Era una auténtica selva. Ortigas, cardos, zarzas, tréboles, cerrajas y verdolagas se habían hecho fuertes. Los días de lluvia, unidos a algún que otro resfriado y al quehacer diario, nos impidieron darle una ojeada a nuestro huerto. Y nuestras pobres coles, guisantes, lechugas y fresas estaban sitiadas por las malas hierbas. Es lo que tiene una tierra tan fértil y un clima tan benigno: que todo crece que es una barbaridad. Y si te descuidas, el huerto se convierte en una jungla.Nos resistimos a llamar "malas hierbas" a especies que las pobres también tienen derecho a existir sin que se las descalifique, y que en muchos casos incluso son comestibles. Pero lo cierto es que ya nos ha pasado que acaban usurpando el terreno de tomates, pimientos, cebollas y calabazas. Y si el objetivo del huerto es precisamente tener una pequeña producción ecológica, que evite los pesticidas, que reduzca la factura del súper, y que de camino permita un mayor contacto con la tierra, no queda más remedio que estar ojo avizor a esas hierbas. Sabemos que hay métodos como el del japonés Fukuoka, que pretende conseguir las condiciones más naturales posibles con la mínima intervención por el ser humano: sin arar, sin abonos, sin fertilizantes, sin podar y sin eliminar malas hierbas. Nosotros cultivamos sin químicos, y lo más ecológicamente posible, pero aún no hemos llegado a lo de este método, la verdad. Quizás todo se ande. Pero por ahora no nos da la vida para tanto.Así que este fin de semana tocaba quitar hierbas, agachados, con el azadón y en posiciones casi imposibles entre tanto matojo. Buena terapia para la espalda y la vida de oficina. Y es curioso cómo ese contacto con la naturaleza, con el agua, con la tierra y el barro, despierta mil y una analogías con la vida cotidiana. Tras las recientes lluvias, el suelo estaba aún húmedo, y el quitar las hierbas se convertía en una tarea mucho más sencilla de lo habitual. Apenas había que escarbar un poco y con un simple tironcillo la hierba salía sin apenas esfuerzo. Nada que ver con lo de otras veces, que casi nos obligaba a ir con motosierra. El momento era propicio para ello. Como pasa también en la vida. Y los padres lo sabemos muy bien. Hay pequeños actos cotidianos que si se siembran, se acaban convirtiendo en hábitos. Y hay también otros, que como esas hierbas de nuestro huerto, si se dejan crecer, no sólo acaban siendo hábitos perjudiciales para nuestros hijos, sino que incluso acaban forjando un carácter, e incluso un destino. Y ahí surge la gran pregunta que todo padre o madre tarde o temprano se hace: ¿intervengo o no intervengo? ¿Corto esa hierba, o estaré coartando parte de su encanto, de su chispa, de su espontaneidad? ¿Hasta dónde dejar crecer su salero, y a partir de dónde podrá acabar convirtiéndose en un maleducado, en un consentido, en un perezoso o en un asocial? ¿Aplicamos el método Fukuoka o cortamos esas posibles malas hierbas? Desde luego, si optamos por lo segundo, mejor en terreno blandito, como nosotros en nuestro huerto este fin de semana. Porque si esperas mucho, el chaval puede tener ya novia, sacarte medio metro, y mandar tus tijeras de podar al "quinto pinto". Los que tenemos hijos en edad pre-adolescente y adolescente vivimos permanentemente en esa dicotomía. Ante una mala respuesta, ante un portazo, ante un desaire, ante una chulería o ante la enésima confrontación: ¿tijeras o Fukuoka? Y curiosamente también en las últimas semanas, algunas personas cercanas nos hablaban justo sobre esto, pero aplicado a su relación de pareja: si le hubiera dicho a tiempo que compartiéramos las tareas de casa, si hubiéramos puesto las cartas sobre la mesa en su momento, si, si, si.....
Nuestro huerto no sólo nos alimenta, también nos da que pensar. Vemos que hay plantas que no se pueden juntar; otras que se asocian entre ellas; otras que deben plantarse para proteger la producción contra caracoles, pájaros o bichos variopintos... Menudo máster si lo aplicamos a las relaciones humanas. Habrá que acudir más al huerto, para seguir aprendiendo de la vida.
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