El hospital va a crecer. Será un hospital enorme, envidia de los hospitales enormes. Un macrohospital para nacer y morir sin necesidad de salir del edificio. Un hospital para admirar en las fotos y ganar votos.
Un edificio majestuoso y bien comunicado. Buenos accesos en todas direcciones. Una red de anillos de circulación concéntricos rematados con glorietas y rotondas. Tendrá alrededor de unas doce plantas en varios bloques geométricos de un gris despiadado. Habrá una inmensa entrada parecida a esas macroestaciones modernas que sirven como intercambiador de transportes y centro comercial. En el aparcamiento gigante cabrán cientos de vehículos. Por dentro, todo estará muy señalizado para que la gente no se desperdigue en el laberinto de pasillos interminables o en la batería de ascensores y montacargas silentes. Contará con todo lo que tienen los hospitales enormes, incluyendo tanatorio, centro de investigación, escuela de enfermeras y helipuerto. Los muertos saldrán por abajo y los órganos para la vida entrarán por arriba.
La sanidad en un solo punto. Un agujero negro sobre toda lo que le rodea. Un desagüe donde confluirán enfermos y dolientes en aséptico turno de entrada. No será como aquel viejo sanatorio de abajo. Esa antigualla encima de la playa, rodeada de jardines, que más parece un lugar de veraneo o un viejo balneario centroeuropeo. Además, ya casi se lo han cargado con esos infames edificios de hormigón que afean lo que tocan. Ahora es territorio para locos, estudiantes y moribundos. Ah, también para profesores de universidad.
Al crecer el hospital, habrá que expropiar viejas casas unifamiliares con huerto, porche y corral de gallinas. Eliminar aquellos tortuosos senderos entre árboles que los niños recorrían soñando aventuras. Ya no volverán a jugar al fútbol debajo de aquel pinar. Ya no habrá pinar ahora que no hay niños que jueguen. Desaparecerán vegetación y maleza para que, desde la megalópolis sanitaria, se pueda curar los males que la vegetación y la maleza alejaban.
Algunos vecinos se quejarán de las expropiaciones y de que se les roba terreno a su esparcimiento en este extrarradio esquilmado. Pero ya se sabe lo que son los vecinos. Egoístas. Piensan en si mismos. Quieren un ambulatorio cercano y equipado donde no sé les trate como números. Quieren tenerlo todo muy cerca. No tener que ir como todo quisque a las urgencias del gran hospital y esperar muchas horas porque se han cortado un dedo con el cuchillo del jamón.
¿Y qué decir de los viejos? Hay epidemia de viejos en estos barrios periféricos. Obreros jubilados de la construcción. Desertores del arado que en su día vinieron a la ciudad y que cuentan con un territorio de tertulia debajo de un emparrado precario fuera de la ominosa sombra del polígono de casas. Quizás sueñan con volver a ser los de antes sin ser despreciados por nueras y yernos prepotentes. Los propios hijos son otra cosa, los hijos pueden abroncarles porque tienen derecho a la venganza. En realidad a los viejos no les gusta el parque del barrio porque siendo compacto y limitado, les hace sentirse atrapados en el suburbio. Quizás quieren volver a respirar el aire de la niñez lejana y el parque solo es una prolongación de una interminable tarde de televisión, con noticias y concursos, en el salón familiar. Demasiados niños, demasiados perros sucedáneos de niños y algún progenitor envidioso de las cualidades de los viejos como cuidadores de nietos, cuando la obligación les esclaviza a niños y parque. En realidad, a los padres y madres les fastidia ver en los mayores lo que terminarán siendo ellos. Si no se mueren antes y acaban en el sótano del nuevo hospital que están haciendo. Un hospital enorme, envidia de los hospitales enormes. Un macrohospital para nacer y morir casi sin salir del edificio. Un hospital donde los muertos salen por abajo y los órganos para la vida entran por arriba. Un hospital para admirar en las fotos y ganar votos.