En mi familia es costumbre repetir los nombres de pila. Ocurre desde los tiempos de Maricastaña, como quien dice. Para entendernos, mi padre es Roberto, yo soy Robert y mi hijo es Bob, un guiño americano. Cada quince días, nos reunimos en un restaurante con nuestras respectivas parejas. Mi padre tiene una novia treintañera, guapísima, por la que bebe los vientos. Todos sabemos que busca su dinero, incluso él, pero no le importa. Mi hijo, en cambio, se ha amancebado con una mujer quince años mayor, lo que complica la descendencia. Nunca atiende a razones. Yo, padre soltero, he conquistado una pareja estable desde hace un lustro; un chaval estupendo. El otro día, mientras almorzábamos los seis en un ambigú precioso, se nos apareció mi madre. Lleva varios años muerta y, la verdad, nos asustó pues su aspecto era muy fúnebre. El caso es que nos reprendió a todos. ¿Qué habéis hecho, majaderos?, dijo con voz de ultratumba. Después se desvaneció. Intrigados, nos preguntamos por el sentido de sus palabras. ¿Acaso no estábamos más felices sin ella? Después de una encendida discusión de sobremesa, tomamos dos decisiones: no volver a ese restaurante y enterrar de una vez a mi madre.
* Finalista del I Concurso de Microrrelatos Maricastaña 2016