Puestos a dárselo a quien no se lo merece o a quien, sin entrar en la categoría de escritores profesionales, hubiera destacado por su contribución a la literatura, ya sea en el formato del libro o en la canción popular, yo hubiese sugerido que fuese Leonard Cohen el agraciado en esta especie de lotería libresca en la que se han convertido los Premios Nobel. No entraré en que Juan Luis Guerra sea propuesto para que le concedan el de Química, ni que nuestro egregio Joaquín Sabina posee merecimientos para que se le premie con el Nacional de Literatura, por citar un galardón de fuste como lo es el Nobel de los suecos. No atiné en las quinielas que hice. No consideré que Bob Dylan fuese de verdad un aspirante serio, aunque en otras ocasiones su nombre entrase en la terna con los grandes conocidos o con los grandes desconocidos. Dylan, en ese aspecto, es de mi predilección. Tengo muchos de sus discos (no todos, no hay quien los tenga todos, salvo que se le adore fanáticamente, y no es ése mi caso) y aprecio muchas de las letras que ha convertido en canciones o las canciones cuyas letras son en este momento festejadas por los miembros de la Academia de Estocolmo.
La secretaria que se ha encargado de difundir su nombre ha dicho que Homero o Safo también escribieron textos poéticos cuyo modo de trascender fue la declamación o la inclusión en piezas musicales. Tampoco, de haber vivido en estos tiempos, hubiesen sido ganadores justos, como no lo es Dylan, por más que me guste su música y entienda que Masters of war, Blowin' in the wind, Subterranean homesick blues, All along the watch tower o la inmortal Hurricane (con ese mantra de periodismo poético) son letras muy pensadas, muy sentidas y muy concluyentes. No olvido que es un trovador de primer orden, pero el arte de la trova no está a la altura artística (literaria, metafórica) que la novela o la poesía. Quizá lo que no comprenda sea que no esté enteramente definida la cuestión de los géneros. Imagino que un humorista (un Lenny Bruce) que exhiba un dominio sobresaliente del lenguaje podría ser valorado en años venideros. Uno de esos cómicos que hacen monólogos feroces y que, en su retahíla sobre el escenario, no dejan títere con cabeza, de los que zahieren con fina mordiente a los poderosos y se dejan abrazar por la clase popular, con la que ha crecido y a la que se inclina con humildad y agradecimiento. Incluso si nos apartamos de la lengua inglesa, que tanta gloria ha dado a la literatura, veo más a un Pablo Milanés o a un Silvio Rodríguez en la ceremonia, aunque ninguno de los dos haya tenido la influencia del bardo de Minnessota y sus mensajes (tan hermosos) no haya sido tan reverenciados. Hasta aquí la parte de mí que no entienda que le hayan dado el Nobel a Dylan.
La otra es la que festeja que el rock se inmiscuya en las letras. Ha habido grandes letristas, hay grandes letristas todavía. Si no ha sido Cohen, en su otoño, en su declinar sin dolor que hace unos días difundían los medios, debe ser Dylan. No precisa que una guitarra acompañe la restitución sonora de sus versos; tampoco que se reciten en reuniones de disidentes o de anti-sistema o de los pocos hippies que todavía existen o los que vendrán en el incierto futuro. Sus letras pueden ser leídas si hubiese decidido arrimarse al oficio de poeta (con editorial, con firma de libros en las casetas de las ferias, con entrevistas en los suplementos culturales de los sábados, todo eso) y pueden ser escuchadas con la banda sonora con la que él mismo las ha vestido. Una parte de mí celebra que sea Dylan, al que conozco bien y del que me sé muchas letras, y no haya sido uno de esos novelistas sin gran proyección previa, nacido en un país al margen del circuito literario o, si me permiten, capitalista. Ese festejo al que me refiero no es el que primeramente me ocupa cuando pienso en este Dylan agasajado. Siempre pensaré que esta lotería de los Nobel desoyó la conveniencia de que los verdaderamente buenos, los imprescindibles, los que eran clásicos cuando todavía podían coger el avión y recoger el premio, fuesen premiados. No lo fue Nabokov, ni Borges, ni Joyce, ni Cortázar, ni Proust, por pensar en unos pocos, no los únicos y quizá no los más damnificados. Mientras tanto, que hablen de Robert Allen Zimmerman, que se escriba sobre él, con admiración o sin ella, pero que el que no supiera haga el esfuerzo de buscar sus letras y raspe un poco a ver si descubre belleza o lo que quiera que la literatura traiga y le haga sentirse mejor persona y disfrutar un poco más de su estancia en este mundo. De eso, al cabo, se trata.
posdata:
además Dylan no tiene una hija que se llame Lorca. Leonard Cohen, sí.