Magazine
Últimamente he vuelto a pensar mucho en las cartas, en la comunicación epistolar al estilo clásico. Y no solo por lo mucho que me gusta a mí esa forma de comunicación, sino porque en estos días varias personas de mi entorno han hecho referencia, en diferentes ocasiones, a la añoranza del correo postal y a cómo ha ido perdiendo vigencia frente al correo electrónico, los mensajes de móvil, etc.
Sin embargo, aunque es cierto que la comunicación escrita en papel y a mano es ya algo poco frecuente, a mí me da la sensación de que su uso no se perderá nunca, aunque se mantenga de forma discreta.
Me refiero a que, como pasa con otras manifestaciones culturales (como los discos de vinilo, por ejemplo), cuando lo tecnológico, lo nuevo, se impone relegando a sus precedentes, surge, de forma paralela, una especie de rebeldía, de reacción, por parte de quienes consideran que lo clásicoes superior en ciertos aspectos y que lo moderno no es necesariamente de más calidad ni más cómodo.
Sea como sea, la cuestión es que lo de escribir cartas a mí me ha gustado mucho siempre. Ya de pequeña, con diez u once años, en las vacaciones de verano me carteaba con dos o tres compañeras del colegio, por saber de ellas, claro, pero sobre todo porque me encantaba ese ritual de contar cosas por escrito, guardar el papel en un sobre, escribir los datos, ponerle un sello y finalmente dejar caer la carta en el vacío de un buzón, una especie de bidón amarillo que estaba en plena calle, con la total confianza de que desde allí, de algún modo, llegaría a la casa de mi amiga.
Un día vi algo que me maravilló. Vi a un señor abriendo uno de esos buzones por detrás. Yo nunca me había fijado en esa puerta trasera, y entonces vi que de allí recogía un saco de tela, donde comprendí que iban las cartas.
Aquella visión fue como descubrir el truco con el que un mago hace que una moneda que ha guardado en una caja aparezca en la oreja de un espectador. Y pensé que aquel trabajo de recoger y repartir las cartas era fantástico.
Recuerdo que cuando escribía aquellas primeras cartas no estaba segura de cómo escribir el sobre, y que mi padre o mi madre me indicaban dónde tenía que poner mi nombre y dirección (yo era el remitente, ¡menuda palabra!) y dónde el nombre de la amiga a la que escribía, que era el destinatario (¡otra!). Y debajo ponía su dirección y más abajo la ciudad, que podía ser en el norte de España, donde una de ellas veraneaba, o mi propia ciudad, a cuatro calles de distancia de mi casa.
Porque, efectivamente, una de mis amigas y yo podíamos reunirnos cualquier tarde, en su casa o en la mía, para jugar y hablar de nuestras cosas, pero era mucho más divertido enviarnos cartas y recibir respuesta. Y desde luego me parecía sorprendente que hubiera personas, adultos, cuyo trabajo consistía en hacer posible que mis amigas y yo nos divirtiéramos de aquel modo.
Muchas de esas cartas las conservo aún, y aunque su remitente y sus destinatarias ya no se volverán a escribir, esos sobres y su contenido siguen representando para mí la magia de la comunicación por medio de la escritura y la emoción del mensaje lanzado al vacío con la confianza y la certeza de que alguien lo llevará a su destino.
Por suerte, hoy día, en perfecta armonía con la comunicación electrónica –que también tiene mucho de magia-, sigo encontrando en mi buzón sobres de papel que contienen lo que la comunicación electrónica no puede transmitir: la calidez de la escritura manual, del trazo único y personal de cada letra, y el tiempo que alguien me ha dedicado con ese ritual que yo conocí de pequeña y que me entusiasmó para siempre.
También podría interesarte :