Me pasó hace años, pero todavía tengo pesadillas. En vacaciones, en esas vacaciones idílicas con hijos menores, sufrí un arrechuchón. Nada grave. Nada que no se hubiera podido prever. Después de agacharme y levantarme tres veces para que mi niña pequeña, a la que habíamos quitado el pañal hacía dos meses, hiciera sus amagos de pis –porque la condenada amagaba, pero no consumaba nada– todo ello en un cuarto de baño minúsculo, me quedé clavado. No podía moverme. La erección de mi torso parecía inalcanzable. El dolor fue intenso y, encima, en el costado izquierdo, junto al corazón.
Como cualquiera puede imaginarse, el susto fue mayúsculo. Yo apenas podía andar, sentarme o hablar. Estaba agarrotado. Vi el infarto de miocardio en su más cruda realidad. En aquellos instantes pasaron por mi mente muchas imágenes. La primera que recuerdo fue la póliza de seguro. La visualicé como si el documento estuviera en mis manos. Repasé las condiciones: circunstancia del fallecimiento (infarto por pi-pi de hija, me imaginé que escribirían en el papelito), importes, primas, desgravaciones fiscales, etc. Noté que, como casi todo lo que he hecho en mi vida, me había equivocado: mi tacañería innata me había obligado a elegir una póliza muy baja que, dados los tiempos, sólo permitiría sobrevivir a mi familia un par de años, y eso con suerte. Me prometí que si seguía en este mundo cambiaría las condiciones.
También tuve tiempo para repasar las oraciones de mi infancia, bien que muchas han sido actualizadas, modernizadas o simplemente desechadas. De todos modos, tuve el suficiente coraje como para recordar las notas básicas de sus melodías.
Mientras esto ocurría mi media-orange quería llamar a la ambulancia, mi hija mayor me pedía que jugase con ella a muñecas y la pequeña volvía a tener otro apretujón y tiraba de mi mano diciendo: pis, pis.
Una vez superada la crisis sin fallecer y sin ir al hospital, cuando regresé de vacaciones, decidí acudir a mi médico de cabecera. Por las fechas, como era de esperar, no estaba. Desde luego, agosto es un mes en el que mejor no te pase nada porque, en caso contrario, te encuentras en manos del último becario que ha entrado de prácticas.
Al final tuve suerte y pude contactar con mi internista. El muy simpático me dijo, una vez explicados los síntomas, que eso tenía pinta de algo muscular o de un flato. Hombre, flato, flato podía ser, pero no con tanto dolor ni tanto tiempo. Una expulsión a tiempo hubiera sido sencillo. La explicación muscular me pareció más plausible. Como mi internista me conoce bien y sabe que soy un poco hipocondríaco, decidió que debía hacerme unas pruebas: placas de torax, prueba de resistencia y aspirina que te crió.
Las placas fueron de maravilla. La enfermera me sugirió amablemente quitarme la camisa, levantar los brazos en un día de treinta grados y 80 de humedad, respirar hondo, aguantar el aire, expulsarlo y vestirme. Hasta ahí, todo bien. Lo grave vino con la prueba de resistencia. Yo, que había visto por la televisión a mis admirados futbolistas caminando por unas bandas móviles conectados a múltiples cables, me emocioné y quise imitarles. El día de la prueba me puse todo mi equipo de hacer deporte. Iba completito. Cuando mi media-orange me vio, la carcajada se oyó hasta en el ayuntamiento. Pero adónde pensaba que iba con esas pintas, que si la prueba se la había hecho su padre y era muy sencilla, etc. Bueno, me cambié de nuevo y me puse unas zapatillas de deporte discretas.
Una vez en la sala de pruebas de la clínica, el matasanos me miró a la cara y me dijo: quítate la camisa y ponte aquí, señalando al suelo con un gesto duro, seco, determinante. Empecé a tener miedo. A mí los médicos siempre me han dado yu-yu. Hasta entonces mi único temor había sido a una lesión grave de corazón que el monitor detectaría, seguro, a los primeros pasos. Entonces, comencé a temer al propio médico.
Cuando me quité la camisa, observé que el muy bestia había cogido una cuchilla de afeitar con su mano y que me estaba rasurando mi velludo pecho en seco. Por un momento vi mis tetillas salir volando. Mi alucine fue tal que no dije ni miau. El muy capullo me rasuró como a una oveja, me untó con un líquido pringoso y me colocó las ventosas en mis zonas doloridas.
Tras varias órdenes militares, me puse a andar por la cinta como un loco mientras el aparato se aceleraba. Pensé que igual no tenía nada, pero que por la velocidad me mataba. Accidente de tráfico, accidente médico. El ordenador sacaba curvas y más curvas. Yo sospechaba que la curvas no eran homogéneas, que estaban saliendo revoltosas. Al poco me comentó tajante, no tienes nada.
Me fui corriendo, nunca mejor dicho. La arrancada de ventosas fue el último acto depilatorio. También fue su última sevicia. Me solidaricé con todas las mujeres del mundo. Prometí no enseñar mi pecho a nadie en una temporada. Ni a mi media-orange. Sólo faltaba que pensase que me gustaba.
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