¿Qué hace a un artista inmortal? Ante todo, la excelencia de su obra... pero hay más. Y ese más son sus circunstancias, de tal manera que en el Olimpo de las artes son todos los que están pero no todos los que son, están. ¿Quién sería en la actualidad William Shakespeare de haber nacido en Portugal? Pero nació en Inglaterra, una potencia mundial y escribió en inglés, el idioma universal. Además, sus obras (que, seamos sinceros, pocos leen en la actualidad) siguen en lo más alto de la popularidad porque, al margen de las versiones teatrales, se ven beneficiadas por la aportación de otros artistas cuyas adaptaciones cinematográficas o musicales las vienen a realzar. En fin que, igual que ocurre con el dinero, la fama llama a la fama en una retroalimentación que nunca parece tener final.
¿Por qué son tan estimadas las obras de Shakespeare como fuente de inspiración si tratan de los mismos temas que las de los demás? Pues, al margen de su indiscutible calidad, claramente por aprovechar una notoriedad que posiciona a la nueva versión en el interés general y así es muy posible que estos días acudan a Les Arts espectadores no aficionados a la Ópera pero llamados por un título universal. Y para probar que esto lo digo sin maldad, debo confesar que mi próxima novela versará sobre los personajes que aparecen en las películas más famosas de un director de cine muy popular del siglo pasado, creador de una filmografía inmortal.
Basadas en “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) se han filmado hasta la fecha unas diecinueve películas, algunas tan excelentes como la de Welles (1948), la de Kurosawa (1957), la de Polanski (1971), la de Kurzel (2015) o la más reciente de Coen (2021), para satisfacción de un dramaturgo que hace casi quinientos años esto no se lo podría imaginar. Ni tampoco que en 1847 Verdi llegara a musicar su tragedia, creando una ópera excepcional. Tanto que, en mi opinión y con todas las reservas ante una comparación entre obras pertenecientes a disciplinas diferentes, es superior al original. Y es que la música aventaja a la palabra cuando se trata de manifestar emociones dada su común intangibilidad. Música y emociones pertenecen a una misma dimensión sensorial de carácter inmaterial mientras que las palabras, aun poéticas, no se pueden escapar de la concreción a que obliga cualquier idioma diseñado para escribir o hablar.
El “Macbeth” de Shakespeare al igual que el de Verdi requieren de interpretaciones muy por encima de lo normal, pues sus representaciones deben destilar ante todo aquello que sustancia a esta obra y es la desaforada ambición de poder solo limitada por los remordimientos y la conciencia personal. Hace poco más de un año lo pude comprobar al asistir en Madrid a la versión teatral producida por el Centro Dramático Nacional, en cuya crónica entonces decía: “...añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años de dedicación profesional…”. En 2015 Les Arts programó el “Macbeth” de Verdi, con un Plácido Domingo cuya incuestionable presencia escénica solventó sus limitaciones como barítono de verdad. Tres años antes, en el Teatro Real, pude comprobar como Violeta Urmana otorgaba carta de autenticidad a una terrible Lady Macbeth, instigadora de esta sanguinaria tragedia que no da tregua hasta el final.
Dicen que Verdi era barítono y de ahí su predilección por esta cuerda, hasta el punto de hacerla protagonista absoluta de varias obras entre las que destaca “Rigoletto” como más popular. No obstante, el compositor parece que tenía otra preferencia al manifestar… “He aquí este Macbeth, el cual amo más que a todas mis otras óperas”, una opinión que sobre su indiscutible calidad nos debe guiar. Si bien es cierto que a mayor gravedad menor agilidad, también lo es que el color de una voz baritonal destila poder, nobleza y autoridad como los bajos pero también pasión, heroísmo y musicalidad como los tenores, configurándose para los hombres como el centro de su arte vocal.
Pues bien, tanto en lo actoral como en lo musical, el Macbeth de Luca Salsi (sustituto de un añorado Carlos Álvarez cuya salud parece que nunca termina de mejorar) y Anna Pirozzi no se correspondió con lo indicado con anterioridad. Salsi por falta de emotividad, quizás debida a su justeza vocal. Pirozzi por su intento de lo contrario que, pese a su alta cilindrada de soprano dramática, la llevó a descomponerse en los agudos cometiendo el error de chillar. Pese a que Marko Mimica (Banco) y Giovanni Sala (Macduff) cantaron mejor que los dos protagonistas, sin la idoneidad de estos es imposible que esta ópera nos llegue a emocionar (tal y como suele afirmar Carlos Boyero en muchas de sus descarnadas crónicas cinematográficas… “no siento lo que les ocurre a los personajes, lo que me lleva a desconectar”). Tanto es así que lo mejor de la velada fue el coro de introducción al tercer acto... “Tre volte miagola”, un prodigio de delicadeza por parte del Cor de la Generalitat Valenciana y de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, dirigida en esta ocasión por Michele Mariotti quien en el resto de la función le faltó imprimir más vigor a una partitura que demanda esa pasión que ayer eche a faltar.
La escenografía apuntaba a un acertado minimalismo de manual que varió a mal. Comenzó con un espacio desnudo limitado por tres grandes paredes de madera (que me recordaron el escenario del Teatro Monumental de Madrid, sede de la Orquesta Sinfónica de RTVE) y la aparición por el techo de motivos repetidos (lámparas, trajes, etc.) en disposiciones geométricas muy al estilo del arte repetitivo que tanto encaja con lo minimal, como también el vestuario elegido de corte actual. Si embargo, conforme avanzó la representación todo se desnaturalizó con la inclusión de una decimonónica mesa de celebración, un escenario ambulante a lo “Pagliacci” y hacía el final, un oportunista campo de refugiados y la aparición de gente disfrazada de dibujos animados, de coristas y de no se que más. Al terminar, el público quedó desorientado, recompensando a los responsables de lo visual (Benedict Andrews y Asley Marin-Davis) con uno de los pocos abucheos que en Valencia se suelen escuchar.
Dejo para el final la anécdota, que si no me equivoco tiene carácter de primicia en Les Arts, pues al comienzo del cuarto acto se tuvo que detener la función porque Luca Salsi sufrió, entre bastidores, una hemorragia nasal. Lo supimos quienes nos quedamos, dado que algunos se marcharon ante la falta de una explicación que se demoró quince minutos o más, en los que solo se comunicaba que algo pasaba pero sin especificar. Al final Salsi salió a cantar su “Piettà, rispetto, amore”, una de las arias más famosas para barítono que hay y que a mí no me llegó a emocionar pero que el público recompensó con el mayor aplauso del estreno, cuya justificación entiendo tenía más que ver con el pundonor que con la calidad, algo que en este caso al respetable no se le puede reprobar.
De las múltiples grabaciones de “Macbeth”, mi preferida es la que en 1976 dirigió Claudio Abbado para Deutsche Grammophon, con el Coro y Orquesta del Teatro alla Scala y Piero Cappucilli, Shirley Verret, Plácido Domingo y Nicolai Ghiaurov, un elenco de los que ya no hay.
La entrada "Macbeth" en Les Arts: buen principio y mal final apareció primero en El Blog Personal de Alonso-BUSINESS COACHING.