Un estimado comentarista de un medio digital, Aureliano Sáinz, dedicaba su artículo de opinión del domingo pasado a glosar los sentimientos que surgen en cualquier profesión, pero especialmente en la docencia, cuando llega el minuto final de la vida activa, tras lustros dedicados a la enseñanza. Sentimientos que embargan, no sólo al afectado que debe, tras la última lección, abandonar el aula donde ha pasado tantas horas como en su hogar, sino también a quienes ha sabido transmitir unos conocimientos y unos valores por los que será recordado con cariño y gratitud, conquistando ese espacio de “inmortalidad” en el que habitan los maestros memorables.
Nunca he ejercido la docencia, pero guardo deudas vitales con maestros a los que tuve la fortuna de escuchar y admirar mientras asistía a sus clases y atendía sus orientaciones, y a los que debo, en gran medida, el haber podido alcanzar las metas que me he propuesto en la vida. El más grande e influyente de todos ellos residía en mi propia casa, porque, además de maestro, era mi padre. De un profesor, como de un padre, las enseñanzas más relevantes son las recibidas desde el ejemplo y la actitud, ya que inciden en esa “formación interior del individuo” a la que aspiraba Francisco Giner de los Ríos con la empresa en la que volcó toda su energía pedagógica: la Institución Librede Enseñanza.
Los maestros memorables no se jubilan nunca ni jamás dejan de tener alumnos que heredan su entusiasmo y su amor a la sabiduría. Son profesores que han sabido sembrar en sus discípulos la semilla de pensar por su cuenta para que el raciocinio y la libertad guíen la conducta de quien aprende que la verdad no es única, aunque abunden los dogmas que pretenden monopolizarla.
Nunca he ejercido la docencia, como decía, aunque he impartido charlas en colegios e institutos, pero he sido alumno permanentemente, una persona que no ha dejado de aprender constantemente de sus profesores académicos y de los que, sin ataduras laborales, siguen repartiendo sabiduría fuera de las aulas y en las plazas de la amistad, la camaradería y el compañerismo. Me he esforzado en seguir o acercarme a maestros que educan con el ejemplo, la actitud, la vocación y la adhesión a unos valores de los que no reniegan nunca. Maestros con un bagaje cultural que portan en la mochila de la experiencia y con la sensibilidad ilustrada de los que persiguen liberar al hombre de la ignorancia y las supersticiones con las que son fácilmente sometidos y manipulados.
Admite Aureliano que debe prepararse, aunque le falten unos años, a decir adiós como hizo, con el corazón encogido, el compañero suyo al que glosaba en su comentario. Para un docente, es un entrenamiento continuo: no algo que improvise el último día. Un buen maestro sabe decir adiós porque lo dice desde el primer día de clase, el adiós con el que deja que cada alumno piense sin tutelas, pero con criterio, que decida su porvenir emancipándose de los condicionamientos que impiden su progreso, con la libertad que se conquista gracias al conocimiento y la educación, y con esa honestidad que comparten educandos y educadores a la hora de forjar ciudadanos adultos y responsables.
El último adiós puede ser duro emocionalmente para cualquiera que agote el ejercicio activo de su profesión. Pero los maestros memorables nunca imparten una última lección porque siguen instruyendo desde el recuerdo, el ejemplo y los valores que supieron transmitir. Son como esos padres que, aunque desaparezcan, siempre consideramos cercanos a nosotros y presentes en nuestra conducta. Los maestros, como los padres, no se jubilan, amigo Aureliano. Siguen siempre ejerciendo el magisterio ético de la ejemplaridad y el pundonor.
A mi hija Hilda y mi padre Daniel, estirpe de maestros.