El lanzamiento había sido certero y la sangre manaba a borbotones del pecho del facócero, cuyo rastro luctuoso dibujaba el sendero que el cazador imaginó antes de arrojarle la lanza. El valle no tenía secretos para él y la herida ralentizaba el ya débil trote de su perseguidor. Por eso, aunque aquella bestia enfurecida parecía a punto de alcanzarle, Mlezi no desfallecía en su carrera. No podía olvidar la triste mirada de Mamba. Le adoptó cuando se quedó solo y ahora un fatídico accidente la había recluido en el lecho. Si no llegaba pronto con comida, ella moriría de inanición. Saltó tras los helechos y se agachó, cubriéndose la cabeza. El animal le siguió y cayó en la trampa, ensartándose en las afiladas estacas.
Ya había anochecido cuando Mlezi regresó arrastrando el cadáver. Otro par de excursiones y Mamba, la vieja tiranosauria, podría alimentarse hasta que se recuperara.
CHARLIE CHARMER