Manifestación de varias madres de los terroristas de Barcelona. Foto: Albert Gea / Reuters
Con el mayor dolor imaginable, pienso, las madres de los terroristas de Barcelona salieron a la calle en Ripoll hace unos días a decirle a este país y al mundo entero que no, que no todos los musulmanes son terroristas y a pedirle al autor material de los atropellos que se entregara, antes de ser abatido ayer. Sus rostros lo dicen todo. Si es duro sobrevivir a un hijo, no puedo imaginar hacerlo en estas circunstancias.
Sobrecogida aún por este horror y con una mezcla de tristeza y rabia por toda la bazofia que suelta odio contra el pueblo musulmán en redes sociales, me imagino si nosotros, los blanquitos que nos erigimos en la única raza que tiene permiso para vivir en este mundo loco, tuviéramos que manifestar nuestra inocencia cada vez que un elemento desequilibrado abre fuego en un cine, un instituto o un centro comercial contra lo que se le pone por delante.
Qué lejos estamos de entender que lo que nos enriquece son esas diferencias, qué fácil lanzar todos los dardos contra el diferente sin preguntarnos, por ejemplo, qué lleva a unos chicos tan jóvenes a acabar con la vida de auténticos desconocidos sin ningún motivo.
Nueva York, Madrid, Londres, París, Niza, Barcelona… todas ellas víctimas del odio que no nos ha conducido a mejorar, solo a generar más odio.
No imagino peor tortura que la de todas las madres de quienes se inmolan en nombre de Alá y se llevan vidas por delante, de quienes abren fuego sin motivo, de quienes atropellan lo que se ponga por delante, de quienes, en definitiva, atacan la libertad de una sociedad que, aunque lo intenta por algunos lados, no muestra signos globales de recuperación. Madres que no se merecen lo que les ha tocado vivir. Madres, pobres madres.
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