En la anterior entrada de este blog me ha pasado lo que tantas veces: Intento escribir algo más o menos coherente y dirigirlo en una dirección y yo mismo aporto ejemplos que lo contradicen y anulan.
Quería hablar del derecho a fascinarme aunque ya sea un adulto muy adulto y me derivé hacia la fascinación propia de la inocencia y de la ingenuidad. Intenté oponerla al sublime desdén de quien ya lo sabe todo y está de vuelta y entonces, contra mis intereses narrativos, se me cruzó el ejemplo del gran maestro viendo la película del campo de concentración, que iba en el sentido contrario de lo que me había propuesto decir.
No obstante, con el cuajo que me caracteriza, seguí atrochando por campo traviesa, liándome, tropezando e improvisando, y rematé en un cacao sin conclusiones.
Pues bien: solo he recibido (al menos hasta ahora) comentarios generosísimos y encantadores, tanto en el propio blog como en las redes. Y he pensado que esta vez la mayonesa ha salido bien.
Hace muchos años mi padre me contó la leyenda de la invención de la mahonesa, que yo di por rigurosamente histórica porque mi padre era la persona más de fiar que yo he conocido en mi vida.
Consistía en que, estando Napoleón de campaña en Mahón, terminó una jornada sintiéndose perentoriamente cansado y hambriento y le exigió a su cocinero algo rápido para cenar deprisa y acostarse.
El cocinero decidió hacerle una omelette y se puso a batir huevos como un loco. Por lo que sea (qui le sait?) se le vertió aceite de oliva en el plato. No tenía más huevos para volver a empezar y siguió batiendo, aterrorizado de hacer esperar a su señor. Pensó que un poco de aceite en el batido no iba a estropear la omelette, pero aquello empezó a cuajar (hoy, por el deterioro inexplicable de nuestro idioma, se prefiere decir "emulsionar") y a él no se le ocurrió otra estrategia que seguir batiendo con toda su alma, consciente ya del monumental enfado que iba a provocar en el general.
En una vertiginosa huida hacia adelante, y ya completamente perdido, terminó el batimiento cuando aquello se puso horriblemente espeso. Y lo probó. No estaba malo, y además no tenía otra cosa que llevarle a Napoleón, así que se lo sirvió con un poco de pan, sin más.
El preboste lo probó y preguntó:
-¿Qué es esto?
El cocinero, muerto de miedo, quiso escurrir el bulto y quitarse responsabilidad.
-Una salsa mahonesa.
-Pues está muy buena.
Y a partir de entonces la mahonesa entró en la lista de platos plausibles y recomendables.
Y ya, para terminar de redondear la anécdota y justificar la "y", mi padre remató con que el cocinero era de Bayona (Bayonne) y allí siguió haciendo la salsa durante el resto de su vida, por lo que el nombre de mahonesa hibridó hacia "bayonesa" quedándose en el punto medio del camino, conservando la "m" de la ciudad balear y la "y" de la vasco francesa.
(Se non e vero...)
Desde entonces me acuerdo de esa historia muchas veces, tantas como éxitos he obtenido como colofón a lo que parecía que iba a ser un rotundo fracaso, y, sobre todo, y muchísimas más, tantas como cuando lo que parecía que iba a acabar en cagada monumental ha acabado en cagada monumental.
Sin embargo es cierto que a veces un mal planteamiento inicial, a base de aplicarle perseverancia y trabajo, acaba en un mejunje, si no tan rico como la mahonesa o mayonesa, al menos admisible y presentable.
Y así vamos tirando.