En la mañana neblinosa una madre desesperada abrazando su bebé, atraviesa el potrero y sale a la calle casi a la altura del puente. En la garita, dos soldados se frotan las manos, fuman y se ríen por lo bajito, sin ponerle cuidado a la mujer. Cruza el puente sin que nadie le haga caso, y sube la calle y se aleja del río. Hace frío aún, y la neblina persiste hasta que sube la ladera y queda abajo la nube. Alguna gente en el camino la mira raro, sucia y desgreñada como va, desharrapada, churretosa, con la mirada perdida, y ella deja la calle y busca las veredas, el amparo de la montaña más frondosa. Cuando está sola le canturrea a la criatura que arropa bajo la camisa, la carita contra su cuello, la nuca hacia fuera. A veces le mete el pezón en la boquita, a la fuerza se lo mete aunque le duelan las chiches. No sabe dónde está, no sabe adónde va, no sabe quién es, pero no quiere que la gente la vea, prefiere esconderse, volverse furtiva.
Más arriba ya hace sol y la madre se sienta en un claro entre los árboles y deja que el sol le caliente la cara, los brazos, el cuerpo, que le seque la ropa. Se acuesta de espaldas, con el tiernito encima, y sigue disfrutando del calor de la mañana, pero oye voces que se acercan y se levanta y sigue camino. Ahora faldea por la ladera, entre los quebrachos. Cada vez se ve un paisaje más amplio, inmenso, de cerros y sierras y picachos, sin volcanes, un cielo muy azul arriba y abajo una niebla clara que se arrastras marcando el cauce del río. Le canta una nana a su hijo mientras lo mece, duérmete niño, bajito le canta, duérmete ya, con voz enronquecida, que viene el coco, amorosa, y te comerá. Se lleva la mano al pelo y se aparta las greñas de la cara, pero ellas vuelven a su sitio, rebeldes, mantecosas, se pasa la mano por la cara, se roza los cardenales y el dolor la hiere, pero al momento lo olvida, se olvida que toda ella es una pura llaga, la cabeza, el pecho, el vientre, las ingles, las rodillas, los pies. La madre se mira pero no se ve, la camisa rota, las piernas ensangrentadas, la falda desgarrada, las botas humedecidas aún. Las botas le hacen daño y se las quita y las deja abandonadas.
Oye una esquila y se acerca agazapada al cerco de un potrero donde unas reses pastan el zacate verde, jugoso, pastan, sacuden la cabeza, hacen sonar la esquila y espantan las moscas con el rabo. La madre bordea el potrero, toma una trocha poco marcada, que sube el cerro y luego baja, y faldea y vuelve a ascender. Ya menudean los quebrachos y la arboleda es de pinos, altos y ralos. Ahora es un hacha la que la alerta, y la mujer cambia el rumbo hacia su derecha. El sol está más alto, calienta más, y se agradece la sombra del bosque. La madre no siente hambre, ni tampoco el tiernito, pero las chiches le duelen cada vez más, coma, criaturita, le dice, chupe, chupe hasta hartarse, le pasa la mano por la cabecita, por la carita aturrada. Lo sujeta con un brazo, dentro de la camisa, con el otro, pero parece no cansarse, no sentir debilidad, ni dolor ni nostalgia ni miedo ni nada, sólo amor por su criatura chiquitina, indefensa, tan frágil, tan chelita.
Avanza la tarde y sigue caminando. Desde que abandonó la calle no se ha cruzado con nadie, ni falta que le hace. Los pájaros cantan en la espesura, oís, le dice a su niño, ese canto es del güis, por eso le dicen así, güis, güis, oís ese otro, le explica, ese que canta tan bonito es el sinsonte. Se oye el ruido de una quebrada, una quebrada pequeñita, y la madre dirige los pasos hacia ella porque de repente se le han despertado las ganas de beber, y a vos te voy a lavar bien lavadito, le dice al tiernito, y sale de entre los pinos a un claro engramado por donde baja la quebrada, y al levantar la cabeza se da cuenta de que hay una mujer en la poza, lavando ropa, con un guacal a sus pies. Y la mujer la mira y la madre ya no puede esquivarla y se dirige hacia ella. La mujer tiene sus años y la mira mientras ella se acerca, la mira de arriba abajo con ojos compasivos, tristes, y cuando llega a su altura le dice enséneme al nene, y le tiende los brazos. La madre no le tiene miedo a aquella mujer de mirada bondadosa y se desabrocha la camisa y le entrega a su hijo. Ella lo coge, lo alza, y se pone más triste, pobrecilla, dice, pobre chollada. Le entrega al tiernito y la invita a seguirla, venga conmigo, seño, le dice, le voy a dar de comer en la casa, ¿sí?, y la madre dice que sí con la cabeza, y echa andar detrás de la señora, que con una mano se seca una lágrima que le asoma a los ojos, una lágrima de ver a la pobre chollada acunando al tiernito, al tiernito muerto.