Hay personajes de la vida real que tendrían cabida en cuentos de hadas y como se suele decir la realidad supera siempre a la ficción, pero por desgracia estos sucesos nunca tienen un final feliz. Es el caso de Magdalena, una bruja que se ganaba la vida como adivina, curandera y herbolaria en la dura época de posguerra.
A finales de 1939, a Magdalena Castells se le quedó pequeño el negocio y decidió ampliarlo ofreciendo a su clientela polvos para quien quisiera desprenderse de algún allegado. El cocktail lo vendía a una nada despreciable cantidad de 500 pesetas la papelina, compuesta por una mezcla de harina, arsénico y bario, productos que no era difícil de conseguir ya que eran ingredientes que se podían adquirir en droguerías como plaguicidas.
El negocio de Magdalena contaba con Antonia Font, intermediaria que regentaba una sastrería y desde allí encauzaba a la clientela hacia la bruja. Y es así como el producto llega a sus cuatro y únicos consumidores, que curiosamente no todos los casos fueron crímenes pasionales pero sí perpetrados por mujeres, las que más matan con veneno y por despecho.
Llega a enterarse la Guardia Civil del oscuro negocio existente en el hasta entonces tranquilo barrio mallorquín de La Soledad, en la ciudad de Palma, por lo que se ponen manos a la obra. Un agente de la benemérita se hace pasar por payés interesado en adquirir el veneno para matar a su mujer. Instantes después varios agentes más arrestan a la inductora quien delata a su cómplice y a sus clientas asesinas.
El primer crimen lo cometió Juana María Veny. En las navidades de 1939 el médico certificó como causa de la muerte de Andrés Pedrosa, el marido de Juana, como colapso. En el juicio, Juana, lejos de declararse culpable declaró que su intencíon había sido curar una lesión que tenía su marido en el pie. En realidad lo quitó de en medio para poder quedarse con su amante, Tomás. Anteriormente intentó matarlo con un preparado de hierbas a base de valeriana y flor de azahar, pero lo único que conseguía era que su marido durmiera placenteramente.
Según el certificado de defunción, Miguel Massot murió por una hemorragia interna. Lo cierto es que su mujer, Margarita Martorell lo mató para poder dedicarse a la prostitución. La vida de la víctima costó 350 pesetas, tres sábanas, un corte de traje y un reloj.
El tercer asesinato fue cometido por María Nicolau, que asesinó a su suegra, María Mesquida, de setenta y seis años. El motivo fue porque la anciana quería contraer matrimonio con un joven de veinticinco años, y así dejar sin herencia a la nuera.
En octubre de 1940, Antonia Suau Garán acabó con la vida de su marido, Pedro Garán. Eran tío y sobrina, y ella se casó con él pensando que había vuelto de las américas amasando una gran fortuna. Al darse cuenta que en realidad era más pobre que una rata, adquirió el veneno y se lo echó a la comida y al café.
Magdalena Castells fue condenada a muerte aunque tras imposición de recurso, el Tribunal Supremo sustituyó la pena por treinta años de prisión por cada uno de los asesinatos, con la agravante de empleo de veneno. Las autoras de los crímenes fueron condenadas a entre 25 y 30 años de prisión cada una, y Antonia Font a 14 años por colaboradora.
Bibliografía: Donis, Marisol. Envenenadoras. Editorial: La esfera de los libros, Madrid (2002)