En mi caso esto es casi cierto. Según cuenta la leyenda hubo una señora que tuvo a bien traerme al mundo pese a que las circunstancias no debían ser las idóneas. Yo por supuesto se lo agradezco infinito y le agradezco todavía más que me depositara en el instituto de puericultura vestida y con pañal. Era Noviembre y debía hacer frío para que una recién nacida se bandeara por el mundo con el culete al aire. Yo que ya por aquel entonces era muy avispada aproveché este giro inesperado de los acontecimientos y con unos gorgoritos irresistibles me aseguré el futuro. Fue una jugada maestra.
A mí me pueden decir misa pero esa comunión perfecta madre-hijo se puede conseguir de muchas maneras. Casi tantas como madres e hijos hay en el mundo. Si bien yo he sido y soy muy hormonal con mis niñas o, mejor dicho muy animal, de piel con piel, lactancia eterna y bla bla bla, no noto diferencia alguna entre como nos queremos mis hijas y yo y como nos quisimos y queremos mi madre y yo. Pese a que ella no me dio el pecho y me puso en mi habitación individual porque el aire guarro que ellos exhalaban no le parecía lo suficientemente bueno para su bebé recién llegado.
A mí el ser adoptada me ha quitado exactamente un nanosegundo de sueño. Nunca me ha parecido un dato relevante. Ni siquiera ha despertado mi curiosidad salvando ahora que daría un dedo por conocer mi predisposición genética a ciertas enfermedades. Yo el cupo de madre lo he tenido tan cubierto, tan a rebosar de amor y cariño que no me ha quedado tiempo ni ganas para pensar en nada ni nadie más.
Y digo más. Mi madre no ha jugado conmigo porque, cito textualmente, a ella nunca le ha gustado jugar. Ni de pequeña. Y peor todavía, yo crecí viendo la tele. Mucha tele. Con mi madre. Y nos unió. Muchísimo. Los cimientos de nuestra relación se basan en todas las tardes que pasamos muy juntitas viendo Doña Beija, un culebrón brasileño de una prostituta de lujo. Yo tenía diez u once años. Nos lo pasamos bomba y a mí no me condenó a una vida de perdición. Todavía hoy recordamos con añoranza aquellas tardes que pasamos con María Teresa Campos cuando ella era la única e indiscutible reina del cotilleo.
Mi madre es la única y la mejor. Y punto. Porque lo digo yo. Es la persona con más sentido común que conozco. Mucho más que yo. Quizá no tenga un bagaje cultural de calado y le guste más el Sálvame que los documentales de la dos. Desde luego experiencia laboral entre poca y nada porque ella siempre ha dicho que ha trabajado poco en su vida y le gustaría haber trabajado menos. Eso sí, a ojo de buen cubero no le gana nadie. Es mirarte y ya sabe de qué pie cojeas.
Lo que más admiro de mi madre es que siempre se ha aceptado a sí misma tal y como es. Sin ocultar lo malo ni exagerar lo bueno. Tiene la carrera de piano aunque no lo sabe nadie y toca como los ángeles pero lo sabemos pocos porque sólo toca para ella, cuando le apetece y a ser posible sin público. Y cómo toca, con una sensibilidad infinita. La mismita con la que me ha criado a mí. Con sus mimos, sus besos y sus gritos.
Yo podría haber tenido muchas vidas y muchas madres pero ninguna ni la mitad de buena que la que me tocó en suerte. Con sus virtudes y, sobretodo, con sus defectos.
Filed under: Tú, yo y nuestras circunstancias Tagged: Adopción, Dormir, Hijos, Lactancia, Madres, Niños, Padres, Series, Tele