Los independentistas catalanes, con patrocinio de CiU y notables del PSC-PSOE, han llenado el centro de Barcelona para reclamar su reconocimiento como nuevo Estado europeo.
Pero sus instigadores saben que la UE nunca los admitirá.
El problema para el romanticismo independentista y su sensiblería patriotera es que la adhesión de un nuevo país a la Unión requiere la aprobación unánime de sus 27 miembros, incluyendo España.
Si un hipotético Estado catalán solicitará ese ingreso, España diría no; y harían igual otros países, empezando por Francia, para que no se le contagien los nacionalismos en su territorio.
Una Cataluña independiente fuera de la UE tendría que vender sus productos como “Made in Catalunya” o “Made in Catalonia”.
Perspectiva ante la que toda empresa catalana debe temblar: será su ruina. Quizás calle ahora porque crea que nunca se producirá este suicidio económico.
Hay que imaginarse la reacción hostil de los españoles que todavía compran alrededor del setenta por ciento de la producción catalana. Con la independencia la boicotearían.
Los empresarios catalanes tendrían que cerrar incluso sus patrióticas fábricas de butifarras. Los españoles seguirían comiéndo el delicioso embutido: tienen magníficos elaboradores en el resto del país que venden menos porque la tradición invita aún a comprar las catalanas.
Con la independencia hasta estaría mal visto vender o adquirir un coche Seat o Nissan, si es que sus fabricantes no huyen a Valladolid, o Polonia, a la vez que los clientes españoles retirarán masivamente su dinero de la Caixa.
Los nacionalistas, acomplejados explotadores de masas románticas, soñadoras de mitos, estafan a estos ingenuos desinformados incitándolos a molestar a los clientes que les dan de comer.
Los catalanes deben exigirle a sus lenguaraces y provincianos políticos que compitan por la gobernación de España, como hicieron dos castellanos, Suárez y Zapatero, dos madrileños, Calvo-Sotelo y Aznar, un andaluz, González, y un gallego, Rajoy.
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SALAS