Editorial Siruela. 530 páginas. Textos originales de la década de 1930. Edición de 2008.
Hace más de una década hojeé la versión embrionaria que hizo Siruela de este libro en la biblioteca de Móstoles. Entonces las tapas eran blandas y al volumen no le acompañaban los dibujos del autor. No recuerdo qué me hizo interesarme por ese libro, imagino que la reseña leída en el suplemente cultural de algún periódico. Recuerdo, en cambio, que hizo que me decidiera a no leerlo: los títulos de los dos libros de cuentos que recogían eran Las tiendas de color canela y Sanatorio bajo la clepsidra. No leí el libro por esta última palabra, clepsidra; pensé que si un autor metía una palabra así en el título de un libro no le quedaba más remedio que expresarse con vacuidades modernistas. No podía estar más equivocado aquel chico de los suburbios que era yo entonces, o al menos lleno él mismo de un desprecio vacuo hacia cosas que desconocía.
Me volví a encontrar con Schulz al leer mi primer libro de Bolaño, Estrella distante, en 1999. Hacia el final de esta novela, cuando Arturo Belano tiene que señalar en un bar a Romero (el detective asesino a sueldo) quién es Carlos Wieder (el nazi que le han encargado matar), Belano le dice que le esperará leyendo a Schulz. “El bar estaba casi vacío. Una mujer leía una revista sentada en una mesa y dos hombres hablaban o discutían con el que atendía la barra. Abrí el libro, la Obra completa de Bruno Schulz traducida por Juan Carlos Vidal, e intenté leer. Al cabo de varias páginas me di cuenta que no entendía nada. Leía pero las palabras pasaban como escarabajos incomprensibles, atareados en un mundo enigmático.”, escribe Bolaño en el último capítulo de Estrella distante.
Algún año después, hojeando una revista literario, leí que Bruno Schulz fue un judío polaco al que un nazi pegó un tiro en plena calle, en el gueto de su pueblo polaco Drohobycz (actualmente Ucrania), porque quería vengarse de su enemigo, el nazi que protegía a Schulz, quien le usaba para decorar las paredes de la casa de su hijo (Schulz era el profesor de dibujo del instituto de Drohobycz). Es decir, Bolaño hace que Belano esté leyendo a Schulz cuando ha de indicar a Romero quién es el nazi chileno al que debe matar, una cuidada venganza literaria.
En 2008 Siruela volvió a reeditar el libro con las Obras Completas de Bruno Schulz. Esta vez en tapa dura, y con los dibujos que Schulz hizo para acompañar la edición de Sanatorio bajo la clepsidra, con el sugerente título de Madurar hacia la infancia. Y una nueva traducción a cargo de Elzbieta Bortkiewicz. He leído en Internet alguna crítica a la antigua, está me ha parecido muy buena, a pesar de algunas rimas internas, que imagino difíciles de evitar.
Por entonces leí una pequeña reseña en un Babelia donde el crítico Francisco Solano (lo acabo de buscar en Internet) afirmaba que Schulz estaba a la altura de Kakfa y Borges, pero que a diferencia de ellos “parecía condenado a perpetuarse en una devoción restringida”.
Lo compré en la feria del libro de Madrid de 2009. De algún modo nuevamente absurdo no lo he leído hasta ahora. Y sí, al fin, tras este periplo, lo puedo afirmar: Bruno Schulz es uno de los genios de la literatura del siglo XX a la altura de Kafka y Borges.
Al hablar de la obra de Schulz los críticos suelen referirse a sus dos libros principales, Las tiendas de color canela (1933) y Sanatorio bajo la clepsidra (1939), como libros de relatos. En realidad los cuentos de estos libros se vertebran como los capítulos de una misma novela, donde el autor parece recrear el mundo de su infancia alrededor de la casa familiar, unida a la tienda de telas de su padre en la plaza del pueblo de Drohobycz.
Schulz vuelve la mirada atrás y no hace emerger recuerdos a la manera proustiana, parapetándose en la evocación del detalle, sino que su labor será la de buscador de mitos, y así bucea en el inconsciente colectivo para sacar a la superficie la esencia mítica de la infancia, de un mundo anterior a los límites impuestos al adulto.
De forma reveladora leemos en la página 167: “Hay cosas que no pueden ocurrir hasta el final de forma absoluta. Son demasiado grandes y magníficas para caber en su suceso. Sólo intentan ocurrir, palpan el sujeto de la realidad: ¿aguantará su peso? Enseguida retroceden temiendo perder su integridad en la deficiencia de lo real”.
Cuando Schulz escribe, las palabras no buscan recrear la realidad, consiguen crear la realidad. La metáfora se abre camino en el discurso para ser el discurso. El niño no recuerda al padre trepando como una araña por las estanterías de la tienda, el padre es una araña que trepa por las estanterías de la tienda.
El volumen editado por Siruela se complementa con texto inéditos de Schulz, en ellos podemos leer unos breves ensayos sobre la obra de Kafka, de Gombrowicz (del que era amigo), o de sí mismo. En una autorreflexión sobre Las tiendas de color canela, leemos en la página 424: “Nuestras más sobrias definiciones y conceptos son lejanos descendientes de los mitos o historias antiguas. Entre nuestras ideas no hay una miga que no provenga de la mitología, aunque sea de una mitología transpirada, mutilada, transformada. La primera función del espíritu es fabular, crear historias. La fuerza propulsora del saber humano es el convencimiento de encontrar, al final de la propia búsqueda, el sentido último del mundo”.
En Las tiendas de color canela, Schulz nos habla de su casa, de la tienda de telas de sus padres, de la plaza del pueblo, y las personas sobre las que focaliza su atención son principalmente el padre, demiurgo capaz de animar la realidad muerta, y Adela, la sirvienta, enemiga del padre al intentar imponer orden a su caos. En este libro destacaría Los pájaros y el cuento/capítulo titulado Las tiendas de color canela, sólo estos dos textos ya hacen para mí a Schulz uno de los grandes.
En Sanatorio bajo la clepsidra, volvemos al mismo mundo, pero el protagonista Josef (el mismo nombre que Josef K., el protagonista de El proceso) empieza a entrar en la adolescencia, y así en el texto llamado La primavera se enamorará de Bianca (Intenté leer páginas de este cuento el sábado pasado después de un acto social, con comilona y vino, igual que a Belano las palabras me pasaban como escarabajos incomprensibles: cómo me costaba concentrarme, que lenguaje más alambicado y hondo usa Schulz, cuya lectura en el metro no es muy recomendable.)
En el cuento titulado Sanatorio bajo la Clepsidra, el padre ha muerte pero permanece vivo o semivivo en este sanatorio que consigue viajar en el tiempo…, y esto lo cuenta Schulz sin despeinarse apenas: “ -Todo el truco consiste –añadió dispuesto a presentar el funcionamiento del mecanismo con las manos- en que hicimos retroceder el tiempo. Nos retrasamos hasta un intervalo cuya duración es imposible de determinar. La cuestión conduce a un simple relativismo. La muerte que alcanzó a su padre en su país, aquí no ha llegado todavía.” (página 298).
En dos textos finales Schulz analiza la obra de Kafka y Gombrowicz de forma muy incisiva. En el cuento El jubilado se filtra claramente la influencia de Gombrowicz y su impactante novela (la leí en 2004) Ferdydurke, ya que el protagonista de El jubilado también acaba regresando de adulto al colegio (quizás uno de los textos menos brillantes del conjunto al quedar despegado del resto y no ser Josef su narrador).
La influencia de Kafka es constante en Schulz, aunque si bien la alteración de la realidad en Kafka suele conducir a la angustia en Schulz lo hace hacia el divertimento poético.
En La última escapada de mi padre, Schulz trae a la vida a su padre muerto en la figura de una cucaracha, que según el texto debe de ser al menos del tamaño de una langosta. La madre y Josef alimentan a la cucaracha, la miman, y por error la sirvienta la hierve y la sirve de comida (la langosta es un alimento prohibido para las judíos; las referencias religiosas son constantes en el texto, algunas me las pierdo). El plato se queda sin comer cogiendo moho, hasta que la langosta cocida una mañana desaparece.
Kafka se transforma a sí mismo en una cucaracha gigante humillada por el padre, y Schulz transforma a su padre en una cucaracha/langosta que la familia se acaba sirviendo como comida no sagrada: parece un chiste metafísico de judíos contado por Woody Allen. Un chiste de judíos que en todo caso acaba estrepitosamente mal, con tuberculosis en un sanatorio, con un tiro en la cabeza…
Qué largo recorrido para encontrarme con Bruno Schulz, para admirar el poder del genio de surgir en los lugares más insospechados, en un oscuro profesor de dibujo de un instituto que no pudo nunca abandonar su pueblo, y del que dependía económicamente toda su familia tras la muerte del padre, “un gnomo minúsculo, macrocefálico, demasiado timorato pasa osar existir, había sido expulsado de la vida, se desarrollaba al margen”, escribe de él su amigo Gombrowicz.
La leyenda dice que Schulz tenía una novela acabada y escondida, llamada El mesías, cuando fue asesinado. Una novela desaparecida en la vorágine del siglo XX.
En muchos de sus dibujos una bella mujer desnuda es admirada por un ser retorcido, a sus pies: