Hay películas y series que, hayan sido realizadas o no con voluntad de ello, resumen el espíritu de una época, o al menos los espectadores lo siente así. Asomándonos a algunas de las mejores realizaciones para televisión de los últimos años casi podemos trazar una poderosa historia del siglo XX en los Estados Unidos: principios de siglo con The Knick, los años veinte con Boardwalk Empire, la Gran Depresión con Carnivàle, la Segunda Guerra Mundial con Hermanos de sangre y The Pacific, los sesenta con Mad Men, los ochenta con The Americans, el cambio de siglo con Los Soprano y estoy seguro de que me estoy dejando muchas series en el tintero.
En Mad Men nos encontramos en el Nueva York de los años sesenta, la tierra prometida del capitalismo en uno de los mejores momentos económicos de su historia, como la culminación de un proyecto largamente acariciado por un país que finalmente se ha convertido en la gran potencia a nivel planetario. Los sesenta, aún con su ambiente de constante amenaza, debido a la Guerra Fría, son considerados por quienes los vivieron como unos años felices, de abundancia económica y disfrute de nuevas libertades, pero a su vez persisten realidades muy chocantes para un espectador actual: el abuso del alcohol (a cualquier hora del día o de la noche), del tabaco (hasta los médicos fuman en presencia de sus pacientes) y un tremendo machismo, que hace que las mujeres de Mad Men tengan muy difícil que sus méritos profesionales se tomen en serio. Son los años en los que la sociedad de consumo se desarrolla hasta niveles nunca vistos y la profesión de publicista se torna en una de las más atractivas y mejor retribuidas económicamente.
Auqnue desarrolla de manera magistral a gran cantidad de personajes protagonistas e incluso secundarios, la serie se centra en Don Draper, un ejecutivo de mediana edad que, a primera vista, puede focalizar en su persona todos los atributos del ya nombrado sueño americano: guapo, carismático, con dinero, casado con una mujer hermosa y con dos hijos sanos. Pero detrás de esta fachada, se esconde un hombre muy diferente, un hombre sin identidad definida que se mueve como pez en el agua en los ambientes más lujosos de Manhattan, pero a la vez es lo suficientemente inteligente para advertir que tanto esplendor esconde la nada más absoluta. Como los anuncios publicitarios, que muestran un mundo que en realidad no existe, la vida de Draper es como un carrusel: una atracción muy elegante, en constante movimiento, pero que nunca lleva a ningún sitio.
En esta realidad, consagrada al culto de lo efímero, Draper es una estrella, el hombre que siempre tiene la frase justa para que cualquier campaña de publicidad sea un éxito, el seductor de presencia impecable, que suscita la envidia permanente de compañeros menos dotados por la naturaleza como Peter Campbell. A su vez, el protagonista intenta disipar los fantasmas de su soledad vital comportándose como un auténtico depredador sexual, posibilitando así situaciones que ponen en peligro su reputación incluso ante su propia hija, aunque habitualmente sabe llevar sus aventuras con discreción. No obstante, la auténtica personalidad de Draper siempre es un misterio, incluso para él mismo. Como máximo representante de la cultura de lo efímero de Madison Avenue, una de sus grandes cualidades es ser camaleónico, saber adaptarse perfectamente a cualquier ambiente e incluso ser siempre el foco de atención, aunque no se lo proponga.
Mientras tanto, la vida transcurre muy deprisa en las siete temporadas que dura la serie. Los personajes van volviéndose más cínicos a la vez que se enriquecen. La ciudad de Nueva York va tornándose un poco más oscura a medida que se acercan los setenta. No todo son alegrías en el paraíso del capitalismo, pero el hombre hecho a sí mismo debe saber adaptarse a todas las situaciones, aunque deje algunos cadáveres en el camino. Mad Men en un sólido retrato de una época apasionante, a través de la historia de un gran triunfador social que siente un miserable fracaso interior.
Revista Cine
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