Hoy me han preguntado quien de las cuatro chicas que aparecen en nuestra cabecera soy yo. "La rubia de pelo largo", he contestado. Para aclarar al instante que mi actual color de pelo es inclasificable.
Pero lo cierto es que hubo una época en la que yo también fui rubia extrema (si queréis saber más sobre esta especie, os remito al post de Manu, en el que hacía un recorrido por algunas rubias de la escena pública). No hablo del rubio oscuro de mi más tierna infancia. Y no me refiero a llevar unas simples mechas, lucir unos reflejos miel, o a la llamada melena californiana (a lo Jennifer Aniston). Fui rubia teñida, una rubia impostora pues (como la mayor parte de las que conozco, por otra parte). Encima del tinte me daba unos reflejos para que aquel tono trigueño no resultara tan uniforme y descafeinadamente homogéneo.
Fueron tiempos de esclavitud. Aquel complejo entramado requería muchos cuidados: retoque de raíces al mes o a las tres semanas; cada dos o tres meses un repaso a las mechas; una mascarilla semanal para combatir la sequedad y luchar contra el encrespamiento; un spray hidratante para batallar en pro de mantener la humedad del cabello, un champú específico para que el rubio no perdiera brillo. Una guerra que se libraba en mi cabeza y que me estaba haciendo desembolsar mucho dinerito, en una peluquería algo pija. Sumando los retoques y los productos capilares aquello era un atraco para mi bolsillo. Para colmo de males, en lo que se refiere a la cuestión meramente estética no había cuorum: a unos gustaba y a otros no.
Lo que me llevo a abandonar el mundo del tinte fue el hartazgo. No hay explicaciones alambicadas, simplemente empezaba a cansarme de esa rubia que veía en el espejo. Y así, exceptuando algún experimento con el lado oscuro (teñirme de un marrón lóbrego que endurece mis facciones o sea, nada favorecedor), llevo más de un año con el pelo de mi color natural. Pero desde que escribí el último post he descubierto que no es sólo una la cana que adorna mi cabellera. A esta primera hasta le tengo cariño, pues me salió en el primer embarazo, a la par que mi niña crecía en mi barriga. Ya puedo afirmar que hay otra segunda, así que estoy deseando que mi peluquera me confirme si se trata de un par de hechos aislados o si simplemente, y como parece lógico a los 35 años, debo hacer frente a este enemigo invasor.
El cabello masculino y las canas son un matrimonio bien avenido. Los hombres, con las canas, ganan en encanto y atractivo. En nosotras, salvo honrosas excepciones (mencionaré aquí a la hermana mayor de mi madre que lució orgullosa, durante años, un solitario mechón de pelo blanco que realzaba sus preciosas facciones) nos hacen parecer viejas, mucho mayores de lo que somos, hasta descuidadas.
Me da una pereza infinita la vuelta al tinte. Mientras pueda, como los numantinos frente a los romanos, resistiré. Y se que acabaré claudicando, porque la cana en el cabello femenino obliga a la rendición estética del tinte.