(Éste es la primera de tres notas sobre el tema que me han proporcionado las expertas Monica Gallerani y Pilar Mèlich).
Muchos padres se quejan de la “mala letra” de sus hijos al observar los trabajos de la escuela. Trabajos a los que se añaden frecuentemente anotaciones de los mismos profesores que lamentan una grafía ilegible, sucia, mal estructurada y lenta.
Los niños reciben reprimendas por no ser más cuidadosos o poner más interés en aquello que están escribiendo; se les llama y trata de “vagos” por no presentar sus escritos con el mínimo de calidad requerido para su nivel escolar. Sin embargo, estos niños intentan mantenerse a la altura de los requerimientos exigidos en clase aunque, desafortunadamente, no consiguen los resultados deseados. La dificultad y el esfuerzo que les supone escribir son tan desbordantes que la tensión, el nerviosismo y el sufrimiento que les provocan terminan por tener repercusiones importantes en el plano psicológico: escasa seguridad en sus capacidades personales, desánimo y pérdida de la motivación para aprender.
La escuela, que tendría que ser, sobretodo en sus primeros años, un lugar de riqueza, felicidad y crecimiento, se transforma para estos niños en una pesadilla sin fin.
Este trastorno en el aprendizaje y la evolución de la escritura, cada día más frecuente en el mundo escolar, se denomina disgrafía.