El arquitecto Alberto Campo Baeza ha ingresado en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y ha leído un discurso que ha titulado "Buscar denodadamente la belleza".
(Nota mía que no viene a cuento. Son sólo mis neuras: No me gusta nada ese adverbio. "Denodadamente". Está admitido por la RAE, y Don Alberto lo ha empleado con propiedad, pero... no. No me gustan quienes Juanmanueldepradean. No mola nada. Me parece un estupendismo innecesario y... vamos, que no. Además, con ese título no puedo dejar de imaginarme a Don Alberto buscando la belleza en plan gñññññññññññññ).
¡La belleza! ¡Ay, la belleza!
Este considerable arquitecto español ha dicho en alguna otra ocasión que cuando algún alumno le dice que ha ido a Roma él le pregunta si ha llorado al ver el Panteón. (Sólo los mejores alumnos -léase los más pelotas- le confiesan que sí, que han llorado bastante).
Belleza, sublimidad, goce celestial, síndrome de Stendhal... Idos por ahí. Idos a tomar por conducto reglamentario de una maldita vez.
Belleza. Belleza. Belleza. Ya está bien.
Quentin Matsys, A Grotesque Old Woman (La Duquesa Fea), 1513.
National Gallery, Londres
En su discurso Don Alberto dice que, como arquitecto, lo que de verdad busca es la belleza. No estoy de acuerdo en absoluto. En mi modesta (pero firme) opinión un arquitecto no debe buscar la belleza. Todos haríamos mucha mejor arquitectura si no la buscáramos (y, desde luego, si no la buscara el promotor). A todos nos hace mucho daño la maldita belleza. La arquitectura que busca la belleza (denodadamente o no) pierde mucho.
El arquitecto debe buscar (incluso denodadamente) la idoneidad, la bondad, la eficacia, la adecuación... pero no la belleza. La belleza, si viene, viene sola. Viene por su cuenta, sin que nadie la invite ni la busque. La belleza se cuela en la fiesta, pero si la invitas no viene, sino que manda en su lugar a sus primas la horterada y la cursilada. Eso si no viene su tío abuelo el kitsch.
Francisco de Goya, Saturno devorando a un hijo, 1819-1823.
Museo del Prado, Madrid
Ni bellezas ni chorradas. La arquitectura (como la literatura, la música, la pintura, etc) no tiene que ser bella; tiene que ser buena. Todo lo demás sobra.
-¿Don Joserramoncito, y qué es la arquitectura buena?
-Yo qué sé, Arturo Arístides Artemio. Yo qué narices sé. (Pero me entiendo).
-Pues yo no le entiendo.
-Te callas.
El Bosco, Cristo con la cruz a cuestas, (detalle), 1510-1535.
Museo de Bellas Artes, Gante
Don Alberto dice que hay que conseguir la Venustas tras el cumplimiento perfecto de la Utilitas y de la Firmitas. ¡Oh, no!
¡Coño, Don Alberto! ¡Que estamos en el siglo veintiuno! ¡Que han pasado muchas cosas desde Vitruvio! Y, siguiendo con ese principio inmarcesible y tan viejuno de la tríada belleza-utilidad-firmeza (ya está bien, hombre), abunda además en el pensamiento retrógrado de que primero hay que garantizar la utilidad y la firmeza, y ya si eso, después le ponemos la venustas. O sea, que el arquitecto primero se comporta como alguien responsable y eficiente, y decente, y una vez que ha cumplido con su deber cívico y ha conseguido rematar la faena con éxito, ya tiene licencia para volverse locaza y hacer cosas bonitas. Santo cielo.
Esa era la frase de Sullivan: "La forma sigue a la función". En su caso incluso cronológicamente: Su socio Dankmar Adler hacía "la parte ingenieril", "la caja" y luego él la revestía "de arte".
Todo esto consolida la imagen (que tanto me repugna) de que el acto edificatorio tiene dos facetas: la de ingeniero y la de arquitecto. Una vez escindida absurda, injusta y esquizofrénicamente esa realidad edificatoria, a la supuesta "parte ingenieril" le tocan la sensatez, la profesionalidad, la lógica, la razón y la eficacia, mientras que a la supuesta "parte arquitectónica" le tocan el delirio, la melifluidad, el capricho, la verborrea, los ojos en blanco, el estupendismo y la superfluidad. Me niego a eso. Soy arquitecto, no un caprichoso disparatado ni un loco estúpido.
Dicho lo cual, puntualizo y matizo:
En realidad, finalmente es una cuestión de léxico. ¿A qué llamamos belleza? Lo que he escrito antes es completamente así si la belleza es "buscar lo bonito", "hacer filigranas", "mariposear". Pero un poco más adelante Don Alberto dice: "A la belleza en arquitectura se llega de la mano de la Razón". ¿A ver, a ver? Esto ya me va gustando más.
Y lo que me gusta definitivamente es la cita que hace de El Banquete, de Platón, cita que yo he hecho a menudo: "La belleza es el esplendor de la verdad". (Por cierto, que tengo que releer El Banquete con mucho cuidado, porque lo he leído y no he encontrado esa famosa cita. Yo, como todo el mundo, la re-cito de segunda mano).
Y sigue hablando Don Alberto en unos términos que me parecen ya mucho mejor orientados, y que cifran la belleza en logros de la razón, de la estructura y del trabajo. Así sí.
(No sigo glosándolo: Antes he puesto el enlace al discurso y os invito a que lo leáis completo).
Pero, repito, se trata entonces de una cuestión de vocabulario. ¿A qué llamamos belleza?
Toulouse Lautrec, En la mie, 1891
Si yo llamo belleza al esplendor de la verdad, a la estructura, a la razón, etc, entonces sí que quiero la belleza (no sé si denodadamente), y me parece que la "estética" se hace "ética".
Pero, por otra parte, si utilizo la palabra belleza con ese sentido (que a mí también me parece el más correcto y el más justo), entonces no la he de buscar, y mucho menos con denuedo. Entonces, si soy bueno y honrado y hago bien mi trabajo, la belleza vendrá sola.
(Las máquinas que funcionan bien son bellas precisamente por funcionar bien).
La belleza es una consecuencia de la verdad, y por lo tanto no debe ser un a priori ni un objeto de búsqueda per se, sino que es un premio.
Un premio siempre inesperado.
Si la tengo que buscar, entonces maldita belleza.
Nota, addenda y propina: He ilustrado este texto con cuatro imágenes feas. A mi juicio la primera busca la fealdad de una manera voluntaria y caprichosa, ex profeso. Por lo tanto, es algo tan tonto y tan kitsch como buscar la belleza per se, y, ya puestos, la belleza es mucho más agradable que la fealdad. Puestos a ser kitsch, prefiero el kitsch bonito.
Pero las otras tres son obras magníficas, que narran unos hechos o unas situaciones con gran fuerza y eficacia, y que manifiestan una poderosa verdad. En ese sentido, el resultado es de una terrible belleza.
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