Recuerdo bien el día que llegué a Madrid, hace ya muchos años. Aunque la fecha concreta la he olvidado, debió ser en los primeros días de septiembre porque el colegio no tardó mucho en empezar. Llegamos a media noche, en el coche viejo y escaso de potencia de mi padre, después de un viaje tan largo como emocionante desde el pueblo. Madrid le hizo dar a mi padre, provinciano poco habituado al volante, vueltas y más vueltas hasta encontrar la dirección correcta. Después de la emoción inicial de estar entrando en Madrid y de ver que la ciudad por la noche era, al fin y al cabo y habida cuenta de que no pasamos por el centro, igual que las demás, nos quedamos dormidos los hermanos, pequeños y mayores, y no despertamos hasta que el coche se detuvo frente a la mole de un edificio de pisos en el barrio donde habríamos de vivir. A juzgar por el tiempo que tardamos en cruzar la ciudad, nuestra futura casa debía estar en los arrabales más remotos de Madrid. Cuando por fin se detuvo el coche, todos estábamos adormilados, con más ganas de acostarnos y seguir durmiendo que de conocer o descubrir nuestra nueva residencia. Así que la primera impresión que nos causó el lugar no la considero válida, transida por una somnolencia que agigantaba las moles de los edificios, distorsionaba las distancias y menguaba las lucernas de los portales. Al día siguiente, cuando nos despertamos, ya estaba el camión de la mudanza en la puerta, descargando muebles, cajas y cachivaches que los mozos iban dejando en el vestíbulo de la casa y mis padres desempaquetaban y colocaban en sus sitios correspondientes. Antes de ponernos a ayudarlos, nos dio tiempo de ver desde la ventana del comedor unos bloques bajos de color arena sucia que rodeaban un parque central. Lo que más me llamó la atención fueron los tejados de pizarra gris, como en las películas sobre la nieve. Poco a poco se fueron llenando las habitaciones y pasillos y se fueron ordenando hasta dejar la casa muy parecida a la anterior que habíamos habitado.
No fue hasta media tarde, cuando el sol da su último apretón, antes de refrescar, que mi hermano y yo, los dos varones de la camada, bajamos a la calle, a conocer de primera mano el barrio en el que íbamos a vivir, y que llevábamos ya un rato largo vigilando atentamente desde la ventana de la sala, en busca de alguien que nos diera siquiera una pista del aspecto de los seres que poblaban aquello, pero no vimos a nadie. Así que nos dejamos ir a la ventura. Estuvimos abajo, junto al portal, un ratito sentados, charlando nerviosos, pretendiendo parecer ocupados e importantes, por si alguien nos espiaba. Los bloques, a secas, como pronto nos enteraríamos que los llamaban todos, constaban de un conjunto de edificios de pisos, bajos, algo viejos, construidos seguramente en los primeros años de la posguerra, rodeando una especie de parque interior.
Al cabo de unos minutos, mi hermano se aburrió y se fue para casa. Para no quedarme allí solo, como un naúfrago que espera que lo rescaten, me lancé a dar una vuelta de reconocimiento. Crucé el parque, que en realidad era un descampado de tierra pelada con algunas zonas embaldosadas en el acceso a los portales y con unos pocos árboles maltratados por una tala infame y que mucho después supe que eran, todos menos uno, olmos americanos (el otro era una acacia). Curioseé por los portales y pude observar que los bloques tenían algunos cuatro plantas y otros sólo tres, además de los sótanos, e intenté descubrir algunos signos de vida en los balcones y las ventanas. Bajé a una especie de fosos rectangulares que tenían delante todos los edificios, de amplitudes y profundidades diversas, y cuya utilidad fue durante años objeto de especulación por todos los chicos del barrio. Algunos decían que eran para cuando llovía mucho y evitar las inundaciones, o para cuando se deshelara la nieve de los tejados o que se habían empleado, en tiempos pasados, para encerrar al ganado, y una multitud de teorías aún más estrambóticas y descabelladas. Hasta mucho después no me caí en la cuenta de que estaban construidos, simplemente, para dar luz a los sótanos. Descubrí, a espaldas de los bloques, unos jardines un poco mustios, con setos, enredaderas, rosales y algunos árboles más, todos olmos; y me dio tiempo a recorrer el muro perimetral de obra, algo más alto que una persona y rematado por un adorno que simulaba un tejadillo, que separaba a los bloques del resto de edificios. Como no encontré a nadie, regresé nuevamente a sentarme en el murete que delimitaba uno de los fosos, justo en frente del que podía llamar ya, con propiedad, nuestro portal. Desde allí pude ver a un chico que, asomado a una ventana, pretendía llamar mi atención. Cuando se dio cuenta de que lo había visto, me hizo seña de que esperase, retiró rápidamente la cabeza y, apenas un minuto después, salió de un portal de enfrente, acompañado de otro chico, se acercó a mí.
La primera pregunta que me hicieron, antes siquiera de saludarme, como un disparo soltado a bocajarro, fue si yo era el nuevo, el que vivía en la casa de Toni. Aquella de allí, y señalaba uno de ellos, con un índice acusador, las ventanas de mi casa, como si yo hubiera tenido la culpa de su marcha. A continuación, hablándome con cierta ojeriza, se turnaban para contarme las excelencias y méritos de su buen amigo Toni, como quien habla de un difunto perdido para siempre, dando por supuesto que yo no habría de estar a la altura. De hecho, aquel episodio tuvo el honor de inaugurar en mi vida una lista de ocasiones, afortunadamente escasa, en que me he visto en la tesitura de reemplazar a alguien de grato recuerdo y reconocido expediente, y siempre he sentido la misma inseguridad de aquella tarde. Pero éramos niños y Juanma pasó, quizás antes para ellos que para mí, rápidamente al olvido. Así que por fin se presentaron mis nuevos conocidos, que resultaron ser hermanos, a pesar de que en lo físico se parecían poco: el menor, de mi misma edad, se llamaba Míguel (con acento en la “i”), y era delgado y rubiete, o, al menos, con el pelo de ese color castaño claro al que en nuestras latitudes solemos llamar rubio, y el mayor se llamaba Juan, Juanito, que, a pesar del diminutivo, era más corpulento. Su alias, del que pocos se libraban, era, según me dijo Míguel, pidiéndole permiso con la mirada, Furia. Yo soy Julio, les dije con mi cerrado acento cañaílla.
Hablamos de nuestras familias, y les conté que éramos cinco hermanos, que veníamos de San Fernando, Cádiz, donde había estado mi padre destinado muchos años, aunque mi familia era de Badajoz, de un pueblo cuyo nombre me parecía tan cateto que evitaba mencionarlo. Y ellos me hablaron de sus numerosos hermanos y hermanas, ocho en total, de los muchos años que llevaban viviendo en los bloques, aunque también su familia fuera de otra parte, mallorquina creo recordar. Y al cabo de un ratito me hicieron la pregunta mágica, aquella que a lo largo de mi vida ha sido como un amuleto para hacer amigos: me preguntaron si sabía jugar al fútbol. Les contesté, por supuesto, que sí, y que, además de haber sido, en San Fernando, el capitán del equipo, jugaba como delantero centro.
Aquella información rompió las reservas que pudieran haber tenido conmigo, me abrió las puertas de su confianza y decidieron ponerme al tanto de la fauna que poblaba los bloques, como todos llamaban al barrio. Me hablaron de los diferentes grupos y subgrupos que existían, del equipo que tenían organizado y de los partidos que jugaban con otros barrios, de las diversiones habituales y de las amenazas, que también las había, de las chicas más buenorras y de las que había que evitar. De todo el mundo me contaban algo: el apodo, dónde vivían, de si tenían hermanos o hermanas, del tiempo que cada uno llevaba viviendo allí, es decir, la “antigüedad”, incómodo factor que pesaba como un grado, y algunos detalles más que no recuerdo; pero en lo que más énfasis hacían y lo que más insistía yo en conocer, la cualidad preciosa por la que se medía la valía y el estatus “inter pares” de cada cual, era la habilidad con el balón, o la carencia de ella, pues la vida del grupo, como ya estaba empezando a constatar, giraba alrededor del fútbol.
Sentados los tres en el murete del foso, mientras se desgranaba la tarde, me fui enterando de la mecánica del microcosmos juvenil que bullía con vida propia intramuros de los bloques, el barrio que habría de marcarnos a todos con su especial impronta, hasta que se hizo de noche y mi madre me llamó a cenar gritando desde la ventana e inaugurando una costumbre que había de durar años.