Aún sigo en shock.
No sé lo que conseguiré, pero sí que me hubiera arrepentido de no haberlo intentado.
La primera (y única vez) que quedamos en Madrid los DeusExMachiners Ricardo Suárez (Anchuela) consiguió reunirme un ratejo con Alberto Moreno ‘Grihan’. A lo largo de los meses no compartiríamos más que alguna conversación leve, las clásicas menciones de Twitter, algún email. No creo que Alberto recuerde el encuentro como trascendental, ni a mí como a un amigo. Pero se me quedó un recuerdo enorme. Un recuerdo humilde. Un recuerdo colosal. Su conversación, entre patatas fritas y cerveza, destilaba desarrollo. Había tanta paz ahí, alejada de quien entra a la red social a regar sus propios pensamientos, endulzando los tentáculos, subiendo escalones de su escalera imaginaria. Esa noche sufrí la primera convulsión. A la mañana siguiente se lo dije a mi compañera de habitación, que aún lo recordará: “Quiero hacer un juego”. La rutina diaria fue aporreando las tontas ensoñaciones. ¿Desarrollar un juego yo? Había que ser realista. Tenía que trabajar. Pasaron los meses. No salía trabajo. Vi de nuevo Indie Game: the Movie. Sufrí una segunda convulsión. Nada peculiar: toda persona que disfrute los videojuegos y tenga mínimas nociones narrativas, de sonido, diseño o programación sentiría un pellizco viendo el documental. Era normal, ¿no? Pasaron las meses. Seguían siendo ensoñaciones. Pero ya no las sentía tontas. Y seguía sin aparecer un trabajo. Hice una entrevista a Marina, grafista en Deconstructeam. Ahí sufrí la tercera y última convulsión. Su novio, Jordi, siempre había querido escribir, siempre había sido el DJ en las partidas de rol. Había trabajado como diseñador web y había quedado desencantado. Decidió saltar al vacío y tuvo suerte. Me vi reflejado en todos esos aspectos. Decidí echar un vistazo al abismo para saber qué me encontraría cuando saltara. Decidí dedicar mis horas muertas a aprender a desarrollar. Decidí ocultar los lunes al sol bajo el sonido chiptune.
Mis conocimientos de programación me permitieron arrimarme a Game Maker, el software de desarrollo de videojuegos de término medio. Si quieren algo más sencillo, busquen Construct 2. Si son programadores curtidos, sigan la moda y prueben Unity. En mi caso elegí Game Maker por una serie de razones: quería obtener resultados pronto, juegos como Gunpoint, Hotline Miami o Gods will be watching se habían hecho en Game Maker y el bueno de Locomalito, a quien siempre guió un cierto freewarismo generoso y didáctico, había hecho todos sus juegos con esa herramienta.
Empecé a hacer músculo. Poquito, pero ya asomaba el bíceps. Era hora de enfrentarse con el abismo y que éste me devolviera la mirada.
Decidí apuntarme a la Málaga Game Jam.
Tenía claro que fracasaría. Tenía claro que no conseguiría nada por mi cuenta, que el bíceps asomaba pero aún no soportaba grandes pesos. Tenía claro que iba a aprender. Tenía claro que iba a conocer a gente. Tenía claro que iba a disfrutar. Tenía claro que al dar el primer paso en el recinto ya había ganado.
Día 1
Éramos unas cuarenta personas. Nos explicaron los procedimientos: hacer un videojuego en 48 horas bajo una temática concreta. Vimos los vídeos. En uno de ellos se recalcaba la importancia de que los personajes creados fueran diferentes en el terreno sexual o racial. Por desgracia muchos estábamos más preocupados en hacer un juego en cuarenta y ocho horas que en salvar el mundo: ningún juego de los resultantes estaría protagonizado por una mujer negra. Espinita clavada que ya me sacaré. El lema era “What do we do now?”, que viene a ser un “¿Y ahora qué hacemos?”.
Teníamos una hora para pensar ideas de juegos. Se me ocurrió una: un alienígena pasea por la playa; ha vivido años infiltrado entre los terrícolas, ignorantes éstos de que su raza iba a ser exterminada. Y sin embargo nuestro alienígena meditaba para sí: “¿Exterminarlos?”. Una paseo por la playa me permitiría soltar mucha narrativa haciendo menos necesarios los malabarismos de programación que aún era incapaz de ejecutar. Algún día estaría preparado. Todavía no. Y la game jam iba de eso, de acabar un juego, no de alardear sobre lo que se ignora.
Contamos nuestras ideas. Esperamos a que vinieran a por nosotros. Primera lección: si es tu idea no esperes que la compren, véndela. Las mejores ideas se fueron repartiendo. Los demás nos quedamos solos. Los técnicos de sonido eran dos -luego supimos que hubo un tercero que permaneció escondido- y por lo tanto se convirtieron en piezas codiciadas. Todos intentamos llevárnoslos al huerto, y acabaron eligiendo según sus propias preferencias. No había mucho grafista tampoco. Abundaba el programador. Un organizador nos ayudó. Me colocaron con Alex “Aspa” y Daniel Moreno. Muy majos. Daniel también tocaba Game Maker. Luego sabría que había ganado algún premio y que tenía ya una historia que contar en cuanto a desarrollo. En un grupo en el que abundaban los Unitiers y había gente que desarrollaba sus cosas con Java era un placer encontrar a un afín. Era yo el que se añadía a un grupo, así que mi idea fue desechada en favor de la que tenían Alex y Daniel. Cosa comprensible; allá donde fueres haz lo que vieres. Hasta siempre, alienígena. Su idea era una sucesión de pruebas, al estilo Wario Ware. Me acordé de Dumb ways to die y su juego, y aporté ideas. Fuimos esbozando. Un bosque. Boy scout. Un niño realizando misiones. Nos fuimos conociendo un poquito. Aprendería la diferencia entre trabajar en equipo y tener feeling. Aprendería lo importante que es conocer a tus compañeros de equipo, esquivar lo que pudiera retrasar el desarrollo y regar lo que pudiera vitaminarlo.
Esa noche nos fuimos a la cama con un documento de diseño mentalmente dibujado. Mi paternidad no solía dejarme más de cinco minutos despierto una vez abordada la cama. Esa noche me costó dormir.
Día 2
El conocimiento crea jerarquía: si no ocurre así puede que bien para ti, pero mal para el equipo. Yo llevaba meses con Game Maker, Daniel llevaba años. Hice un puzle de los siete que contuvieron el juego al final. Ahí se notó la musculatura de Daniel, mucho mayor a la mía. ¿Podría haber hecho yo sólo ese juego en cuarenta y ocho horas? No. Pero sí en una semana. Con eso me quedé. Algún día. Daniel y Alex, que compartían amistad común, hablaban entre ellos. Poco a poco Daniel se dio cuenta de lo que suponía trabajar en equipo. Fuimos compartiendo ideas entre los tres. Empezó a crearse el equipo de verdad. Gente que apenas se conoce entre sí creando algo juntos. Maravilloso.
Tras una jornada intensiva de muchas horas mi puzle estaba acabado. Al pasárselo a Daniel para que lo integrara en el juego me deleité en la orfebrería digital: horas de esfuerzo para cuatro archivos; dos megas que brillaban, joyas de sudor.
La alegría del primer día había dejado paso a la concentración, pero eso no quitaba que una sensación extraña se apoderara de todos nosotros: éramos desarrolladores, todos juntos, unidos, aprendiendo, haciendo lo que nos gustaba. El buenrollismo nos salpicaba por todos lados.
Mientras desarrollábamos ojeé el entorno. Pese al mensaje de igualdad sexual del vídeo introductorio de la Global Game Jam a la hora de la verdad sólo había una mujer entre los cuarenta y pico participantes. Y el tema salía también de parte de los organizadores: uno se acercaba y nos decía que eh, que igual podíamos probar a no crear el típico varón blanco heterosexual. Tarde. Timmy, el pequeño niño Boy Scout que ya habíamos diseñado, estaba perfilado. Sólo de pensar en modificar todos los gráficos para adaptarlo a un personaje femenino nos asustábamos pensando que no llegaríamos a tiempo. Primer objetivo hacer un juego. Objetivo secundario salvar el mundo. Nadie jugaría a un juego inacabado por muchas reivindicaciones sociales que hiciera. No obstante el tema se quedó ahí, revoloteando por nuestras mentes. Adaptar siluetas, adecuar antropológicamente los cuerpos para adaptarlos a lo femenino. Formas redondas, pendientes.
La organización también nos trae agua: con tanto código nos hemos olvidado de beber.
Mención especial para la organización, que merece párrafo propio: los organizadores siempre dispuestos, siempre atentos, ayudando en todo lo posible. También desarrolladores, habían cambiado la posibilidad de participar ellos mismos en el evento por ayudar a que otros lo hicieran. Lluvia de sonrisas. Ojalá siempre así. No cambiéis Elena, Rodajas, Javi y los demás.
Hora de comer. Tenemos que elegir entre hamburguesas o camperos, lo que en el sur de Andalucía se entiende por una especie de bocadillo con lechuga, mayonesa, pollo, y lo que le quieras echar. Mayoría abrumadora: campero. Gastronomía regionalista.
Sigo observando el entorno. La gente tiene tics. Hay gente con cierto enfoque sobre las cosas. Lo bueno de compartir tantas horas en tan poco espacio es que aprendes sobre la gente, ves sus comportamientos. Recordaba el día anterior, buscando equipo, viendo cómo algunos no me dejaban hablar de mi idea porque ya tenían la suya fijada y sólo querían saber si yo me adaptaría a las suyas. Ves a gente capaz de programar usando sus propios motores. Ves a gente muy maja con poco conocimiento. Y al revés. Y todo bien. Y todo mal. Ves a gente diciendo que si ve una idea que le gusta no le importará robarla. Ves a gente que se acerca para difundir información sobre el evento a la que hay que deletrearle Minecraft. También ves a gente que ha elegido ir a la Global Game Jam para competir. Pese a que una de las gracias del evento sea la de hacer algo con gente a la que antes no conocías vemos que algunos llegan con eslóganes dispuestos a unir escudos en pos de la victoria. Gente de gastar miles de euros en aprendizaje. Gente que, por supuesto, hace equipo propio y piensa en los premios del evento. Gente que llama por teléfono a amigos para pedirles el modelado de unos árboles. Pásamelo por Facebook. Todo sea por la victoria, ¿no? Porque es lo que importa, ¿no?
Es sábado por la noche. Mi labor como programador está finiquitada, ya que al no haber trabajado nunca con Game Maker en equipo somos incapaces de sincronizar tareas, teniendo que llevar Daniel el timón. Me dedico al sonido, del que ninguno de los tres tenemos mucha idea. Encuentro alguna herramienta online. Hago una melodía. Un técnico de sonido se acerca. Le gusta. Me dice que he implementado muy bien una escala. Le digo que no tengo ni idea de teoría musical y se sorprende. Me echa un cable, majísimo él. Me da unos acordes. Queda de miedo. Poco después llega un chaval. Le pide una melodía para su juego. El técnico de sonido se queda de piedra: un miembro de otro equipo le pide una melodía -oye, qué te cuesta, son cinco minutos- un sábado por la noche, entregándose el juego a mediodía del día siguiente. El técnico de sonido no sabe cómo decirle que si quería hacerle sentir como un trozo de mierda que caga sonidos a placer lo ha hecho muy bien. Me acuerdo de su ayuda. Les interrumpo y le digo al tío que se acerque, que le enseño cómo va la herramienta que he usado. El tío flipa, me pide nombres, me da las gracias, y se va, no sin antes recordarle al técnico de sonido que eh, que si tiene un rato de sobra, ya sabe. El técnico lo sortea como puede. Yo me quedo con la sonrisa que me ha echado mientras le libraba del tío. *
Día 3
El horror. No, no es Vietnam pero casi: nuestro grafista, que vive a dos horas de autobús, se ha quedado dormido. Nuestro grafista, del que dependemos para implantar el código, puso el despertador, se levantó, se volvió a tumbar un momento en la cama y se quedó frito.
Zafarrancho de combate. A toda máquina, como podamos.
Vamos cerrando cosas. Be a scout, Timmy ha cogido color y forma. Tiene cuajo. Huele bien. Son las diez de la mañana, y ya sólo queda finiquitar lo que Daniel y yo dejamos casi cerrado en la misma mesa menos de siete horas antes. Se nota el músculo de Daniel, cerrando cosas a una velocidad apabullante. Después me enteraría de que lleva años dedicándose al desarrollo de videojuegos y ahora quiere meterse en diseño web. Justo al revés que yo. Qué mundo este.
La organización sigue haciéndose de querer: concede logros desbloqueados; a gente que viene de fuera, a gente que ha logrado formar equipos de ocho personas, a gente que se ha quedado por la noche.
Van pasando las horas. Llega el grafista. Recibe el látigo de Daniel. Un poquito de presión nos sienta bien. ¿Podría quedar mejor? Sí. Pero es una game jam y nuestro juego va a estar acabado y sin bugs. Poca broma.
Subimos el juego a la web de la Global Game Jam. Nos relajamos. Picoteamos patatas y golosinas que han aparecido como por arte de magia en una de las mesas. El paraíso del informático.
Comienza la cata. Probamos el resto de juegos. Ya les contaré la semana que viene, en otro sitio, en detalle. Hay cosas buenas, muy buenas, malas y muy malas. Pero hay mucha sonrisa: los demás ven el resultado de nuestro titánico esfuerzo. Estamos compartiendo nuestro ser. Somos una comuna. Hay algo religioso en el ambiente. ¿Recuerdan a la presa de V de Vendetta que le enviaba notitas a Natalie Portman? A todos los asistentes de la Málaga Game Jam, les conozca o no, les quiero.
Se fallan los premios. Nuestro equipo no esperaba nada. Quedamos finalistas en la categoría de game design. Ganamos el premio de la organización, el único que no concedían los demás, sino los desarrolladores organizadores del evento. Orgullo. Cierta vanidad, también.
Regreso a casa siendo el hombre más feliz del mundo, ahíto de compañerismo, de buen rollo, de desarrollo de videojuegos. Al día siguiente me costaría hablar de la experiencia. No me saldrían las palabras, me temblarían las manos. Me acordaría de todos esos críticos de videojuegos de boca avinagrada. Qué sabrán ellos, yo necesito paz. Mute the criticism journalism. Follow the developer. El desarrollo de videojuegos es tan puro. Quiero volver a esa mesa, a ese sitio. Quiero creer.
No sé qué conseguí, pero sí que no me arrepentí de haberlo intentado.
Aún sigo en shock.
* El técnico de sonido majo acabaría ganando el premio de sonido.
La entrada Málaga Game Jam, quiero volver es 100% producto Deus Ex Machina.