, rock and roll, lo que fuera. Su material mezclaba todos los estilos e incluso algunos que no se habían inventado siquiera. Podía adoptar un tono agresivo y perverso y luego cantar con voz de falsete a los Frankie Valli en el siguiente. No sabías si estabas escuchando ópera o una banda de mariachis. Te mantenía alerta, todo en él era muy visceral. Sonaba como si cantara desde la cima del monte Olimpo y realmente se lo creyera.
Interpretaba ahora sus composiciones aprovechando su extensión vocal de tres o cuatro octavas que te daba ganas de arrojarte en coche por un acantilado. Cantaba como un criminal profesional. Tenía una voz capaz de sacudir un cadáver y dejarte musitando algo como ‘Tío, no me lo puedo creer’. Había canciones dentro de sus canciones.
Orbison iba muy en serio. No se andaba con niñerías ni con pinitos de novato”.
Después de la palabra de Bob, bien podría callarme. Pero dije que tenía dos discos para recomendarles y el segundo, claro, es del bueno de Jeff. (Si no me equivoco, su única placa solista hasta el momento). Armchair theatre (1990), contiene el espíritu de redondez que poseen todos los discos que Lynne produjo a fines de los ochenta: Cloud nine, varios de Tom Petty, los de Wilburys. Y esa condición lo hace de por sí indispensable.
Si escuchan los dos álbumes seguidos, van a saber agradecer una cita placentera y hi-fi.